viernes, junio 25

IASADE -23-

Cassia adoraba Nueva York. Era una urbe titánica, con ciudades dentro de sí misma y más ciudades dentro de aquellas otras, como los círculos concéntricos de una onda que se expande sin desaparecer jamás. Era internacional y abrigaba a cualquier tipo de individuo, así como cualquier clase de negocio o empresa. Era una ciudad esclava de la codicia. La avaricia provocaba que las personas corruptas se corrompieran aún más y que aquellas que no lo eran terminaran sucumbiendo a lo inevitable, cayendo en los negros tentáculos de las redes de asuntos ilegales sobre las que se sostenía el poder. Un poder que nacía del dinero, y que a su vez generaba más codicia, iniciando de nuevo un proceso que no tenía fin, producto de un círculo vicioso inacabable.
Sí… le encantaba Nueva York, y se alegraba enormemente de haber vuelto. La había echado de menos.

Escalando con habilidad reptiliana se encaramó a la azotea del edificio, desde donde disfrutó de la visión panorámica que le ofrecía aquella altura privilegiada. Los tejados de los inmensos edificios emergían de la niebla matinal, hendiéndola como mástiles de barcos hundidos y olvidados. Las antenas, agujas que resplandecían con tonos blancos, rojos o azules, hacían brillar de colores a la neblina en torno a ellas. Por encima de los rascacielos más altos las nubes blanquecinas se volvían de color gris sucio y se mezclaban con el aliento venenoso de la contaminación. Era una mañana espléndida, y prometía.

Satzsa no estaba a la vista, pero su estela era claramente discernible para Cassia. El perfume caliente y metálico de la Diablesa trazaba una curva a la derecha, donde se había detenido un segundo antes de dejarse caer en picado hacia abajo. Sonriendo, la chica tomó aliento y echó a correr a toda velocidad hacia el vertical acantilado metálico de la estructura. Justo en el borde rió, saltó y se precipitó al vacío atravesando la niebla.

La Diablesa la esperaba en la esquina de un oscuro y desierto callejón maloliente, con un paquete de tabaco en la mano que le lanzó al aire en cuanto Cassia apareció a su lado. La joven lo atrapó al vuelo, lo abrió y sacó un cigarrillo que Satzsa le encendió con un soplido. El humo escapó de su boca en volutas cuando la chica suspiró de placer.

Al contrario que las almas blancas, las almas negras podían deleitarse con algunos de los placeres terrenales que habían disfrutado mientras vivían. Mientras que los etéreos no podían ingerir alimentos, sentir dolor o éxtasis, esas puertas no estaban vedadas para Cassia. También, como pago, sufrían. Sufrían la maldición del rechazo, del exilio al que se les había condenado, grabado a fuego en su piel como un estigma deshonroso de cuyo ardor doloroso no se libraban nunca.

- Dicen que son nuestros pecados.- le explicó Satzsa, en sus inicios.- ¿Pero qué más nos da?

Cassia le ofreció una calada que la Diablesa aceptó gustosa.

- Dime, ¿quién es el desafortunado hoy?
- Sígueme.

La chica obedeció y ambas salieron del callejón.

En la avenida principal había una cafetería destartalada. Tenía unas pocas mesas de plástico en la calle, bajo un toldo sucio de color azul y blanco a rayas. Las puertas del local estaban abiertas y del interior entraba y salía una muchacha delgada con el pelo teñido de negro reluciente, ataviada con un delantal verde y una bandeja de aluminio en las manos. Un individuo demacrado estaba sentado en el exterior, con una taza pequeña de café frente a él. Temblaba perceptiblemente y se aferraba a la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le habían quedado blancos. Tenía unas ojeras muy marcadas, casi purpúreas, bajo los ojos hundidos ocultos bajo el flequillo castaño.

- Su hermano trabaja como cocinero dentro de la cafetería.- le explicó Satzsa.- Lo odia a muerte porque le quitó a la mujer, que lo abandonó y se divorció sumiéndolo en la ruina. Sobre él pesa una orden de alejamiento y ahora mismo la está en incumpliendo. Las ansias de venganza le corroen, pero no tiene medios para llevarla a cabo. ¿Sabes lo que tienes que hacer?
- Sí.

La Diablesa le dio un bolso rojo de cuero y la animó a echar a andar.
Cassia se sentó a la misma mesa del individuo con total despreocupación, sonriendo mientras depositaba el bolso en la mesa. El mortal la miró con ojos desorbitados.

- Buenos días, caballero. Me llamo Miriam y soy parte del equipo de publicidad de una innovadora empresa llamada…
- Márchese.- le dijo el hombre, bruscamente y con voz ronca.- No quiero escuchar sus gilipolleces.
- ¿Señor?- preguntó Cassia, parpadeando con desconcierto.
- ¡Que te vayas, joder!- gritó.

Cassia se puso en pie, fingiéndose muy contrariada y asustada, y se alejó a paso ligero de la cafetería.

El hombre se pasó una mano por la cara, cerrando los ojos. Al abrirlos de nuevo reparó en el bolso rojo que Miriam la publicista se había dejado olvidado en su carrera por largarse de allí. Sin miramientos lo cogió y abrió, buscando en su interior algo útil y de valor. Su rostro pálido se tornó completamente blanco al sentir el frío y suave tacto metálico de un arma en el fondo. Miró a su alrededor furtivamente, temeroso de que alguien pudiera estar observándolo. Pero absolutamente nadie le prestaba la más mínima atención, como siempre.

Se humedeció los labios nerviosamente y se levantó. Vaciló apenas dos segundos antes de entrar en la cafetería.

Minutos después, el atronador e inconfundible ruido de un disparo, seguido de gritos de pavor, hizo eco en el callejón.

No hay comentarios: