miércoles, junio 30

IASADE -25-

Cassia sobrevolaba la ciudad como una efímera sombra, hambrienta. El hecho de haber favorecido el encuentro de un alcohólico con su bebida y droga predilecta no había sido más que un ligero aperitivo, que le había abierto el apetito; estaba sedienta de crueldad y la voracidad de su naturaleza le pedía a gritos el concederse un capricho. Ella, al igual que todos los no mortales con excepción de los Ángeles y Demonios, tenía prohibido modificar el destino humano coartando o suprimiendo el libre albedrío. Pero las reglas existían para romperlas y a veces Cassia tenía la necesidad de saltarse las indirectas y matar con sus propias manos. Y antes de comer, por supuesto, se divertía un poco jugando con la comida.

Satzsa le había advertido de los riesgos consecuentes de tales licencias, ya que si alguno de los Vigías la descubría in fraganti no tendría ni un segundo para despedirse de su existencia. Pero como su mentora que era, también le había enseñado a ser sigilosa, invisible e implacable. A no dejarse atrapar.

Sintiéndose como probablemente lo haría un halcón de cacería, saboreando de antemano la sangre, buscaba una presa adecuada. Sin embargo, había una importante diferencia entre el supuesto halcón y ella: mientras que en la naturaleza los fuertes se alimentaban de los débiles, Cassia no quería una presa fácil.

Unos metros por debajo, en la puerta de un lujoso hotel de alta categoría, se desplegó un abanico de flashes cegadores que llamó su atención. Descendió para ver mejor y distinguió a un hombre de mediana edad, elegantemente trajeado, apuesto y de apariencia imponente, el objetivo de todas las cámaras. Probablemente un famoso; actor, escritor, cantante… a Cassia tanto le daba. Lo que sí era un buen aliciente, sin embargo, era el grupo de guardaespaldas armados y con gafas de sol que lo rodeaba… y también el cuerpazo del individuo: fuerte, alto, atlético. A Cassia se le hizo la boca agua al pensar que, ya de paso, también podía aprovechar semejante juguete para saciar otro tipo de apetitos. Sonrió y cayó en picado hacia una calle lateral cercana al hotel.

Minutos después se abría paso entre la apretada multitud de periodistas y fotógrafos que lanzaban a gritos preguntas al aire y disparaban frenéticos sus cámaras, desoyendo por completo las advertencias de los guardaespaldas y tentados de cruzar la cinta de seguridad que rodeaba el perímetro. El famoso en cuestión saludaba con una sonrisa de dientes impecables, a salvo entre dos enormes mamotretos con pistola y pinganillo, respondiendo amablemente y en voz alta, satisfecho al parecer con el revuelo que había causado su llegada. Cassia logró llegar hasta la cinta de seguridad y, con una libreta en mano y una pluma detrás de la oreja además de su mejor sonrisa, alzó una mano para reclamar su atención mientras desplegaba todo su poder de seducción.

- ¡Disculpe, señor! ¿Cuál es el motivo exacto de su visita al Grand Royale?

Era una pregunta que seguramente ya habría contestado, pero no pareció en absoluto molesto por tener que repetir de nuevo la respuesta. Cassia advirtió que se la comía con los ojos.

- He venido a descansar un poco después del rodaje de mi última película. El spa de este hotel es uno de los mejores que he conocido.

Actor, cómo no.

- ¿Cuándo será el estreno de dicha película? Soy una fan suya y me muero de ganas por… verla.
- Se estrenará de aquí a dos semanas.- el hombre la devoraba con la mirada, ignorando por completo las preguntas con las que lo acosaban los demás periodistas.- Me alegro de conocer a una admiradora mía tan fiel como usted. Podría firmarle un autógrafo… e invitarla a la rueda de prensa privada que daré ahora mismo en el hotel.
- ¡Oh!- exclamó Cassia, fingiendo emoción e incredulidad.- ¿De verdad? ¡Dios mío, sí! ¡Estaré encantada de acudir!
- Estupendo entonces, acompáñame...

domingo, junio 27

IASADE -24-

Uno de sus lugares preferidos para descansar era el gran panel informativo que velaba por la seguridad de los conductores en las veloces y traicioneras autovías en las periferias de la ciudad, irguiéndose como un faro a la orilla del extenso mar, lanzando mensajes electrónicos con consejos para aquellos que iban al volante, cifras de accidentes y boletines sobre el tráfico existente kilómetros más adelante. A Cassia le gustaba sentarse allí arriba, con las piernas colgando, para observar cómo los automóviles colisionaban brutalmente unos con otros, disfrutando del espectáculo de la muerte acompañando aquellas escenas con una bolsa enorme de palomitas de maíz.

Estaba atardeciendo. Por el horizonte desfilaba una procesión de nubes llameantes que convertían el cielo en un mar de lenguas de fuego tras el cual se escondía el sol. Aquella hora del día era la más peligrosa, cuando la luz engañaba al confiado ojo humano, provocando errores y consecuentemente, accidentes. Cassia se puso cómoda y se relajó. Había sido un día provechoso y estaba orgullosa de sí misma; un merecido descanso le vendría de fábula.

Satzsa se materializó a su lado salida de la nada. La Diablesa se estiró voluptuosamente dejando escapar un alarido salvaje.

- ¿Contenta de haber vuelto?
- Sí.- asintió Cassia.- Pero no me he olvidado de nuestro trato. ¿Tienes ya alguna información?
- Tranquila, pequeña.- dijo Satzsa, acariciándose el llamativo cabello naranja, que brillaba con más intensidad en ese momento gracias a la luz crepuscular.- Estas cosas llevan su tiempo.
- Si me hubiera quedado en España podría haberle seguido la pista.
- ¿No me acabas de decir que te alegra haber regresado a Nueva York?- repuso la Diablesa con una mueca de fastidio.- Además, ¿a qué viene tanto interés? No es la primera vez que nos cruzamos con un alma blanca. ¿Qué tenía esa de especial? Daba pena de lo triste y patética que era. No entiendo en qué piensan las luciérnagas para poner de Mediadora a una chapucera como esa.
- No lo sé.- admitió Cassia, pensativa.- Pero tiene algo que me llama la atención, aunque no sabría decirte de qué se trata. Tengo ganas de joderla.
- Puedes joder a tantas luciérnagas como quieras aquí también.
- Joder, ¡deja de putearme ya! Quiero joderla a ella, ¿es que acaso no me he explicado claramente? Así que ponle un poco más de empeño al hecho de buscarme algún rastro que pueda seguir.
- Está bien, tigresa. Vale, no me saques las uñas. Seguiré buscando.

Cassia bufó, molesta. Tenía la inquietante sensación de que Satzsa prefería que no se volviera a encontrar a aquella Mediadora y no entendía porqué. No representaba ninguna amenaza y eso era lo más extraño de todo. No comprendía su propio interés en ella, sobre todo cuando el hecho de destruirla era algo tan sumamente sencillo, sin desafíos ni emoción ninguna.

En aquel momento, un camión industrial se salió de la carretera arrollando a un vehículo familiar y empotrándolo contra el quitamiedos de la autovía, que cedió ante la bestial fuerza del choque prensándose como una hoja de papel y quedando reducido a una delgada lámina de metal roto. El coche se encogió como si fuera un acordeón, al mismo tiempo que todos los cristales estallaban en miles de fragmentos y la sangre oscura regaba el negro asfalto. Como broche final, el camión explotó con una vistosa llamarada roja y naranja que levantó oleadas de humo negro y hediondo hacia el cielo, ya de color añil.

