viernes, junio 29

IASADE -106-

Hubo murmullos y encogimientos de hombros.

- Perdonad.- dijo, sonriendo.- Obviamente, no lo sabéis. Lo siento, pero todavía no he podido conseguir una lista de la clase, así que si no os importa me gustaría que me dijerais vuestros nombres. Los apuntaré, y así podré daros un punto de asistencia merecido por venir a la primera clase del curso. Después os explicaré el procedimiento que seguiremos durante el curso y, si veo que nos da tiempo, haremos una pequeña prueba de nivel. Si no, la haremos mañana.

Se sentó en las escaleras de la plataforma y abrió un maletín de bandolera que llevaba colgado del hombro bajo la cazadora. Sacó una libreta y un bolígrafo y señaló al lado opuesto de la clase a donde estaba sentada.

- Empieza tú mismo.- dijo, señalando a un muchacho colocado en una esquina.

Uno a uno dijeron sus nombres y apellidos mientras el profesor no hacía otra cosa que apuntarlos rápidamente. La mayoría de los alumnos eran italianos, pero también había algunos extranjeros: había un francés, una chica de Escocia y un polaco. Cuando le llegó el turno a Amiss, sintió un deseo terrible de echar a correr. Mikäh, a su lado, se balanceó de punta de pies a talón.

- Me llamo Ángela Márquez Expósito. Isaac la miró enarcando una ceja antes de decir su propio nombre.

Amiss también lo miró y ambos sonrieron con timidez.

- Bien, pues ya está. Ahora… el procedimiento de las clases. Esto es Dibujo en Movimiento, por lo que tendremos algunas diferencias respecto al Dibujo normal. La mecánica será parecida: los modelos vendrán y posarán en las plataformas, pero no estarán quietos. Se moverán, llevarán a cabo distintas acciones con los objetos que hay aquí. Empezaréis a dibujo por sesión e iremos acortando el tiempo.- Fabriano miró a sus alumnos con una ancha sonrisa.- Da tiempo de sobra a hacer un ejercicio de prueba, pero imagino que preferís dejarlo para mañana, así que… os dejo libre. Podéis marcharos. Nos vemos mañana.

Los más entusiastas recogieron con expresión apenada y a los que no lo eran tanto les faltó tiempo para saltar del taburete y salir rápidamente de clase. Amiss cogió su mochila del suelo, consciente de que Isaac no dejaba de observarla.

- ¡Premio! Ya tienes toda su atención.- dijo Mikäh, cruzándose de brazos.
- ¿Ángela, verdad? Él le dedicó una amplia sonrisa, colocándose a su lado de camino a la salida. 
- Sí, y tú eres Isaac. Encantada. 
- Igualmente. Es un placer volver a hablar el idioma de casa. 
- Tu italiano es muy bueno, no sé de qué te quejas. 
- El tuyo es mejor. ¿De dónde eres? 


Las miradas curiosas que algunas de sus compañeras de clase les dirigieron a ambos al detenerse en el pasillo pasaron completamente desapercibidas para Amiss. Mikäh, sin embargo, rió entre dientes y ella no pudo evitar fruncir el entrecejo, distrayéndose ligeramente. 


- Soy de Galicia, aunque no tengo mucho acento. 
- Oye, ¿qué te parece si nos tomamos un café? Todavía queda un buen rato para la siguiente clase. 
- Está bien, pero yo no sé donde está la cafetería. 
- Yo sí. 
- Amiss, yo voy a localizar el resto de tus aulas y a explorar un poco esto. Luego volveré. 


Ella le hizo un gesto de conformidad con la mano, a un costado para que Isaac no la viera, y Mikäh desapareció en un parpadeo. En su parpadeo, literalmente.

lunes, junio 11

Ojos de sirena

Había noche en la mar picada, que rizaba las olas en la orilla y regaba la arena gris de luna con espuma batida y salada. Recortado sobre el firmamento nocturno se alzaba un peñón completamente negro que cercaba la playa con un solo brazo, en cuya punta, sobre las aguas, se levantaba un viejo faro ya extenuado y carcomido por el tiempo, la sal y la marea furiosa. Sobre las cabezas de marineros rendidos, las débiles estrellas habían dejado de dar rumbo y un cielo desconocido los traicionaba.
Tres canciones rompían el silencio aquella noche. La primera, que existe desde que el mundo es mundo, era del propio océano: rugiente y atronadora, su húmeda y salvaje melodía se estrellaba contra roca, piedras y suelo salpicando sus notas profundas y su eco grave entre los guijarros brillantes. La segunda era el gemido del propio barco, que armonizaba sus sollozos hasta acompasarlos al vaivén de las olas: crujiente, lastimera y chirriante, su sonata triste todavía intentaba mitigar el dolor de las cicatrices de la última tormenta. Y la tercera era un llanto convertido en música, una llamada de auxilio sin destinatario soplada a través de una armónica ya desgastada por el uso en boca de un grumete insensato. Las anclas tocaron fondo y las luces del barco se encendieron, mecidas y emborronadas por el movimiento. Un bote cargado con la mitad de la tripulación comenzó a alejarse del navío a golpe de remo, que el mar amenazaba quitarles a los hombres de las manos con un solo bocado, alejándose de esta forma la tercera canción de la segunda y la primera.

