martes, octubre 30

Dandelion

En el jardín, a la luz de la tarde, las aleaciones metálicas, los vidrios y los plásticos brillaban con tal intensidad que parecían estar vivos a ojos de los ingenuos. El viento mecía la hierba sintética, agitaba las flores de malla plateada y desde algún rincón se escuchaba la reproducción programada de un grillo prefabricado. Era imposible saber si la calidez del ambiente procedía del sol, al otro lado de la cúpula de cristal, o emanaba de las placas calefactoras bajo el suelo, y la fragancia que flotaba en el aire era una mezcla exquisita de flores que ya habían dejado de existir. La chica, acompañada de su fiel e inseparable vigilante, se sentó entre aquellas plantas diseñadas, arropada por todas aquellas sensaciones emuladas.
- Hace un día perfecto, ¿no crees, mi pequeña señorita?
- Como siempre.
- Entonces debes sentirte afortunada.
La niña hundió los dedos en aquella tierra estéril y esterilizada. Estaba caliente.
- ¿Qué habrá debajo?
- Ya lo sabes, pequeña señorita. Cables, circuitos y máquinas.
- He leído libros que cuentan historias sobre gente que ocultaba tesoros bajo el suelo, hace muchos años.
- Dudo de la veracidad de esas palabras.- replicó el vigilante, torciendo su boca de metal. Se sentó a su lado flexionando sus piernas robóticas, tan brillantes como el escenario que los acogía.- No entiendo qué interés podría tener nadie en esconder algo en una maraña de cables e interruptores.
- Se supone que bajo el suelo antes no había cables, circuitos ni máquinas, sino piedras, raíces, y escondites subterráneos.
- Bobadas.- agitó la mano en un gesto desdeñoso.- ¡Oh, pequeña señorita, mira! Un diente de león.
El robot extendió la mano y sacó del suelo un pequeño tallo metálico con un núcleo alrededor del cual vibraban fibras minúsculas.
- Dicen que trae buena suerte encontrar uno. Pide un deseo y sopla, pequeña señorita.
La chica cerró los ojos y meditó un instante su deseo. Después los abrió, sopló y vio cómo las fibras salían volando en brazos de la brisa artificial. Su vigilante dio palmas y ella se preguntó si su deseo se cumpliría tal y como ella lo había pedido o revestido de metal, tecnología y mecánica.

[Imagen por Kutsche]

martes, octubre 23

(Escuchando)

Ya no recordaba cuántos años habían pasado desde su llegada, pero sí el lugar que le habían asignado en el patio el primer día, entre el rosal azul y la jaula de los colibrís cantores. El señor, fascinado por sus dotes extraordinarias, la había hecho llamar a su humilde hogar para concederle el honor de formar parte de su colección de tesoros. O al menos, esa era la versión oficial que se le había dado a conocer al pueblo, porque la realidad era que la había apresado y alejado de su familia en contra de su voluntad para desposeerla de su humanidad y reducirla a poco más que una posesión valiosa por su rareza. Sola y desarraigada.
Triste.
Nunca la había visto sonreír, ni siquiera cuando sus palabras eran buenas y hacían felices a otras personas. Y aunque también habían pasado bastantes años desde la última vez que habló, no he olvidado su voz. Sus canciones eran sólo un canturreo sin letras ni sentido, otra forma más que tenía de llorar y de consolarse a sí misma en aquella soledad que la encarcelaba.
El patio estaba ahora hueco y sucio. Los rosales se habían secado y los colibrís escaparon poco después de que el castillo quedara desierto, junto a los demás animales. Los soldados a los que el señor asignó la tarea de vigilarla se marcharon tras varias semanas, y ningún refugiado de la guerra había alcanzado todavía los muros. Estábamos solos y aún así para ella seguía siendo imposible abandonar aquel lugar. Pocas veces salía fuera, pero de vez en cuando bajaba al patio para barrer las cenizas y las hojas muertas que arrastraba el viento. Se sentaba en el suelo frío, lloraba un rato y permanecía en silencio observando el cielo negro.
Prestando atención a aquellas voces que le hablaban solo a ella, que le contaban secretos y la ataban a su destino de forma ineludible, a aquellas voces en las que buscaba desesperadamente una solución.
Escuchando.

[Imagen por Jane-Beata]

martes, octubre 16

IASADE -108-


- Así que eres de Galicia. Tienes razón, no se te nota el acento.
- He vivido aquí y allá. Ni siquiera mis padres… tenían.

Amiss había pensando mucho respecto a la historia de su nueva identidad. Ángela era una chica con recursos y económicamente independiente que vivía sola con bastante comodidad, por lo que necesitaba una coartada creíble para todos esos lujos. Tirar de la lotería era demasiado socorrido, así que había decidido solucionar el asunto con un cuantioso legado familiar heredado tras la muerte de sus progenitores. Pero Isaac no advirtió el uso del tiempo pasado.

- A mí me pasa algo parecido. Yo soy de Barcelona, pero mi madre es francesa y su español es muy neutro.
- ¿Sabes francés entonces, además de italiano?
- Sí.

Decir “yo también” hubiera sonado demasiado sospechoso.