Satzsa comenzó a reír a carcajadas.
Cassia se recreó con el olor a sangre, a carne quemada, a muerte y a polución, sonriendo en trance.
Sí… siempre podía disfrutar de la destrucción y el caos antes de atrapar a aquella luciérnaga Mediadora.

viernes, junio 25

Carta para ti

Querido Desconocido:

Todavía me duele pensar en ti. Y lo peor de todo, la prueba inequívoca de que debo de ser masoquista, es que sigo haciéndolo pese a saber que es mejor para mí dejar pasar una canción detrás de otra sin quedarme estancada en la misma una y otra vez. No lo puedo evitar. Me gusta esta canción por muy triste que me haga sentir y por muchas lágrimas que me haga derramar.
Supongo que no soy masoquista... sólo idiota.
El verano ya ha llegado. Y con él han vuelto algunos viejos recuerdos. Como el de cuando era pequeña y me sentaba a la orilla del mar, imaginando que era la hija perdida de alguna hermosa sirena, hablando con las olas y alimentándolas con las piedrecillas más bonitas y brillantes que encontraba entre la arena.
Incluso por aquel entonces ya te empezaba a imaginar: te faltaban detalles y solidez, y eras todavía el boceto incompleto de una ilusión. Ahora me pregunto si eres algo más. Pienso que sí, porque sino lo fueras no dolerías como lo haces. Y tiene gracia, porque no existes y aún así dueles. Tal vez además de idiota me haya vuelto loca.
Te cuento que estoy planteándome empezar de cero. Emerger pura y sin mácula, pero con la experiencia de errores pasados sobre mi espalda. Es una experiencia que pesa, pero es un peso que me reconforta, pues sé que la sabiduría que me aporta me servirá de escudo cuando tenga que defenderme de la incertidumbre y de la genética humana que nos hace vulnerables a cometer un fallo detrás de otro.
Estos últimos días sueño mucho y veo caras que había olvidado. A veces me da la sensación de que vuelvo a tener quince años y que mi inocencia sigue intacta. Pero sé que es mentira: los parches, aquí y allá, de mi alma me demuestran que ese pensamiento no es nada más que un fugaz espejismo que desaparecerá pronto dejándome un sabor amargo en la boca.
Eres fruto de la ingenuidad que me queda, de eso también soy consciente. Pero ya que aún la conservo puedo decir que espero realmente conocerte algún día.
Es probable que sí que existas pero que de momento no haya tenido la suerte de encontrarte.

IASADE -23-

Cassia adoraba Nueva York. Era una urbe titánica, con ciudades dentro de sí misma y más ciudades dentro de aquellas otras, como los círculos concéntricos de una onda que se expande sin desaparecer jamás. Era internacional y abrigaba a cualquier tipo de individuo, así como cualquier clase de negocio o empresa. Era una ciudad esclava de la codicia. La avaricia provocaba que las personas corruptas se corrompieran aún más y que aquellas que no lo eran terminaran sucumbiendo a lo inevitable, cayendo en los negros tentáculos de las redes de asuntos ilegales sobre las que se sostenía el poder. Un poder que nacía del dinero, y que a su vez generaba más codicia, iniciando de nuevo un proceso que no tenía fin, producto de un círculo vicioso inacabable.
Sí… le encantaba Nueva York, y se alegraba enormemente de haber vuelto. La había echado de menos.

Escalando con habilidad reptiliana se encaramó a la azotea del edificio, desde donde disfrutó de la visión panorámica que le ofrecía aquella altura privilegiada. Los tejados de los inmensos edificios emergían de la niebla matinal, hendiéndola como mástiles de barcos hundidos y olvidados. Las antenas, agujas que resplandecían con tonos blancos, rojos o azules, hacían brillar de colores a la neblina en torno a ellas. Por encima de los rascacielos más altos las nubes blanquecinas se volvían de color gris sucio y se mezclaban con el aliento venenoso de la contaminación. Era una mañana espléndida, y prometía.

Satzsa no estaba a la vista, pero su estela era claramente discernible para Cassia. El perfume caliente y metálico de la Diablesa trazaba una curva a la derecha, donde se había detenido un segundo antes de dejarse caer en picado hacia abajo. Sonriendo, la chica tomó aliento y echó a correr a toda velocidad hacia el vertical acantilado metálico de la estructura. Justo en el borde rió, saltó y se precipitó al vacío atravesando la niebla.

La Diablesa la esperaba en la esquina de un oscuro y desierto callejón maloliente, con un paquete de tabaco en la mano que le lanzó al aire en cuanto Cassia apareció a su lado. La joven lo atrapó al vuelo, lo abrió y sacó un cigarrillo que Satzsa le encendió con un soplido. El humo escapó de su boca en volutas cuando la chica suspiró de placer.

Al contrario que las almas blancas, las almas negras podían deleitarse con algunos de los placeres terrenales que habían disfrutado mientras vivían. Mientras que los etéreos no podían ingerir alimentos, sentir dolor o éxtasis, esas puertas no estaban vedadas para Cassia. También, como pago, sufrían. Sufrían la maldición del rechazo, del exilio al que se les había condenado, grabado a fuego en su piel como un estigma deshonroso de cuyo ardor doloroso no se libraban nunca.

- Dicen que son nuestros pecados.- le explicó Satzsa, en sus inicios.- ¿Pero qué más nos da?

Cassia le ofreció una calada que la Diablesa aceptó gustosa.

- Dime, ¿quién es el desafortunado hoy?
- Sígueme.

La chica obedeció y ambas salieron del callejón.

En la avenida principal había una cafetería destartalada. Tenía unas pocas mesas de plástico en la calle, bajo un toldo sucio de color azul y blanco a rayas. Las puertas del local estaban abiertas y del interior entraba y salía una muchacha delgada con el pelo teñido de negro reluciente, ataviada con un delantal verde y una bandeja de aluminio en las manos. Un individuo demacrado estaba sentado en el exterior, con una taza pequeña de café frente a él. Temblaba perceptiblemente y se aferraba a la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le habían quedado blancos. Tenía unas ojeras muy marcadas, casi purpúreas, bajo los ojos hundidos ocultos bajo el flequillo castaño.

- Su hermano trabaja como cocinero dentro de la cafetería.- le explicó Satzsa.- Lo odia a muerte porque le quitó a la mujer, que lo abandonó y se divorció sumiéndolo en la ruina. Sobre él pesa una orden de alejamiento y ahora mismo la está en incumpliendo. Las ansias de venganza le corroen, pero no tiene medios para llevarla a cabo. ¿Sabes lo que tienes que hacer?
- Sí.

La Diablesa le dio un bolso rojo de cuero y la animó a echar a andar.
Cassia se sentó a la misma mesa del individuo con total despreocupación, sonriendo mientras depositaba el bolso en la mesa. El mortal la miró con ojos desorbitados.

- Buenos días, caballero. Me llamo Miriam y soy parte del equipo de publicidad de una innovadora empresa llamada…
- Márchese.- le dijo el hombre, bruscamente y con voz ronca.- No quiero escuchar sus gilipolleces.
- ¿Señor?- preguntó Cassia, parpadeando con desconcierto.
- ¡Que te vayas, joder!- gritó.

Cassia se puso en pie, fingiéndose muy contrariada y asustada, y se alejó a paso ligero de la cafetería.

El hombre se pasó una mano por la cara, cerrando los ojos. Al abrirlos de nuevo reparó en el bolso rojo que Miriam la publicista se había dejado olvidado en su carrera por largarse de allí. Sin miramientos lo cogió y abrió, buscando en su interior algo útil y de valor. Su rostro pálido se tornó completamente blanco al sentir el frío y suave tacto metálico de un arma en el fondo. Miró a su alrededor furtivamente, temeroso de que alguien pudiera estar observándolo. Pero absolutamente nadie le prestaba la más mínima atención, como siempre.