La sal le escocía en los ojos y se le metía en la nariz y entre los dientes, ahogándole el aliento y quitándole la fuerza para seguir tocando. El grumete guardó la armónica en el único bolsillo intacto de su remendado pantalón e intentó, en vano, ensanchar un poco los hombros para hacerse hueco entre los curtidos marineros que le acompañaban. La Scotia se balanceaba sobre el vivo oleaje y sus luces se hacían más difusas y pequeñas a medida que los remos avanzaban, mientras el océano luchaba por no dejarse navegar. El muchacho se apartó el pelo mojado de la frente y clavó la mirada en sus manos vacías, recientemente encallecidas y un poco más sabias que antes.
Alguien en el bote murmuró, y su susurro levantó las cabezas de todos los demás. El grumete entrecerró los ojos y buscó con ellos en el horizonte, que se perdía en la oscuridad del cielo y del mar, hasta localizar, con cierta dificultad, un resplandor broncíneo que coronaba las olas y que se aproximaba hacia ellos. Los remos, al igual que la respiración de los marineros, se detuvieron, y el muchacho se metió de nuevo la mano en el bolsillo para sujetar con fuerza su vieja armónica. En ese instante, otra canción nueva se unió a las anteriores. Una canción con voz de mujer, con la voz de mujer más seductora y bella que había escuchado jamás cualquiera de los hombres a bordo, y que resonó sobre el océano, bajo el océano, y llegó a oídos de los que se habían quedado en la Scotia y a las piedras del fantasma vacío en que se había convertido el faro inerte del peñón.
Una cabeza asomó entre las aguas. Su cabello era dorado como el oro al sol, sus ojos enormes y cristalinos de un azul más intenso que el propio cielo y su boca de labios carnosos, apetecibles y entreabiertos, eran una llamada carmesí irresistible a un placer sin límites. El grumete se rascó los ojos para ver mejor, y el resto de los marineros se irguió sobre el bote de forma inconsciente. Sólo uno de ellos se atrevió a mencionar aquella palabra que todos estaban pensando pero que nadie quería creer: "sirenas". La criatura lo escuchó, y sonrió hasta hacerles temblar las piernas.
Una a una fueron asomándose más cabezas, y cada una más hermosa que la anterior. Ellas reían y cantaban al mismo tiempo, se aproximaban al bote enseñando sus torsos desnudos y sus senos anhelantes, extendiendo las manos tímidamente para acariciar la piel ajada de los marineros, sus duras barbas y sus labios resecos. Sin hablar, sin pedir nada... ofreciéndolo todo. El grumete, en mitad de su arrobación, pudo ver que la Scotia se alejaba. Sus luces se habían apagado y sus velas rotas ponían el viento a sus órdenes para llevársela de allí. Pero también, debido a su arrobación, aquel abandono no le importó absolutamente nada... ni a él, ni a ningún hombre de la tripulación.
Todo lo demás sucedió demasiado rápido para su entendimiento. De repente, todas las canciones callaron y súbitamente, la conmovedora y atractiva belleza de las náyades se convirtió en hambre e ira. El brillo de los ojos en pupilas rasgadas, las bocas sumisas en dientes afilados e impacientes. Las manos que segundos antes acariciaban y hechizaban se transformaron en garras y zarpas que se hundían en la carne, que la arrancaban y que se llevaban sus presas a los reinos abisales del fondo del océano. Los marineros gritaban y se resistían en un amasijo de golpes al aire, y el grumete, en aquel frenesí de sangre y muerte, sólo pudo sacar su armónica y ponerse a tocar.
Para cuando fue consciente del silencio a su alrededor, no quedaba ni un solo hombre con él en el bote. La luna hacía que la sangre negra tuviera un fulgor rojo, y el perfume salino del mar le robaba el óxido a su olor característico. El muchacho levantó la cabeza, con el cuello dolorido y agarrotado, y vio a nueve sirenas preciosas observándolo sin decir nada. Sus rostros angelicales de sonrisa cálida le hicieron dudar momentáneamente de su cordura, pero no había lugar a dudas de que estaba solo, únicamente acompañado de la huella de una matanza. Una de las criaturas le arrebató la armónica y la tiró al agua.
- ¿Sabes cantar?- preguntó en un siseo casi imperceptible.
- Tiene ojos de sirena.- comentó otra, tocándole la mejilla con un dedo gélido y suave.
- Canta.- ordenó la primera, con tono autoritario.
Y el grumete cantó. Se quitó la gorra, empapada, y la apretó entre sus puños mientras lo hacía. Ya no quedaba ninguna luz más que el resplandor de la luna, plena y redonda en el cielo.
Cantó todas las canciones que había aprendido a lo largo de su vida, desde las nanas que le había cantado su madre cuando era pequeño a las soeces letras que abundaban en las tabernas, desde las más finas melodías de cortejo a las sonatas de versos más enrevesados. Las sirenas lo escuchaban embelesadas, y él siguió cantando hasta que el alba pintó el horizonte de gris perla, rosa nacarado y naranja amanecer, hasta que la garganta, enferma de sal y cansada por la brisa húmeda del mar, se negó a seguir cantando.
Los ojos lloraron al ser incapaz de pronunciar una sola palabra más, pero las sirenas no son criaturas compasivas. Y en cuanto el muchacho calló, su belleza volvió a tornarse en pesadilla. Entre las nueve lo agarraron a la vez, y no pudo ni chillar antes de que lo ahogaran las fauces del océano... ya tranquilo.

