sábado, septiembre 8

IASADE -107-


La cafetería estaba en el extremo opuesto a la entrada de la facultad, por lo que su ubicación era fácil de recordar. Era una amplia sala con paredes cubiertas de cuadros, dibujos y fotografías, cruzada por un largo mostrador que separaba las cocinas de las mesas redondas para los alumnos. A través de las puertas acristaladas que comunicaban con el jardín y con las demás mesas en el exterior, entraba mucha luz. Un resplandor claro y diáfano. Amiss había visitado ya más de una cafetería, y a pesar de las diferencias entre unas y otras siempre se había sentido tranquila, arropada por el olor a café y el sonido uniforme de la charla ajena.

Pero aquel lugar la aterrorizó profundamente. La estancia estaba abarrotada. Casi todas las mesas estaban ocupadas y fuera no quedaba ni una silla libre, el espacio estaba inundado de centenares de conversaciones, murmullos y risas. El aire, que circulaba eficazmente gracias a los ventiladores, estaba saturado de aromas viajeros de cappuccino, tostadas y mantequilla. Los jóvenes se empujaban con frenética impaciencia unos a otros con tal de abrirse hueco cerca de la barra y los camareros, que parecían robots, apenas hablaban y se movían automáticamente dando a sus manos una velocidad asombrosa, multiplicando a ojos vistas el número de dedos como en un truco de magia para poder llevar a cabo los pedidos cuanto antes.

La cafetería se le antojaba una selva salvaje y fiera, llena de bestias despiadadas. Sólo se imaginarse entre aquella muchedumbre, similar a un panal de abejas zumbantes, se echaba a temblar.
Isaac la miró, interrogante.

- ¿Qué quieres?
- Eh... nada, nada. Ya he desayunado.
- ¿De verdad?
- Sí.
- Como quieras. ¿Puedes ir pillando mesa? Mejor dentro, fuera parece que no hay sitio. Yo ahora voy.
- Vale.

La Mediadora cogió aire, a pesar de no necesitarlo, y a paso más ligero de lo que hubiera sido normal atravesó la sala poniendo la máxima distancia entre ella y los alumnos que pedían el desayuno. Localizó una mesa vacía y se apresuró a alcanzarla, esquivando con sumo cuidado a un par de muchachas que se le cruzaron por delante sin miramientos y sorteando algunas sillas satélites de mesas atestadas.

La mesa no estaba ocupada, pero sí llena de vasos y platos usados por los que se habían sentado antes que ella. Colgó la mochila en el respaldo de la silla, se quitó la chaqueta y esperó, observando a la gente, todavía cohibida. Buscó a Isaac entre la aglomeración de personas junto a la barra, pero entre tantas cabezas y cuerpos que se movían no se podía distinguir a nadie con claridad. Una mujer bajita, que tenía un delantal de cuadros sujeto a la cintura, se aproximó a ella para recoger los platos y tazas, ponerlos sobre una bandeja ya a reventar y marcharse como una exhalación. También echó un vistazo en derredor, por si Mikäh estaba cerca.

Su usuario apareció a su lado con un café en una mano y un plato de napolitanos en la otra, sin haber perdido la sonrisa ni haberse despeinado. Amiss lo miró con la boca abierta, incrédula.

- ¿Cómo lo has conseguido?
- ¿El qué?- preguntó él, sentándose y colocando el plato con los dulces entre ambos.
- El desayuno… tan rápido. Si hay muchísima gente esperando para…
- Es cuestión de práctica, nada más. He pedido napolitanos, puedes coger si quieres. Están muy buenos, ¿los has probado?
- No, pero no tengo hambre. De verdad.
- ¡Bueno! Pues más para mí.
Isaac dio un largo sorbo de café, manchándose el labio superior de espuma y relamiéndose después.

domingo, septiembre 2

Estamos malditos



No tengo fe, ni anhelos, aunque sí sueños. Mis noches son de sueño, y mis días son de sueño. Sueño en cada parpadeo y ya he alcanzado el punto en el que no sé cuando he parado de soñar para seguir viviendo. No importan ni la nitidez de las escenas ni la claridad de los sonidos, ni los olores transportados por el viento o ese rastro cálido que dejan las caricias de manos tanto familiares como desconocidas sobre mi cuerpo. No sé la edad que tengo, porque desconozco a qué velocidad se mueve el tiempo en los sueños. Ya he perdido la cuenta de los nombres que me han poseído alguna vez, de las lágrimas que he derramado por otros, de las tardes enteras cantando a poco más que reflejos en las ventanas, de los incontables miedos sufridos, de las ocasiones en las que he amado a través de pieles ajenas. He viajado a lugares que no existen y he conocido a gente que no existirá jamás, he bailado músicas imposibles de componer y he hablado idiomas absolutamente impronunciables, he muerto y he renacido de mis propias cenizas. He encarnado a animales y a dioses, a hombres y mujeres, a niños y ancianos, a buenos y a malos, a las incipientes sombras esclavas del amanecer e incluso a esas piedras en el camino que te hacen tropezar una y otra vez. También he visto al mundo nacer, hermoso y salvaje, el auge y declive de civilizaciones ya extintas, he escuchado a personajes olvidados por la historia, he viajado al espacio exterior para contemplar la muerte de nuestro sol engullido por un agujero negro. He diseñado vidas, felicidades y tragedias, he construido laberintos en los que he acabado por perderme de forma irremediable... ¿o quizás ya estaba perdida antes de adentrarme en ellos? ¿Tal vez nací dormida y nunca he despertado? ¿O desperté al sueño y nunca más ha sido capaz de volver a dormirse?