Se humedeció los labios nerviosamente y se levantó. Vaciló apenas dos segundos antes de entrar en la cafetería.

Minutos después, el atronador e inconfundible ruido de un disparo, seguido de gritos de pavor, hizo eco en el callejón.

jueves, junio 24

IASADE -22-

Aquel sueño era el primero que recordaba haber tenido desde su muerte. Y nada más despertar, lo odió.

Bostezó, echó la cabeza hacia cerrando los ojos y aspiró una bocanada de perfume a tabaco mientras suspiraba. Las nítidas imágenes se reproducieron tras sus párpados como una película, sin que ella pudiera detenerlas.
La habitación gris pobremente iluminada resultaba opresiva y triste. Había una camilla de sábanas blancas, vacía, junto a una máquina de la que salían multitud de cables de varios colores. Sentía su cuerpo pesado, su alma angustiada y su corazón dolorido.

- ¿Dónde está?- se oyó a sí misma preguntar. Su voz sonaba extraña, más... amable.
- Está de camino. Viene de la sala de pruebas.- le contestó un hombre, detrás de ella.
- ¿Ya saben lo que tiene?- preguntó desesperada, dándose la vuelta.

Su interlocutor, un hombre alto y fornido que llevaba una bata blanca, asintió con un gesto seco.

- Lo lamento mucho. Es cáncer.

Al oír aquellas palabras se había sentido atravesada de parte a parte y había gritado.
Y su propio grito, trasladado del sueño a la realidad, era lo que le había hecho abrir los ojos.

- ¿Se puede saber porqué diablos chillas?- preguntó entonces una voz susurrante.

Satzsa apareció sobre el alféizar de la ventana, agarrándose con manos y pies y balanceándose peligrosamente hacia delante y hacia atrás, moviendo su cola roja de un lado a otro con movimientos sinuosos. Sus ojos granates la estudiaron atentamente.

- He tenido un sueño.

La Diablesa frunció las cejas.

- ¿Un sueño, dices?
- Sí. Un sueño asqueroso, sobre sensaciones humanas muy reales.
- No le hagas ningún caso.
- De acuerdo.

Satzsa sonrió malévolamente.

- Vístete. He encontrado una víctima.

Y dicho aquello saltó, en un mortal hacia atrás, y desapareció con una áspera carcajada.
Cassia se incorporó mecánicamente y se vistió y preparó de forma automática. Sus prendas, rojas y negras, se adhirieron a su cuerpo como una segunda piel, y su cimitarra se amoldó a su vaina como si el arma y su receptáculo fueran uno. Con agilidad ella también se encaramó a la ventana, deleitándose con los olores urbanos que más placer le proporcionaban: polución, maldad, egoísmo, perversión, corrupción.

- Buenos días, mundo.- saludó en voz baja.- Prepárate a sufrir.


Cassia no sabía cuánto tiempo había pasado desde que abandonara el mundo de los vivos, pero si tenía alguna opinión al respecto lo único que pensaba es que lo había dejado atrás demasiado tarde. Para ella su muerte no había sido tal, sino todo lo contrario: muriendo había vuelto a nacer. No recordaba su identidad pasada, pero lo cierto es que lo prefería así; era libre y existía sin ningún tipo de ataduras. En su mente su objetivo y camino estaban claramente definidos y ninguna bruma ni remordimientos la acosaba ni perseguía.

Y sin embargo, todavía recordaba a la perfección los primeros instantes de confusión en su nueva vida. Al verse sola en mitad de la impenetrable oscuridad había sentido pánico y dolor. Náuseas, terror. Se había sentido extrañamente… incompleta y desolada. Pero aquellas emociones se habían extinguido igual que se extingue una llama a merced de un huracán, cuando de las tinieblas había surgido Satzsa, poderosa y atrayente. La Diablesa se había acuclillado a su lado y le había tendido la mano entre la negrura, sonriéndole. Y ella había aceptado el gesto, embriagada por su irresistible presencia, ya sin atisbo alguno de duda. Nada más verla había reconocido su naturaleza oscura y maligna y se había identificado con ella. Incluso aunque no se hubiera presentado allí para rescatarla la habría encontrado tarde o temprano atraída por su poder como un insecto es magnéticamente llamado a la luz.

Su rostro era ovalado y hermoso, su piel cobriza y sus ojos granates ardientes como el fuego. Sus labios gruesos y de color rubí solían estar tensos en una sonrisa perversa. Su cuerpo era divino, lleno de voluptuosas y llamativas curvas, una auténtica invitación al placer y la tentación. Su cola roja ondeaba peligrosamente y sus pequeños cuernos retorcidos apenas asomaban entre su espesa melena anaranjada. Para Cassia, en aquel momento, era una total desconocida. Y aún así, su aspecto le resultó familiar y tranquilizador.

- Ven conmigo, pequeña.- le susurró Satzsa, ayudándola a levantarse.- Te mostraré, no lo que debes hacer, sino todo lo que está al alcance de tu mano.

Y cumplió con su palabra.

Ahora Cassia era una Nocturna. Cuando preguntó a Satzsa el significado de dicho nombre, la Diablesa se echó a reír.

- Los Poderosos son muy poéticos.-comentó.- Os llaman Nocturnos porque traéis la oscuridad al mundo de los vivos. Aunque he decir que la oscuridad en la que lo sumís es mucho más aterradora que la noche.

Esa era su misión. Sembrar la semilla del mal y mimarla con dedicación hasta verla germinar, florecer y dar frutos. Se preguntó quién sería el desgraciado que había tenido la mala suerte de llamar la atención de Satzsa aquella mañana y sonrió.

miércoles, junio 23

IASADE -21-

A pesar de que Ael no debería haberla acompañado otra vez al mundo de los vivos, quería estar presente.

Las alas blancas y extendidas del Ángel proyectaban una sombra invisible al ojo humano sobre la piedra vieja enverdecida por el musgo y la tierra húmeda aplastada bajo el peso de los miles de zapatos que habían pasado por allí antes que ella. El cielo lloraba y la lluvia convertía la tierra en barro y mojaba la piedra de las tumbas, tornándolas de un color más oscuro.

El camino empedrado serpenteaba colina abajo, en cuya loma cubierta de hierba se alzaba la tumba simbólica de Pablo Máiquez Ferreiro. Su cuerpo no descansaba allí, puesto que había sido incinerado y las cenizas descansaban en la urna de cerámica verde que Sara guardaba en su habitación, pero su padre había querido que el nombre de su hijo, grabado en piedra, reposara junto a la lápida de su difunta esposa. Sara sólo había estado allí una vez y de eso ya hacía un año. Ahora aferraba la bolsa de canicas con fuerza en una mano, mirando la lápida coronada por una cruz blanca, mientras las lágrimas se confundían con las gotas de lluvia que le corrían por las mejillas.

- Mi prima está por allí.- le dijo Amiss a la niña, señalando el sendero que se alejaba en dirección opuesta.- Así que os dejaré a solas a tu hermano y a ti.- y le sonrió de forma alentadora.

Sara se limitó a asentir con un gesto y a soltarse de su mano, un tanto temerosa. Amiss la observó un instante antes de desaparecer de la vista para transformarse en alma y regresar rauda, etérea e invisible, al lado de la niña, que pálida no dejaba de sollozar quedamente. Sara se acercó casi tambaleante a la tumba, deteniéndose frente a ella para mirarla en silencio y presa de la congoja. El agua de lluvia le goteaba por el extremo del paraguas y le mojaba las puntas de las zapatillas.