[Imagen por sandara]

jueves, junio 7

IASADE -105-


La luz en el aula era ligeramente similar a la de la Capital, uniforme y blanca. Una de las paredes era curva, dando a la clase forma de cuña, y estaba pintada, al igual que las otras tres, de un suave color crema. En el suelo, de madera clara, había tres plataformas circulares de cuatro palmos de altura a las que se accedía por unas escaleras, e iluminadas por unos focos de mayor intensidad que constituían el único relieve lumínico de la sala. Sobre ellas había varias cosas: sillas, de distintos estilos, un sofá pequeño, un puf mullido decorado con motivos árabes, un arpa, una guitarra, un peine… todo ello flanqueado por dos estufas encendidas. El calor irradiado hacía temblar al aire.

Salpicados por el aula había unos cuarenta caballetes, dispuestos estratégicamente alrededor de las plataformas de forma que unos y otros no se estorbaran entre sí para obtener un punto de vista claro, pero a excepción de un chico que había ocupado ya un taburete y se entretenía revisando con minuciosidad un estuche con plumillas y de la muchacha pelirroja que había entrado justo detrás de ella, la clase estaba desierta. Ésta la miró de reojo rápidamente y eligió una posición por delante del ya aposentado.

- ¿Te vas a quedar ahí plantada?- preguntó Mikäh.

Amiss tuvo que morderse la lengua para no contestarle, pero se movió, de forma un tanto errática, entre los caballetes, hasta detenerse frente a uno muy cercano a la plataforma más próxima a la puerta. Se sentó, puso la mochila sobre sus rodillas y se preguntó qué hacer.

- Esperemos que tu usuario no se salte el primer día de clase.

Apretando los dientes, Amiss cogió un bloc de papel de dibujo y con un lápiz escogido al azar, escribió en una esquina: “cállate y déjame en paz, no me ayudas nada”. Mikäh hizo un mohín indignado y se cruzó de brazos, con una seca cabezada afirmativa.

Conforme transcurrían los minutos, iba llegando más gente al aula. Chicos y chicas, de más a o menos la misma edad, entraban en la clase y tras echar un vistazo a su alrededor, elegían un caballete que ocupar. Algunos de ellos sacaban el bloc, lápices o cualquier otro material, pero otros se limitaban  a observar en silencio la habitación. Unos pocos se juntaron en grupos, hablando en voz baja.
Isaac fue el decimoctavo en llegar. Llevaba los mismos pantalones de camuflaje militar que había vestido el día de la matrícula y una camiseta negra de tirantes anchos, y al entrar evaluó rápidamente la ubicación de los caballetes para situarse muy cercano a ella, en uno primeros colocados cerca de la plataforma más próxima. Al verla, la miró directamente a los ojos y le dedicó un movimiento de saludo con la cabeza.

- Bongiorno.
- Bongiorno.- murmuró ella.
- ¿No ha llegado todavía el profesor?- continuó, en perfecto italiano.
- No, todavía no.

