miércoles, octubre 9

Hijo de la montaña

Mi padre tenía el semblante cansado. Todavía le quedaba esa arruga en la frente que aparecía cada vez que le dolía la pierna mala y que se hacía más profunda cuando mi madre dejaba de observarlo. Sentado frente a la chimenea, se secaba los pies y calentaba las manos manchadas de barro. Los días de lluvia eran los mas difíciles para su vieja herida: nunca trabajaba cuando hacía mal tiempo y ni siquiera podía caminar sin cojear. Por eso mi madre lo había acompañado a la entrada del bosque y lo había ayudado a tirar del carro hasta casa.
- Cuando el carro se ha quedado encallado en el barro, una rueda se ha roto.- me dijo.- ¿Crees que podremos repararla mañana?
Asentí con entusiasmo y él sonrió.
Mi madre, con la ropa mojada y la melena rubia aun más, dejó un barreño de agua a los pies de mi padre para que se lavara las manos.
- Valier, ayúdame a guardar la comida.
Me levanté de un salto y la seguí hasta la cocina. Me gustaba ayudar y siempre lo hacía con gusto, porque formaba parte de mi naturaleza, ya durante mi infancia, el preocuparme por el prójimo. En aquel momento yo tenía ocho años y mis padres me habían confesado recientemente que me encontraron abandonado en el bosque siendo un bebé, y desde entonces me preguntaban a menudo cómo me sentía. Aquel descubrimiento, sin embargo, no fue un duro golpe para mí. Yo era buena persona, mis padres también y confiaba en la bondad del ser humano. Creía firmemente que si mis verdaderos padres no habían podido hacerse cargo de mí habían debido tener un buen motivo para ello.
La comunicación con mi familia nunca fue un problema. Mis padres inventaron un sencillo lenguaje de signos que se volvía más complejo a medida que yo iba creciendo. Mis necesidades comunicativas no eran las mismas con cinco años que con siete y yo mismo iba creando nuevos gestos conforme los iba precisando. Mis padres siempre se esforzaron por hacerme ver que mi mudez no era algo malo ni tampoco un obstáculo para el entendimiento con otras personas, al igual que el resto de mis peculiaridades.
Tras guardar las provisiones en la despensa, ayudé a mi madre a hacer la cena. Y una vez que estuvo preparado el guiso, los tres nos sentamos a cenar junto al fuego.
- Espero que mañana haya parado de llover.- gruñó mi padre mientras removía la comida en el cuenco.- En tres días tengo que entregarle el cargamento a Tulé y si el tiempo sigue así tendré que contratar al mozo de Raol.
Mi madre frunció los labios al oír aquello. Yo levanté la mano, ofreciéndome voluntario.
- Ya te he dicho muchas veces que todavía eres demasiado pequeño, Valier.- negó él.
Me toqué el brazo y la cabeza.
- Por muy fuerte y grande que seas.
- Pues más te vale rezar esta noche para que mañana amanezca soleado, Gallart, porque si contratas al chico no sé con qué dinero vamos a comer la semana que viene.- replicó mi madre.
Él gruñó otra vez antes de seguir comiendo.
Mi madre suspiró, y al levantar la mirada de su plato la fijó en la ventana. Sus ojos se entrecerraron primero y se abrieron con alarma después.
- Valier, vete a la cocina.
Yo fruncí el ceño, sin comprender por qué.
- Hazme caso, vete ya.
Mi padre se incorporó rápidamente y me hizo un gesto apremiante para que obedeciera. Mientras me marchaba del salón pude atisbar una sombra que se aproximaba por el sendero en dirección al porche, antes de escuchar unos golpes en la puerta. Mi padre preguntó quien era y tras una respuesta que no alcancé a oír, la puerta se abrió y alguien entró.
Mis padres, al contrario que yo, no tenían demasiada fe en el buen corazón de la gente desconocida y me obligaban a esconderme cuando alguien se acercaba o nos visitaba. Yo no era tan ingenuo como para preguntarme la razón: me bastaba con mirarme al espejo para comprenderlo.
- Muchas gracias por cobijarme.- dijo una voz masculina y ronca en el salón.- La tormenta arrecia y me resultaba imposible seguir refugiándome en el bosque.
- Siéntese frente al fuego y caliéntese.- le indicó mi madre.- Deme su capa, la colgaré para que escurra el agua. Siento no poder ofrecerle nada de comer, pero la cena se nos ha acabado ya.
- No importa.
Mi madre entró en la cocina para tender la capa del extraño y me hizo un gesto de silencio antes de regresar junto a mi padre.
- Me llamo Gallart y esta es mi esposa Merine, señor. ¿Cómo se llama?
- Mi nombre es D'arteill, buenos señores. Soy mago de oficio.
Aquellas palabras despertaron mi curiosidad con un cosquilleo. Pegué la espalda a la pared para escuchar mejor.
- Nunca se han visto magos por aquí.- observó mi padre.
- Los de mi profesión no solemos alejarnos de los caminos, señor. Viajamos de ciudad en ciudad ofreciendo nuestros servicios. Si me encuentro hoy aquí es porque hace un par de días, en una posada, me dijeron que en este bosque crecen unas hierbas muy raras y difíciles de encontrar. Dichas plantas brillan durante la noche, pero llevo buscando desde la caída del sol y no he conseguido dar con ellas. Me temo que lo que me dijeron no es más que un bulo.
- La gente en las posadas y en las tabernas tiene la lengua muy larga. Por cada cinco palabras dos son mentiras.
- Tiene usted mucha razón. ¿Quieren saber que otra invención me contaron?
- Las historias siempre son bien recibidas. 
- Un hombre aseguró que en este bosque vive un monstruo. Un engendro que anda sobre dos piernas, como los hombres, y tiene también dos brazos y una cabeza con ojos, nariz y boca. Su tamaño es grande, sus extremidades fuertes y su piel es de roca. Como si se tratase de un hijo de la montaña.
- Una historia magnífica, pero falsa. Le aseguro que en todos los años que llevo cortando leña en este bosque nunca he visto tal criatura.
- Debo reconocer que no me creí semejante cuento, pero una parte de mí se preguntó si realmente podría existir alguien así.
- A mí me suena a leyenda.
- Desde luego. Pero sabe, como mago he visto cosas que usted no creería a menos que las viera con sus propios ojos. Muchas de ellas pasarían como invenciones absurdas, meros entretenimientos, en cualquier posada o taberna. Y sin embargo, existen. No son seres fantasiosos, sino seres humanos que han sido víctimas de maldiciones o magia negra. Es complicado, y a veces imposible, curarlos. Pero yo soy de los que piensan que no se pierde nada por intentarlo.
- Eso le honra.
- Gracias.
- Es tarde, señor D'arteill, y mi esposa y yo tenemos que acostarnos ya. Puede quedarse a pasar la noche aquí. Merine, trae una manta para nuestro invitado.
Mi madre apareció de nuevo en la cocina y me dijo que subiera arriba por la escalera de atrás. De camino al dormitorio, fui incapaz de dejar de pensar en lo que aquel mago había dicho: en que quizá existiera una cura para mí que me permitiría ser una persona normal y corriente que no necesitara esconderse nunca más.