- Pablo… lo siento muchísimo. De verdad. Fui una mala hermana… Quería que estuvieses aquí y me olvidé de que lo mejor para ti era subir al cielo para estar con mamá y cuidar de papá desde allí arriba…Perdóname…

Y rompió a llorar desconsoladamente, haciendo resonar su llanto en la quietud del cementerio.

La niebla que pendía de las ramas de los árboles aquella mañana se empezó a condensar, a pesar de que el viento soplaba con fuerza, arrastrando la lluvia. Con la aparición de Pheal, al otro lado de su propia tumba, a Amiss le pareció escuchar el tañido cristalino de una campana. La apariencia del Inocente no era la misma. Aparentaba los ocho años con los que había dejado el mundo de los vivos, y vestía un pantalón de peto roto muy similar al que Amiss le había visto llevar a Sara en más de una ocasión. Sonreía…aunque su sonrisa era un poco vacilante, y tenía el pelo despeinado.

Al verlo, Sara gritó y dio un salto hacia atrás. El color huyó de sus mejillas, y con los ojos como platos dejó caer la bolsa de canicas a la tierra mojada y comenzó a temblar. Por un segundo pareció tentada de salir corriendo, pero afianzó los pies y se quedó quieta.

- Sara.
- ¿Pablo…?
- Eso creo.

Ambos se observaron mutuamente en silencio y con cautela. Sara extendió una mano hacia él para tocarlo… pero la apartó rápidamente, sin atreverse. Pheal rió.

- Estoy muy frío, no te lo recomiendo. Creo que se te ha caído algo.

Sara bajó la vista y vio la bolsa de canicas, que se había manchado de barro. Se agachó para recogerla y la apretó en un puño.

- Perdona, Pablo. Se ha manchado la bolsa… He cuidado de tus canicas lo mejor que he podido. Una vez una niña de la clase me las quitó, y me peleé con ella para que me las devolviera.
- ¿Mis canicas…?
- Sí. Mira.

Sara abrió la bolsa y dejó que las canicas brillaran en su mano. Era cierto que eran preciosas. Una de ellas era roja como el fuego y resplandecía con un fulgor anaranjado, otra era celeste y plateada, otra de color verde intenso. Cada una era distinta a la anterior pero todas parecían rodeadas por una aureola mágica.
Pheal las contemplaba atónito, con la boca abierta y las manos extendidas hacia ellas. En sus ojos abiertos de par en par asomaba una incredulidad creciente.

- Las recuerdo… ¡las recuerdo! Tienen nombres. Esa de ahí es Cárabo, y aquella Azafrán. Jade, y Purpuralina.
- Y Fénix. Tiniebla, Niebla de Mar e Invisible.
- Sara…- musitó, casi jadeante.- Sara… Eres tú. He... he estado perdido. Y lo había olvidado todo. También había olvidado lo mucho que duele…- añadió, sonriendo tristemente.
- ¿Te duele?- preguntó la niña, asustada.- ¿Es por mi culpa, Pablo? Ha sido culpa mía…
- No, no ha sido culpa tuya. Eh, no… no llores. Escúchame, Sara. Tú me has hecho libre y te doy las gracias. Te quiero muchísimo. No temas por mí, porque a mí ya no puede pasarme nada malo. Cuídate a ti misma y cuida de papá, que te necesita. Necesita que estés alegre y seas feliz, y yo también. ¿Me lo prometes? ¿Me prometes que serás feliz?

Sara se sorbió los mocos y contuvo las lágrimas por un segundo antes de volver a empezar a llorar con fuerza. Asintió con la cabeza mientras dejaba salir al llanto, que se alzaba desgarrador por encima del repiqueteo de la lluvia sobre la piedra. Pheal sonrió intentando parecer alegre.

- Así me gusta, muy bien. Me pasaré a menudo para comprobar que cumples tu promesa, ¿eh? Y te tiraré de la cama por las noches como vea que no lo haces.

El fantasma se colocó justo delante de la niña y le dio un beso en el pelo húmedo con sus labios espectrales, haciéndola callar al instante.

- Adiós, Sara. Nos volveremos a encontrar, pero sinceramente… espero que tardemos mucho en hacerlo. Disfruta de la vida por mí, hermanita.

Y dicho aquello Pablo desapareció, como un banco de niebla deshecho por el viento.
Amiss oyó las últimas palabras de Pheal, pronunciadas en silencio sólo para sus oídos y los del Ángel.
“Gracias por devolver a Sara a mi memoria. Velaré por ella y la seguiré recordando por siempre aunque me sea doloroso su recuerdo. Te debo una, Amiss.”

Algo, muy cerca de donde Sara tenía su palpitante y vivo corazón, comenzó a brillar con luz intensa y cegadora. Amiss cerró los ojos, invadida por una inmensa sensación de satisfacción y felicidad, y sintió cómo aquella luz ardiente penetraba en ella, encendiéndola como una llamarada.

- Deseo del usuario complacido.- murmuró entonces Ael con voz átona.

Sobre una suave colina, un tanto alejada, en la que se erguía la antigua estatua de un ángel arrodillado en actitud pesarosa, alguien observaba la escena fríamente a través de sus ojos verdes. La chica aferraba con fuerza la empuñadura negra y fina de su arma, reclinada sobre la piedra enmohecida.

- Para una novata, y una tan patética, no está nada mal.- comentó.
- Ha tenido suerte.- musitó una voz femenina y sibilante, cerca de su oído.
- Quizá. Pero ha cumplido un Deseo.
- Ese Ángel la ha ayudado mucho.- disintió la voz, desdeñosamente.- Le ha hecho la mayoría del trabajo difícil y le ha facilitado mucha información.
- Para eso están los guías.- observó la chica.
- No creo que tenga tanta suerte en su próxima tarea.
- Ni yo. Sobre todo… si nos tenemos en cuenta a nosotras.- añadió, sonriendo perversamente.

lunes, junio 21

IASADE -20-

- Tú lo sabías.- le había dicho Amiss al Ángel, acusadoramente,
- Sí.
- ¿Y por qué no me lo dijiste?
- Era mejor que te dieras cuenta tú sola. No me mires así, tampoco te he mentido. Es más, te advertí.

Y Amiss había chillado y despotricado airadamente delante de Ael, que se había limitado a contemplarla con lástima.

En su cubículo, Amiss se preguntaba si darse cabezazos contra la pared aliviaría en algo su amarga decepción. ¿Qué iba a ser de Sara? El abrumador sentimiento de culpa que sentía la estaba consumiendo rápidamente. Tenía que haber alguna solución posible. Tal vez… pudiera engañarla de nuevo, haciéndose pasar por Pablo, dejándole un mensaje quizá… ¿Podría convencer a Ael para se encarga de los efectos especiales del montaje…?
Un golpe al otro lado de la puerta interrumpió sus pensamientos, haciéndola bufar irritada.

- ¿Sí?
- Soy Pheal.

Perpleja, se levantó y abrió. El Inocente, ataviado con su ritual túnica blanca como la nieve, la miró nerviosamente con semblante preocupado.

- ¿Qué quieres?
- ¿Puedo pasar?

Amiss se reprendió a sí misma por haber olvidado formular la invitación primero. Asintió y se apartó para permitirle entrar. Al contrario que ella, Pheal no se sentó. Se quedó de pie, con los brazos a la espalda.

- He tenido que abandonar temporalmente mi tarea en el campanario.- le dijo, consternado.- Mi alma está intranquila desde que viniste a visitarme y muy a mi pesar mi contrariedad está perturbando la pureza de la Inocencia.