Él asintió aliviado. Amiss se retorció las manos con nerviosismo, dudando si preguntarle por su acento para sacar a colación el tema de su nacionalidad, o no. Tenía muy claro que la forma más efectiva de acercarse a él era apostando por lo único que, de momento, tenían en común: España. Pero también sabía que el italiano de Isaac era lo suficientemente bueno para engañar a cualquiera que lo escuchase. Se mordió el labio y decidió callarse para no meter la pata.

Estaban veintidós personas en la estancia cuando llegó, a buen paso, un hombre enfundado en una cazadora de cuero y con un casco de moto en la mano, que entró sin decir nada y se colocó junto a la plataforma del centro de la clase. Dejó el casco en el suelo, se desabrochó la cazadora y se peinó la melena hacia atrás con los dedos.

- Buenos días a todos.- saludó en un italiano rápido y cantarín.- Me llamo Fabriano Attravio y soy vuestro profesor de Dibujo en Movimiento. ¿Estamos todos?- preguntó, mirando a todos los alumnos.

martes, junio 5

Adiós

Los seres humanos somos máquinas.
Nuestro esqueleto es una auténtica obra maestra de ingeniería que crece y se desarrolla de acuerdo a las instrucciones escritas en un código genético. No sólo por función, sino también por su apariencia: huesos de aspecto futurista, tejidos musculares organizados por patrones perfectos, órganos de diseño fundamental, recubiertos por una capa de piel y pelo que disimula nuestra simetría. Poseemos un centro neurálgico envidiable, ya que nuestra mente es el motor y el ordenador de abordo más potente que conocemos. Las conexiones entre las neuronas se basan en un lenguaje que no podemos ni comprender ni imitar. Todo lo que sentimos es fruto de una ecuación matemática, de una reacción química, o de palabras incomprensibles susurradas, que se mueven de un lado a otro en nuestro cerebro por canales diminutos.
Y como toda máquina existente, llega el día en que nos estropeamos y no hay para nosotros solución ni reparación posible. Un fallo, un error, desencadena uno tras otro como la caída de una ficha de dominó... que hace caer a las demás hasta no dejar ni una sola en pie.

La muerte tiene un olor dulce. Un aroma pesado y empalagoso que se te mete en la nariz hasta que te olvidas de él, para hacer su camuflaje infalible. La muerte se queda colgando en las esquinas, mirando las fotos enmarcadas encima de las mesitas, enroscada en cabeceras de cama y patas de silla, flotando sonriente delante de los espejos. Su silencio sólo se acompaña por coros de llantos, sollozos y narices sorbiendo los mocos. Su olor dulce es el cepo ideal, para tentar al espíritu a abandonar el cuerpo. La muerte no quiere doler, porque es compasiva. Y la muerte sólo duele a aquellos que intentan resistirse a su llamada ineludible, a aquellos que se aferran a la vida a pesar de la certeza de que les ha llegado el momento. Porque la muerte no tiene amigos, sino súbditos. Y a ella nunca nadie le puede decir que no.

La pérdida de un ser querido puede llegar de dos formas: de improviso, o avisando de antemano. Desde luego, la primera es mucho más difícil de aceptar y más dura y sufrida de superar... si es que llega a superarse alguna vez. La segunda, por el contrario, es un poquito más fácil. Ni menos triste ni menos dolorosa, pero sí algo más sencilla de asimilar.
Yo sabía que esto iba a pasar. Sabía que no quedaba mucho, y tampoco deseaba que los días se extendieran demasiado si ello ocasionaba más agonía y sufrimiento, más pena y dolor innecesarios. El hecho de que haya sido rápido, de que haya sido en paz y en familia, en casa... me consuela y alivia. Pero no por ello hay menos lágrimas para ti. Se me hace crudo el haberte visto sin vida. Sin alma ni chispa en tu interior, tan sólo convertida en carne que ya no respira y en corazón que ya no late ni bombea sangre. Se me ha hecho horrible el verte como algo perdurable a través del tiempo, únicamente como un resto biológico que se pierde con los días.
Y pesar de haber tenido asumido que esto tenía que pasar, y de conseguir evadirme más o menos, creo que no me he hecho a la idea todavía. A pesar de saber que tus cenizas descansan ya, no soy plenamente consciente de que ya no estás. Se trata de un concepto resbaladizo que elude mi atención y que requiere concentración para ser encontrado. Supongo... que será cuestión de acostumbrarse a ello, aunque la sensación de vacío, de que hay un hueco en el mundo que jamás volverá a llenarse, no se borrará nunca.