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martes, octubre 8

Maldito

Desde el mismo día en que nací estuve marcado por el destino. Mis padres buscaron a los sanadores, curanderos, brujos y adivinos más reputados con el fin de hallar respuestas y soluciones a mi condición, pero sólo consiguieron perder dinero y tiempo viajando en balde de un sitio a otro: mi maldición parecía tan inexplicable como imposible de romper. La superstición y el miedo no tardaron en hacer mella en el resto de aldeanos, que entre piedras y amenazas obligaron a mis padres a marcharse de su hogar y huir como proscritos. Tras meses de camino en busca de un lugar donde no los repudiaran, mi madre no pudo soportar por más tiempo la pena y la vergüenza y acabó quitándose la vida. Mi padre, dolorido y furioso, me culpó a mí de su muerte. Y quizá sea cierto que yo fui el causante de su desgracia. Me abandonó en un bosque y me dio la espalda sin atisbo alguno de arrepentimiento.
El destino me había señalado, sí, pero no me había dejado desprotegido ante su crueldad: una mujer, esposa de un leñador solitario, me encontró y me recogió. Nunca supe por qué lo hicieron, por qué mi aspecto no los asustó o por qué mi mudez no les intimidó. Ya apenas recuerdo sus caras, pero el amor que me hicieron sentir mientras estuve con ellos sigue siendo el único afecto que he sentido a lo largo de mi vida. Supongo que al igual que mi sino era ser temido, el de ellos fue ser compasivos. Cuidaron de mí, me criaron como a un hijo y me pusieron un nombre: Valier.

[Imagen por NegativeFeedback]