Por un momento Amiss temió que la acusase de haberle causado algún mal o de obstaculizar una misión tan importante como la suya, pero no fue así. Pheal se dejó caer de rodillas frente a ella.

- Sólo hay una cosa que recuerdo antes de convertirme en un Inocente. Cuando morí y llegué aquí, estaba ahogado en el dolor. Era lo único que existía para mí y apenas era capaz de distinguir nada más. Los sabios me convocaron… y me dieron a elegir. Me ofrecieron servir como Inocente y me dijeron que así haría un gran bien y que ayudaría a los vivos. Lo cierto es que realmente no sé porqué acepté, pero lo hice. Y el dolor desapareció enseguida y me olvidé de todo. Debido a tus palabras, sin embargo, lo he recordado de nuevo y estoy preocupado. Me dijiste que eras una Mediadora, ¿verdad?
- Sí.- dijo ella, con cautela, sin saber muy bien a dónde quería ir a parar el Inocente.
- ¿Y acudiste a mí porque tu usuario…está relacionado de algún modo con mi vida anterior?
- Sí.- suspiró.

Pheal se retorció las manos, angustiado. Sus ojos marrones estaban vidriosos, como si estuviera a punto de llorar a pesar de que era incapaz de hacerlo.

- He…meditado mucho. Sé…bueno, no lo sé, pero lo siento… siento que mi dolor al morir se debía a los mortales que dejé atrás. Eran muy queridos para mí. Y ahora sé que uno de ellos está sufriendo y me necesita, pero yo no puedo recordarlo. Y me siento culpable.

Amiss nunca había sido buena dado consejos. Pero era tal la aflicción que veía en Pheal que se obligó a decirle algo para consolarle.

- Los has olvidado, pero gracias a la tarea que llevas a cabo también les haces bien, en cierto modo.
- He tomado una decisión.- dijo, poniéndose en pie de repente.- Quiero ayudarte. No sé quién es tu usuario, y tampoco sé si podré hacer algo por él ahora, pero deseo intentarlo. Dime qué es lo que tengo que hacer.
- ¿Estás seguro?
- Sé que si entro en contacto con dicho mortal es posible que acabe recordándolo todo. Y si eso ocurre no podré volver a ser un Inocente. Pero sí…estoy seguro. ¿Cómo… se llama tu usuario, Amiss?
- Se llama Sara.- contestó ella, sonriendo.- Y fue tu hermana.

domingo, junio 20

IASADE -19-

Pablo Máiquez Ferreiro ya no se llamaba así. Ahora respondía al nombre de Pheal y era un Inocente. Los Inocentes solían ser almas elegidas por su temprana muerte en el mundo de los vivos, almas que aún conservaban la inocencia de los infantes, y eran los guardianes de tal virtud; velaban por mantener la pureza y la ingenuidad de niños y adultos. Incluso para Ael, dar con él no había sido algo sencillo.

- Me debes un favor, recuérdalo. O no, no importa, yo te lo recordaré.
- ¿Te he dicho ya que no pareces un Ángel en absoluto?- le dijo ella, rencorosa.
- Sí. Pero me debes un favor.

La morada de los Inocentes parecía una gigantesca catedral. Era una estructura transparente de arcos, bóvedas y puentes altos y delgados que iban de una torre a otra, de pórticos inmensos y salas amplias donde resonaba una música celestial y apacible. Almas ataviadas con túnicas de un blanco níveo entraban y salían del lugar, acompañadas de vez en cuando por Ángeles de enormes alas. Amiss se detuvo vacilante junto a la entrada principal, sintiéndose repentinamente minúscula e insignificante ante los retumbantes latidos que procedían del interior de la catedral de la Inocencia. Fue la sonrisa amable de un alma femenina que pasó a su lado lo que le dio el ánimo suficiente para dar un paso más y adentrase en la hermosa estructura.

- Disculpa…- balbuceó nerviosa, dirigiéndose a la misma alma que le había sonreído.- ¿Podrías ayudarme, por favor?
- ¿Qué necesitas?- preguntó ella, solícita.
- Estoy buscando a Pheal.
- Pheal…- repitió, levantando los ojos al techo acristalado de la estancia.- Ah, sí. Pheal debe estar en uno de los campanarios menores. Creo que en el segundo, o sino en el tercero. Tiene los ojos marrones.
- Muchas gracias.
- De nada. Buena suerte.

Normalmente, las almas que hablaban con ella solían mostrarse condescendientes, compasivas o demostradoras de un alarde de obvia superioridad. Se decía de los Inocentes que para ellos lo único que importaba era la pureza de un alma, y al ser tratada tan cálidamente Amiss se preguntó si realmente sería merecedora de tal atención.

La ubicación de los campanarios estaba señalizada, por lo que le fue fácil encontrar el número dos. Era una sala pentagonal cubierta por una altísima bóveda de cuyo punto más alto pendían tres campanas plateadas que repiqueteaban suavemente, acompasando sus tañidos a la armonía universal que rebotaba en las paredes, provocando un eco eterno que nunca se interrumpía. Allí había tres almas, de blanco prístino. Dos de ellas tenían apariencia masculina y otra era asexual. Se giraron al escucharla entrar, pero ninguno dijo nada.

- ¿Alguno responde al nombre de Pheal?

El sonido de sus palabras se apagó rápidamente ahogado por la música de las campanas. Una de las almas masculinas se acercó a ella tranquilamente. Sus ojos eran marrones y serenos.

- Yo respondo a ese nombre.

Su cabello era una mata de bucles rubio ceniza, y en sus facciones apenas quedaba algún rasgo de similitud con Sara. No aparentaba los ocho años con los que Pablo había muerto, pero Amiss sabía que no se había equivocado. Sonrió.

- Mi nombre es Amiss. Soy Mediadora.
- ¿Qué necesitas de mí?
- Tal vez mis preguntas y requerimientos te incomoden. Si es así, me disculpo de antemano.
- Habla con libertad.
- ¿Recuerdas tu identidad pasada, Pheal?
- ¿No lo sabes?- preguntó él, extrañado.- Ningún Inocente recuerda su vida anterior.
- La Inocencia ha de ser pura para que sea verdadera, y por ello quienes le servimos no guardamos recuerdos de nuestras existencias mortales. Si nuestras almas padecieran de alguna forma la Inocencia se enturbiaría y corrompería.

Amiss casi pudo escuchar claramente cómo su resolución se rasgaba y rasgaba hasta quedar hecha jirones. La frustración se le quedó atragantada en la garganta y en un impulso inconsciente de su antigua vida mortal se llevó las manos a los ojos para limpiarse unas lágrimas inexistentes. Vio que Pheal parpadeaba, asombrado por su reacción.

- ¿Sucede algo?
- No… nada. No es nada. Gracias por tu tiempo, lamento haberte interrumpido. Adiós.

sábado, junio 19

IASADE -18-

Ya habían pasado dos semanas y era el momento de regresar. Amiss no quería abandonar a Sara ahora que la niña era más frágil y vulnerable, pero no le quedaba alternativa. Era una de las normas indiscutibles de los Mediadores y no había vuelta de hoja.
Ael le había dicho que no era necesario que postergarse demasiado su vuelta al mundo de los vivos, pero que una vez de nuevo arriba aprovechara para reunir información, descansar y trazar un plan, y era justo lo que Amiss pensaba hacer. El Ángel además le había advertido que no regresaría con ella. Ya había cumplido su función como guía y consideraba que tampoco podía enseñarle mucho más.

- Si te encuentras en un problema que no sepas cómo resolver, llámame y punto.- le había dicho.