Adiós, abuela.

lunes, junio 4

IASADE -104-


Era el segundo día de clase oficial, pero por lo que había leído en la página web de la Universidad, el primer día sólo asistían los alumnos de primero para la presentación del curso y ella no era ninguna primeriza. Por lo que había podido leer en los papeles del resguardo de su matrícula ficticia, sus asignaturas pertenecían al tercer curso y se trataba de un Erasmus. Y por lo que había encontrado informándose en Google, el Erasmus era una beca para estudiar en el extranjero durante un único curso lectivo de nueve meses.

Es decir… ella era una estudiante española de Erasmus cursando asignaturas de tercero, al igual que Isaac.
Después de dar con él la noche anterior y una vez que el muchacho se hubo quedado profundamente dormido con la música sonando a través de sus auriculares, estuvo leyendo su agenda para contrastar la información y para, de paso, memorizar el número de las aulas. En su piso, le dijo los números a Mikäh consciente de que permanecerían poco tiempo más en su memoria y le encomendó que la guiara a las clases dentro de la Facultad.

Un sinfín de alumnos deambulaba por los pasillos, buscando sus respectivas aulas y tan desorientados como turistas novatos en una ciudad nueva. Y a pesar de que nadie le dedicaba la más mínima atención, Amiss empezó a ponerse nerviosa. La posibilidad de que alguien la rozara sin darse cuenta o de que alguien le hiciera de improviso una pregunta inesperada, la aterrorizaba. Y a pesar de no necesitar respirar, de repente empezó a sentir que le faltaba el aire.

- Cálmate.- dijo Mikäh, con tono sereno.- No pasa nada.

“Claro, es muy fácil decirlo”, pensó para sus adentros. Se sentía desnuda y vulnerable, expuesta a una interacción humana que escapaba por completo a su control.
Guiada por el alma blanca llegó a la segunda planta, al segundo anillo en torno al cilindro de aire que ocupaba el corazón del edificio. Allí no había paredes de cristal que delimitaran una frontera, sino una simple barandilla fina y blanca. Si alguien quisiera saltar al vacío, ninguna barrera física se lo impediría

- ¿Crees que a alguien le ha dado por tirarse al vacío desde ahí?- preguntó Mikäh, acercándose a la barandilla y asomándose hacia abajo.- Seguramente no, la Facultad es muy reciente. Dentro de unos años, cuando los alumnos menos aventajados no consigan salir de aquí, tal vez haya más de uno que…

Amiss lo acalló con una mirada furibunda y el falso ángel se encogió de hombros.

- Perdona, se me ha ido la lengua. Esa es tu clase, Amiss.

Se detuvo delante de la puerta abierta que Mikäh le señalaba con el dedo y que tenía la inscripción 2-B en una placa negro sobre el dintel, incapaz de dar un paso más. El alma blanca sonrió con ternura y se aproximó a ella desde atrás, colocándole las manos sobre los hombros y acercando la boca a su oído.

- No tengas miedo, puedes hacerlo. Céntrate en Isaac y todo irá bien.

Ella asintió y avanzó con resolución.

- Amiss, respira.

Volvió a asentir, a tomar aire y a expulsarlo fingiendo la respiración humana. Se ajustó mejor los tirantes de la mochila al hombro (una mochila en distintas tonalidades de verde que había aparecido mágicamente sobre su mesa, llena de papeles, lápices de todas clases, gomas de diferentes durezas y alguna cosa más que desconocía) y apretó el paso cuando vio aparecer a una joven que se dirigía a la misma clase.

domingo, junio 3

Mediocridad

Mi alma no es una unidad completa, sino un compendio alicatado de fragmentos millonésimos mutando a cada segundo consecutivo. Mi don es el de fingir sobre el papel, el de vestir mentiras y ficciones de verdad y realidad indudable. La existencia individual del escritor no es más que un mito ingenuo, puesto que un escritor no tiene una única identidad sino miles, que se reproducen con fruición ansiosa y casi desesperada dentro de su mente, imparables... infinitas. De número equivalente a la velocidad de la luz multiplicado por el alcance kilométrico de su imaginación.
La tinta ahoga mis venas. Escribir es más que disfrazar el espíritu: es dejar atrás toda tu vida en un breve pestañeo con la misma facilidad que respirar. Porque soy una actriz, soy una maga, soy una diosa desenfadada que inventa a su antojo.
Si me miro las manos, pienso dos cosas. La primera es que son instrumentos torpes para sostener cualquier herramienta que no sea un lápiz, o un bolígrafo, o para pulsar las teclas de un ordenador. Y la segunda es precisamente la misma. En un abanico de porcentajes, lo mediocre abunda en mi expediente vital hasta llegar a esa porción de talento minúscula.

[Imagen por NegativeFeedback]