viernes, julio 4

Hades

Aunque la luz me molestaba en los ojos, el brillo del sol crepuscular era algo que me gustaba contemplar cuando visitaba la superficie. Las hojas de los árboles proyectaban sombras moteadas sobre el suelo, cubierto por un manto de hierba que acallaba mis pasos. El bosque parecía mudo: no se oía el piar de ningún ave, no se veía a ningún animal oculto tras el follaje ni tampoco la respiración contenida de ningún ser vivo. Pero a pesar de no verlos ni oírlos, yo sabía que estaban allí, escondiéndose de mí. Podía percibir claramente el intenso fulgor de sus almas pequeñas y atemorizadas.
El resplandor rojizo de la puesta de sol hacía que los árboles parecieran bañados en cobre. Unos junto a otros, como torres sinuosas, creaban un hermoso patrón laberíntico en el que me invitaban a perderme. El astro solar, a lo lejos, pendía sobre el horizonte como un ardiente corazón vivo. Gasté el poco tiempo que me quedaba en verlo morir entre las nubes. Grabé aquella imagen en mi interior para que me diera calor cuando fuera el momento de regresar a mis oscuros y fríos dominios eternos.
Las ramas crujieron y de la copa de un roble descendió ella. La reconocí en cuanto la vi, a pesar de que era la primera vez que coincidíamos. Era tal y como se suponía que debía ser: hermosa, cálida, tentadora. Cualquier otro ser que hubiera osado interrumpir mi despedida hubiese despertado en mí la ira, pero al verla no pude más que rendirme, asombrado, a su belleza. Mirarla era aun más doloroso que mirar al sol, pero bebí la luz de sus ojos con avidez. Ella levantó la barbilla, desafiante, y entreabrió los labios para decir algo. Pero no dijo nada. Los cerró y apartó la vista para dirigirla hacia, donde segundos antes, sangraba el sol.
Aquel fue el ocaso más hermoso de toda mi existencia.

jueves, julio 3

Sentimentalismos en tiempos de crisis

Olía a churros recién hechos. Es un olor que siempre me hace recordar a mi abuela, porque cuando mi hermano y yo éramos pequeños y teníamos que ir al médico, mi madre nos sobornaba con comprar churros e ir a desayunar a casa de mi abuela si nos portábamos bien. Era una mañana fresca y las calles estaban vacías. Las escaleras de entrada a la biblioteca, normalmente salpicadas de estudiantes, estaban completamente desiertas. En el interior tampoco había nadie. Del techo, tan alto como el de una catedral, caía una luz tenue como la que se cuela a través de las rendijas de una persiana a medio echar, que junto con el débil eco que producían mis pasos al andar me hicieron sentir una peregrina en un templo lejano. Subí al segundo piso y comencé a recorrer un pasillo tras otro en busca de un libro. Uno en concreto pero cuyo nombre desconocía. Y de repente lo vi: tenía el lomo de un rojo brillante y las páginas de un papel tan fino como el de las biblias antiguas. Lo saqué de la estantería, lo sopesé y lo abrí por la mitad. Eché un vistazo y pasé de página, leí tres palabras y volví a pasar de página... y en la siguiente me encontré un billete de cincuenta euros. Se me escapó un grito de alegría cuando lo vi, y en ningún momento se me ocurrió pensar que tal vez fuera falso. Miré a ambos lados del pasillo para asegurarme de que nadie me había visto, pero el señor de la gabardina estaba demasiado ocupado leyendo su periódico como para reparar en mí. Cogí el billete, me lo guardé en el bolsillo, dejé de nuevo el brillante libro rojo en la estantería y me marché de la biblioteca sin cruzarme con nadie de camino a la salida.
Me pasé a la calle de enfrente y entré en la tienda de calle Elvira donde compré mi última cachimba. Había varios quemadores de incienso encendidos, y el humo de todos ellos creaba una neblina aromática y serpenteante que se extendía por todo el local. El dependiente, que tenía una pipa en la boca e iba vestido con una larga túnica amarilla, me sonrió al verme llegar. Como si me estuviera esperando. Mis manos se dirigieron solas hacia la percha que sostenía un pantalón ancho precioso, de tela fina y suave color blanco con un estampado que tenía los mismos colores que la cola de un pavo real. Ese, sin ninguna duda, era el pantalón que me quería comprar. Le di la percha al dependiente y saqué mi monedero del bolso. Ni siquiera pregunté cuánto costaba, porque sabía que con cincuenta euros tendría más que suficiente. Empecé a hacer una lista mental de todo lo que tenía intención de comprar con aquel dinero inesperado que me venía que ni pintado: una fondue de queso, un viaje a Menorca, un paquete de galletas Rebuenas... Cogí el billete y me quedé mirándolo con atención. En la parte de atrás y escrito con bolígrafo rojo, se leía claramente el siguiente mensaje: Te quiero y te querré siempre. Y al lado de aquellas palabras había dibujado un corazón que casi parecía palpitar. Me quedé paralizada por la perplejidad durante unos segundos. El dependiente de la tienda seguía sonriéndome sin dar muestras de impaciencia, lo cual me pareció extraño. El billete también me miraba, desafiándome en silencio a gastarlo. ¿Pero cómo podía? Me dieron ganas de echarme a llorar.
- No, no puedo.- le dije al dependiente, volviendo a guardar el billete dentro del monedero.- Pertenece a otra persona.
El hombre dijo algo, pero yo no lo escuché. Fuera, en la calle, se oía un maullido lastimero in crescendo que resultaba de lo más molesto.
Claro, Maní. ¿Qué hora era?

Cerré los ojos con más fuerza, pero Maní no se callaba. Su maullido llegó al culmen del llanto y terminó apagándose con un gemido triste y ahogado. Me di la vuelta entre las sábanas y abrí los ojos. La luz atravesaba la persiana y a través de la ventana abierta se colaba un delicioso olor a churros. Suspiré y rememoré el sueño del que me acababa de despertar, con ese agridulce regusto nostálgico que le dejan a uno los sueños bonitos al acabarse. ¿A qué loco, en estos tiempos de crisis que corren, se le ocurriría convertir un billete de cincuenta euros en un objeto con valor sentimental? ¿Y qué chiflado sería incapaz de gastárselo después de encontrarlo por casualidad?
Sonreí con cierto pesar. Esa chiflada sería yo.

[Imagen por NickiStock]