A pesar de su reticencia a marcharse, le supuso un alivio volver de nuevo a la Capital de las almas. El tiempo dejó de acosarla con el paso de segundo tras segundo y regresó de nuevo a los lugares que le eran familiares. Nunca había considerado un hogar aquel sitio hasta ese momento, al experimentar algo muy parecido a la alegría cuando sus pies descalzos tocaron de nuevo el suelo de cristal, en lo más alto de lo más alto. Allí no debía estar pendiente de nadie más que de ella, y resultó enormemente agradable poder detenerse y dedicarse a la simple contemplación. Su cubículo seguía tal cual: pequeño, seguro. Su propio refugio donde nadie ni nada existía salvo ella misma y su propia consciencia. Sus pensamientos reverberaban en las azuladas paredes, convirtiéndose en tonos armónicos de una melodía suprema y fundamental. Era parte del todo, por muy patosa y torpe que fuera. Era esencial.

No se dio cuenta de lo realmente agotada que estaba hasta que se paró. Y comprendió entonces perfectamente porque dicho descanso cada dos semanas era obligatorio. Tenía la mente saturada y sujeta por completo a la subjetividad. Necesitaba un reset.
Sin embargo no dejó que la paz y la serenidad que invadieron su alma le hicieran olvidar su tarea. Tenía alguien a quien encontrar.

Sabía que Sara estaba equivocada: su hermano no había acudido a su llamada. En su forma etérea Amiss era capaz de ver a los fantasmas, a las almas perdidas que habían quedado atrapadas en el mundo de los vivos sin posibilidad de acceder a la Capital. Eran bastantes y solían vagar sin rumbo de un lado a otro, abundando cerca de los templos religiosos y en los cementerios. Ellos nunca advertían su presencia, sino que se limitaban a pasar de largo, consumidos por la tristeza que los torturaba sin descanso. Y junto a Sara jamás había visto a ninguno, ni tampoco merodeando cerca del apartamento o el parque.

Reflexionando sobre ello pensó en buscar a Pablo. Si había muerto y no era ningún fantasma, debía estar en la Capital. Sin embargo, al compartir su idea con Ael, el Ángel frunció el entrecejo.

- No es tan sencillo.
- ¿Por qué no? Sé que las almas pueden aparecerse en el mundo de los vivos.
- Me refiero a localizarlo. Puede estar en cualquier lugar…
- Ya me las ingeniaré.
- Además, Amiss… quizá sea como tú, y no recuerde su vida pasada. O tal vez no le interese.
- Tengo que intentarlo de todas formas.
- No te digo que no lo hagas. Pero no albergues muchas esperanzas al respecto, porque seguramente no salga bien.

Pero incluso a pesar de la sombría perspectiva de Ael, Amiss se sentía positiva.
Un positivismo que se esfumó enseguida cuando al comenzar a idear una búsqueda se dio cuenta de que no tenía la más remota idea de cómo hacerlo. Las almas, generalmente, no se relacionaban entre sí. El poder supremo regía la Capital a través de los Sabios, quienes a su vez organizaban y gobernaban con la ayuda de los Ángeles. Todos los demás cumplían una función específica a la que se dedicaban por completo, y aunque tenían trato entre sí, muy pocas veces compartían algo más que una leve amistad.

Y dado su carácter, Amiss ni siquiera tenía “leves amigos” a los que preguntar. Y menos por un alma en concreto. Se dio cuenta, resignada, de que al único que podía acudir era Ael. Se imaginó el hermoso rostro del Ángel, mirándola primero con enfado y enarcando las cejas después en un ademán de exasperante superioridad. Suspiró.

viernes, junio 18

IASADE -17-

Amiss no podía llorar. Ni siquiera en su apariencia humana de cara a los vivos. Pero había métodos para simular el llanto, bastante efectivos y asequibles, que podía utilizar. No lo hacía con gusto. Sabía que gran parte de la trabajo de un Mediador llegaba a buen puerto gracias a la manipulación, la herramienta de la que se servían para conseguir la colaboración de los usuarios, pero Amiss se sentía un poco culpable y rastrera al engañar a Sara de aquella forma.

Había robado un pequeño bote de colirio de la farmacia que había en la calle antes de llegar al colegio y se había pellizcado con fuerza las mejillas hasta que Ael le había asegurado que estaba lo suficientemente colorada. Y ahora esperaba con nerviosismo a la sombra del pino bajo el que acostumbraban encontrarse. La sirena tocó, espantando a un grupo de palomas grises que desfilaba por el tejado del edificio, y las puertas del patio se abrieron dejando escapar el habitual torrente de niños y niñas hambrientos y deseosos de jugar y charlar entre ellos. Sara se acercó a ella casi brincando, con una sonrisa deslumbrante en la cara. Su aspecto era tan desastrado como siempre. Aquel día llevaba un peto con las rodillas rotas y el cabello corto revuelto detrás de las orejas.

Amiss se sentó en el suelo y escondió la cabeza entre los brazos, imitando el temblor que supuso sería característico de los sollozos. Oyó la voz de la niña próxima a ella.

- ¿Lara? ¿Qué te pasa?

Amiss negó con un gesto y se abrazó con más fuerza las rodillas.

- ¿Estás llorando?

Levantó la cabeza y se secó las falsas lágrimas de los ojos y las mejillas, sorbiendo por la nariz. Sara se sentó a su lado, evidentemente un tanto incómoda. Por un momento Amiss fue asaltada por la duda. ¿Funcionaría su plan?

- Perdona... es que estoy muy triste hoy.
- ¿Qué ha pasado?
- Mi prima... mi prima se murió anoche.- volvió a esconder la cara, estremeciéndose de nuevo.- ¡Mi prima no va a volver!

Sara no dijo nada. Apartó la vista y la fijó en algún punto incierto del inmenso cielo azul.

- Ella y yo... estábamos siempre juntas. Tenía mi edad, y desde pequeñas hemos sido... casi como hermanas. Estaba enferma, desde hace tiempo, pero... mi madre me dijo que estaba mejorando, que se iba a poner bien... Y anoche... anoche... murió...
- Tú también has cuidado de mis canicas, así que supongo que puedo hablarte de ello.- la interrumpió entonces la niña, con voz desapasionada.- Yo tenía un hermano que murió hace dos años.

Amiss no podía creer que su plan estuviese dando resultado. Con una expresión de asombro casi auténtica debido a la sorpresa, alzó la mirada para observar a Sara, que tenía los ojos brillantes y vidriosos. La vio sonreír con una tristeza tan dorolosa que pensó que de tener corazón, se le habría partido en dos.

- Éramos mellizos. Lo hacíamos todo juntos, incluso dormíamos en la misma cama. Era mi mejor amigo y lo compartíamos todo. No teníamos secretos. El cáncer lo mató. Y yo desde entonces...

Se le quebró la voz cuando una lágrima escapó de sus ojos. Se la limpió con rabia y guardó silencio. Amiss sabía lo que Sara había estado apunto de decir. La niña tenía en su interior un odio y una rabia que muchas veces tomaba su control y la torturaba.

- Las canicas son suyas. Le gustaban muchísimo, porque son de colores muy bonitos. Después de que muriera, busqué... busqué en internet una solución para resucitarlo.- se giró para mirarla de forma airada, como si ella tuviera la culpa.- Mi padre se enteró y se enfadó conmigo. Me quitó el ordenador. Pero yo fui a una librería y compré un libro que trataba del tema. No había ningún hechizo para devolver la vida a los muertos... pero sí que había uno para llamar a las almas. Y eso hice. Lo llamé y le pedí que se quedara con las canicas, conmigo.- el sentimiento que anidaba en su mirada se pasó de la rabia a una angustia insoportable.- Por mi culpa, Pablo no podrá ir al cielo nunca... ¡Yo lo obligué a quedarse conmigo! ¡Fui una egoísta!- empezó a llorar de forma desgarradora.- Fue culpa mía... fue culpa mía...
- Sara...