- Qué suerte.- musitó, haciéndose una nota mental para fingir no tener ni idea de francés.
- Si quieres te puedo enseñar.- ella lo miró, impasible.- Prometo no cobrarte.
- Me lo pensaré.- mintió.- ¿Tú también estás aquí de Erasmus?
- Sí.- asintió, masticando. Su sonrisa se evaporó.- A mis padres… bueno, a mi padre nunca le ha gustado que me dedicara al arte, así que me harté de él y me vine aquí sin su consentimiento.- su silueta empezó a brillar con un aura rojiza, levemente.- Y si puedo extender la beca, no pienso volver.- Isaac meneó la cabeza, sacudiéndose de encima la seriedad.- ¿Qué piensan tus padres de tus estudios?
- No lo sé.- contestó, eligiendo sus palabras con cuidado. No tuvo que esforzarse demasiado por parecer apenada, ya que se limitó a dejar salir las emociones, procedentes de sus propios problemas, que intentaba reprimir todo el tiempo.- Murieron hace tiempo.
- Vaya…- el muchacho soltó el napolitano encima del plato, con los ojos muy abiertos.- Lo siento mucho…
- No pasa nada.
- De verdad, perdona…
- Tranquilo.- sonrió ella, al ver su expresión acongojada.- No podías saberlo y además, ya han pasado cinco años. Pero supongo que no hubieran estado en desacuerdo con mi elección, siempre me animaron a hacer lo que me gusta.

Y a pesar de que estaba interpretando, siguiendo al dedillo el guión de su historia inventada, se sintió una mentirosa de verdad. Gwen, la madre de Cassidy, no había apoyado a su hija en todo lo que había decidido hacer.

- Eso sí que es una suerte… nada comparado con saber hablar francés.

Amiss asintió sin decir nada. Le costó volver a poner freno a sus sentimientos negativos para parecer alegre y despreocupada de nuevo.

- ¿Y dónde vives? ¿Por aquí cerca?
- Relativamente, la calle se llama Via Vittorio Venetto. Es un apartamento que comparto con tres chicos más. No está nada mal… de hecho, está bastante bien. Y los chicos parecen majos. ¿Y tú?
- Vivo sola y más cerca que tú, justo delante de la facultad de Ingeniería.
- Un piso tan cerca del campus y sin compartirlo con nadie…- silbó.- Tiene que salirte muy caro.
- Sí, pero mis padres me dejaron algo cuando se fueron.
- No quiero parecer indiscreto, ni cotilla.- se metió el último napolitano en la boca y adoptó una expresión seria, ligeramente intimidante.- ¿Pero puedo preguntarte qué les pasó?

Amiss dejó que transcurrieran unos segundos para crear el suspense y la duda adecuados.

- Nada extraordinario… Fue un accidente de tráfico. Un conductor borracho les hizo salirse de la carretera y… no sobrevivieron. ¿Puedo yo preguntarte por qué no le gusta a tu padre que estudies arte?

Isaac sonrió tristemente.

- Supongo que no me puedo negar, después de todo lo mío no es tan dramático como tu pérdida. – suspiró.- Verás… mi padre quería que le sucediera en la empresa familiar, una empresa maderera. Está muy orgulloso de cómo su bisabuelo, su abuelo y su padre han levantado y mantenido a flote el negocio, así que quedó muy decepcionado cuando le dije lo que quería estudiar. Sumándole a eso el hecho de que ni entiende ni le interesa el arte… me dejó bien claro que le había fallado como hijo.- el halo carmesí cobró intensidad.- Me dijo que nunca sería un hombre de verdad y que jamás podría ganarme la vida con mi propio trabajo y sudor. Y yo le juré que no volvería hablarle hasta que pudiera demostrarle que se equivocaba.

El resplandor palpitante confirmó determinantemente sus palabras, firmándolo con el nombre de Ambición. Contuvo una sonrisa de alivio.

- ¿Y cómo va el propósito?
- Pues espero que este año me vaya mejor.- admitió, con una mueca.
- Seguro que sí, ya lo verás. Yo te ayudaré.
- ¿En serio?- preguntó él, levantando una única ceja.- ¿Y a qué se debe tanto altruismo?
- Me has caído bien.

Isaac rió y Amiss dudó que hubiera tomado en serio sus palabras.

- Ya tenemos algo más en común aparte del idioma: tú también me has caído bien.

martes, octubre 9

(Esperando)

Para mí, el otoño era una estación que transcurría sin pena ni gloria, confundiéndose desde sus inicios con el largo invierno que dominaba mi tierra la gran mayor parte del año. Pero a sus ojos, aquella época fugaz de tonos cobrizos, dorados y marrones tenía un romanticismo mágico que escapaba a mi comprensión. Aquel paisaje melancólico de nubes presumidas observándose en los charcos y árboles amantes dejándose desnudar por el viento le hacía olvidarse un poco de la guerra, le recordaba al hogar de su niñez y por unos minutos, lograba hacerla sentir libre de nuevo. Aunque no fuera cierto. Se subía al balcón de la ventana y canturreaba para sí las mismas melodías que la habían arrullado de niña, en la cama, cuando el golpeteo de la lluvia tamborileaba con fuerza sobre el tejado.
Yo era su torre, su refugio, pero ella nunca acudía a mí a no ser que se lo ordenaran. Y al cerrar mis brazos a su alrededor estos no era más que una cárcel dentro de otra cárcel. El humo de las casas quemadas, de las cosechas ardiendo y de los cadáveres incinerados rondaba nuestra morada como una maldición incansable, y de vez en cuando conseguía colarse a través de una rendija, de una grieta o de un mal sueño. En esas noches ni siquiera mi cuerpo le servía de escudo y se pasaba las horas llorando en silencio, derramando lágrimas suficientes para apagar las hogueras enemigas, de un bando y de otro. Pero por desgracia las lágrimas no sabían andar solas y ella no podía abandonarme. Ni mis palabras ni mi aliento la reconfortaban, y en cuanto se veía liberada de mi abrazo escapaba a la ventana para contar las hojas caídas y a esperar las primeras estrellas. Vivía sus días cantando, lamentándose y presa.
Esperando.

[Imagen por Sha-H]