Sara le cogió la mano con tanta fuerza que le habría hecho daño de haber podido sentir.

- Desearía no haberlo hecho, Lara. Desearía que mi hermano fuera libre.

Y gracias a las gafas que Ael le había entregado al comienzo de su tarea, pudo ver que el aura de Sara se tornaba del color naranja de los Deseos.

jueves, junio 17

IASADE -16-

El apartamento donde vivía Sara estaba vacío, por lo que Amiss supuso que su padre debía haber salido a comprar, a dar un paseo o a hacer cualquier otro recado. Tal y como pasaba siempre que entraba allí, le dio la sensación de que todas y cada una de las habitaciones del piso estaban ahogadas en la tristeza y la dejadez. Las persianas y las cortinas, algunas incluso rasgadas, solían estar echadas, por lo que la luz apenas entraba en el interior. La falta de iluminación, sin embargo, no ayudaba a disimular el desorden ni enmascaraba el polvo que normalmente cubría los muebles y los objetos. Desde el primer momento, Amiss pensó que parecía la morada ruinosa de un fantasma.

Se dirigió directamente al dormitorio de Sara, inundado en la penumbra. Una delgada y pálida línea de luz que se filtraba a través de las rendijas de la persiana hacía brillar las motas de polvo que flotaban en la habitación como si fueran partículas de oro. Las libretas y libros estaban desperdigados sin orden ni concierto sobre el escritorio bajo la ventana, al lado de la urna verde y la vela blanca, ahora apagada. Las canicas no estaban. A pesar de la protección casi obsesiva que les brindaba Sara, la niña siempre se las llevaba a todas partes con ella incluso a riesgo de perderlas. Amiss se dio la vuelta y se extrañó al no descubrir a Ael detrás de ella. El Ángel no estaba allí.

"Debería haber hecho esto mucho antes", pensó. Cogió la urna con reverencia y sumo cuidado y la levantó para observarla bien. Era ligera, cálida y suave al tacto. La hizo girar entre sus manos y por último miró la base del objeto. Fue allí donde encontró lo que buscaba: en letras desgastadas había una inscripción con un nombre y una fecha.

- Pablo Máiquez Ferreiro... - musitó Amiss en apenas un susurro, comprendiendo en el acto.

Sara se apellidaba Máiquez Ferreiro. Sara... ¿tenía un hermano que había fallecido? ¿Le pertenecían aquellas canicas y por eso ella siempre las llevaba consigo? La fecha de la inscripción era 12/03/2000 - 08/10/2008. La completa verdad le cayó como un cubo de agua fría encima y se estremeció, temblando como una hoja de papel a pesar de no sentir cambio alguno en la temperatura que la rodeaba. Sabía también cuándo era el cumpleaños de Sara, ya que su padre se lo había comentado en una de las tardes que había pasado allí. El doce de marzo. En aquel momento no comprendió la mueca de angustia que había visto en la cara de la niña, pero ahora lo entendía. El hermano de Sara... había nacido el mismo día que ella. ¿Habían sido mellizos? Y había muerto hace menos de dos años.

- ¿Tú lo sabías?- preguntó en voz alta, girándose.
- Sí.

Amiss sostuvo desafiante la mirada de los ojos añiles de Ael, que permanecían impasibles.

- Tú eres la Mediadora y la encargada de averiguar las cosas referentes a tu usuario. Yo sólo debo aconsejarte. Y como tal, te aconsejo ahora. Hay Esperanzas que no pueden ser cumplidas jamás, y esta es una de ellas. Realiza su Ilusión y pasa a tu siguiente objetivo.
- Tal vez no pueda cumplir su Esperanza, pero puede que pueda hacer algo al respecto...
- No te lo recomiendo. No compliques más las cosas.
- ¿Pero es posible? ¿Puedo cambiar de objetivo y... realizar... por ejemplo, una Aspiración en vez de una Ilusión?
- Sí.- contestó Ael a regañadientes.
- Entonces eso haré.
- ¿Y a qué piensas cambiar?
- No lo sé todavía. Tengo que indagar... más.

miércoles, junio 16

IASADE -15-

Los días en el mundo de los vivos transcurrían rápidamente. El tiempo allí era diferente, más fluido y veloz... siempre en movimiento. Desde su muerte, Amiss había olvidado que el tiempo no se detenía y allí, a veces, las horas pasaban sin que se diera cuenta.

Y una hora tras otra, también pasaban los días. No tenía tiempo para descansar... o bien se le escapaba entre los dedos antes de que pudiera aprovecharlo. Vigilaba a Sara en todo momento, tanto en forma humana como etérea, hablando con ella cara a cara o protegida por la invisibilidad de ser un alma. A pesar de su desconfianza inicial, la niña seguía siendo una niña. Y además, era una niña solitaria que necesitaba una amiga más que nunca. Incluso teniendo en cuenta la brusquedad inicial con la que la trató, Sara pronto se abrió a ella facilitándole su tarea.

Pasaban siempre juntas todos los recreos en el colegio y también muchas tardes, jugando en el parque frente a la casa de la chica o en su habitación. El padre de Sara estaba sordo y enfermo, pero era bondadoso y recibió a Amiss encantado, contento de que su hija por fin tuviera alguien de su edad con quien relacionarse de forma amistosa. Muchas veces les preparaba dulces o batidos para merendar, lo cual constituía un problema. La mayoría de las veces Amiss era capaz de evitar ingerir los alimentos, pero en más de una ocasión no tuvo alternativa y el dolor la torturaba durante las horas posteriores.

Pero Sara no siempre era sincera y había ciertos temas que rehuía y sobre los que le mentía si insistía demasiado, como por ejemplo su familia o porqué aquellas canicas eran tan importantes para ella. Las guardaba y protegía con celo, y todas las noches Amiss la veía rezar en silencio, a la temblorosa luz de una vela, y se preguntaba sin descanso para quién serían aquellas plegarias... y si el alma de esa persona estaría escuchándolas en alguna parte.

Una mañana nublada, después de haber pasado el recreo jugando a cartas con la niña, Amiss se escabulló del patio una vez que la sirena tocara y Sara entrara en el edificio tras decirle adiós con la mano y dedicarle una sonrisa. La chica sonreía ahora más que antes y eso hacía que a su padre, en ocasiones, se le saltaran lágrimas de felicidad. Amiss se transformó en alma etérea y suspiró de placer al aspirar el aroma de la lluvia venidera y al deslizarse entre los barrotes de la alta verja del recinto con facilidad.

- ¿Cuándo vas a actuar?- le preguntó Ael, volando cerca de ella

El Ángel estaba muy silencioso últimamente. Tanto que a veces se olvidaba de su presencia.

- ¿Qué?
- Ya la conoces lo suficiente como para cumplir una de sus Ilusiones.

Era cierto. Dejando a un lado los problemas que tenía, Sara seguía siendo una niña de diez años normal y corriente, y tenía Ilusiones bastante sencillas de complacer, como por ejemplo darse un atracón de algodón de azúcar, tener un ordenador o móvil propio, irse de vacaciones a la playa nada más terminar las clases, aprender a montar en monopatín...
Y aún así, a Amiss no le parecía suficiente. Sabía que Sara guardaba un doloroso secreto por el que sufría y se atormentaba diariamente. Deseaba ayudarla a librarse de él.

- Quiero esperar un poco más.- respondió.

Ael frunció el ceño, preocupado por los sentimientos de Amiss. Pero asintió secamente y no dijo nada. Parpadeó sorprendido cuando Amiss alzó el vuelo repentinamente, apretó los dientes y se apresuró a seguirla antes de perderla de vista entre los edificios.

miércoles, junio 2

Somos uno

Una mano, que siento como propia y ajena al mismo tiempo a pesar de saber con certeza que no me pertenece. Mis ojos no ven mucho más aparte de unos dedos largos y bonitos, pero a través de los suyos puedo traspasar la piel y las líneas que la cruzan, para descubrir allí claramente plasmadas las huellas indelebles de personas a quien no conozco y las consecuencias de acciones que no están registradas en mi expediente.
Para mí es como un mapa nuevo y desconocido, pero ella sin embargo se lo sabe de memoria: dos milímetros al norte hasta el antiguo campo de batalla ya sin rastro de cicatrices ni heridas, tres al oeste para alcanzar el viejo emplazamiento de una astilla clavada y un centímetro al noreste para llegar al trono en ruinas del último beso recibido, que aún sigue implorando otro más con lamentos fantasmales.

En la habitación en penumbra brillaba incandescente el extremo de una vara de incienso que se consume lentamente, deshaciéndose en volutas de humo juguetón. Para mi gusto, su olor es demasiado penetrante, pero a ella le gusta, y más que la fragancia aromática lo que de verdad le encanta es el perfume a fuego y humo, a quemado. Dilata las fosas nasales para aspirar mejor el aroma y suspira, suspiramos, de placer. Se mira la mano una vez más, obligándome a mi también a desviar mi atención, estira los dedos y la cierra en un puño con fuerza. Humedece sus labios con la lengua y se muerde con los dientes el inferior. Yo hago lo mismo, inevitablemente, puesto que sus labios son ahora los míos, al igual que su lengua y los dientes. Unos labios que deseo besar, una lengua que deseo atrapar con la mía. Y sé en ese momento que ella lo sabe, que es plenamente consciente de lo deseables que pueden llegar a ser. Y no sólo para mí.

Se levanta y me levanto con ella. Es una sensación realmente extraña, porque todo es diferente en el cuerpo de una mujer. Por un lado, ahora que es mi cuerpo también, siento su peso y formas tan naturales para mí como si hubiera nacido con ellas, pero por otro son tan incómodas que casi me impiden disfrutar de la experiencia. Entre sus piernas no se encuentra el peso de mi miembro viril y por el contrario, en su pecho sí que me pesan sus senos, bien formados y de pezones firmes. La parte de mi mente que no está ligada a la suya no puede evitar un ardiente impulso que sin duda, de haber estado en mi propio cuerpo, me habría provocado una erección... al fantasear acerca de cómo sería, y qué se sentiría, al acariciarle el clítoris con sus propios dedos y al imaginarme masajeando sus pechos con aquellas manos.

Pone un pie en el soporte de la cama, apoya las manos en la mesa y salta para darse impulso y sentarse sobre ella, junto a la ventana abierta de par en par. Desde el ordenador portátil, zumbante a su izquierda, surgía una melodía acompasada de música celta tocada por una gaitas y una flauta travesera. A mí siempre me ha agradado ese tipo de música, pero me quedé atónito al darme cuenta del efecto que tenía sobre ella. Le llegaba al alma. Calmaba su estado de ánimo llevándola a una serenidad que no debía estar muy lejos del nirvana, la conmovía y alegraba, la estremecía hasta ponerle el vello de punta, esclarecía sus pensamientos y la reconfortaba. No pude, ni quise, evitar el contagio de la tranquilidad en la que se había sumido, mecida por la música, mientras contemplaba el paisaje que había más allá de la ventana.

El cielo estaba nublado y gris, pero hacía calor. Tanto, que al respirar lo que entraba en los pulmones no era aire, sino oxígeno ardiente. Ella estaba acostumbrada, pero por un instante yo pensé que me asfixiaba. Hacía viento, un viento de fuego que agitaba las hojas de los pinos y de los álamos. Levantó la cabeza para detectar el aroma dulce de la lluvia y volvió a relamerse los labios, como una gata. El olor húmedo de la lluvia tenía para ella un sabor diferente que para mí, mucho más delicioso. Aguardó impaciente al primer relámpago que iluminó el cielo, y con el primer trueno volvió a suspirar. Su disfrute era inmenso y se me antojó casi infantil, pero tampoco me importó contagiarme de él. Las primeras gotas no tardaron mucho en caer, aliviando un poco la temperatura abrasadora. Extendió sus manos, nuestras manos, y dejó que el agua las limpiara.

En parte con la extraña esperanza de que borrara todas las huellas y le permitiera empezar de cero.

martes, junio 1

IASADE -14-

Las carcajadas de Ael retumbaban sólo en sus oídos. Amiss había cerrado los ojos con fuerza al caer, y al abrirlos vio el enramado oscuro de hojas verdes sobre su cabeza, como una cúpula vegetal. El Ángel, acuclillado sobre una de las ramas más altas, se desternillaba de risa.

- ¿Estás bien?- preguntó Sara, arrodillándose a su lado. La preocupación había borrado de un plumazo la desconfianza de los ojos. Inclinada sobre ella, parecía bastante asustada.- ¿Te duele?

Amiss se incorporó despacio, analizando el dolor que sentía, si es que a aquello se le podía llamar dolor. Sólo una débil quemazón en la espalda, el trasero y las piernas. Sonrió un poco y se levantó, limpiándose la tierra de las rodillas.

- Sí, estoy bien. Me duele, pero solo un poco. No te preocupes.

Sara la miraba con los ojos de par en par sin saber qué decir y mucho menos qué hacer; su expresión era tan cómica que Amiss no pudo evitar reírse levemente.

- De verdad, estoy bien. ¿Ves? No me duele nada.
- ¿Qué hacías allí arriba?- preguntó entonces, cruzándose de brazos y volviendo a adoptar una posición defensiva.
- Pues...- se estrujó el cerebro buscando una excusa creíble. Miró a Ael, suplicante, pero el Ángel ahora serio y en silencio no dijo ni mu.- Había un gato. Pero bajó antes de que consiguiera acercarme. Luego... me caí.

Sara asintió con un gesto aunque parecía no haberse creído ni una sola palabra. El silencio y la tensión ganaban solidez conforme los minutos pasaban y ninguna decía nada. Sara se miraba las zapatillas sucias y Amiss se maldecía a sí misma por haber permitido que la encontrara con la guardia baja. Ella era Lara Pena Rivas, tenía que pensar como tal y actuar como tal.

- ¿Y qué haces tú aquí?- preguntó, amistosamente.- ¿Vives por aquí cerca?
- Vivo en ese edificio.- respondió la niña, señalando el bloque de pisos.- Estaba sacando la basura. Tú... ¿también vives por aquí?
- Más lejos que tú, pero sí. Cerca del parque. Mis padres están en un bar y...
- Oye, perdona, pero tengo que volver a mi casa. Tengo que ayudar a mi padre. Adiós.
- Ah, vale... hasta mañana.

Sara hizo un gesto apresurado de despedida con la mano, le dio la espalda y salió corriendo, pisando la hierba con fuerza. Amiss la contempló marcharse aún con la mano levantada en el aire en un mudo adiós.

- Mira a tus pies.- dijo entonces Ael, repentinamente cercano.

Amiss obedeció y tras unos segundos, distinguió un pequeño brillo a la luz de las altas y esbeltas farolas del parque, que se acababan de encender. Se agachó y recogió una canica del suelo. Una canica que parecía tener una llama encerrada en el
interior.