viernes, diciembre 10

IASADE -61-

La pureza se le congelaba en la garganta, convirtiendo el aire limpio en un cuchillo metálico y frío que le arañaba la tráquea y los pulmones. Incluso el olor propio a enfermedad y muerte, predominante en hospitales, quedaba aplacado por aquella insoportable fragancia a bondad y fe que respiraba a través de los ladrillos sobre los que se levantaba el edificio, provocándole náuseas.

- Que puto asco, voy a vomitar. No sé cómo puedes detectar el rastro con esta maldita peste.
- Práctica.- murmuró Satzsa al expulsar el humo del cigarrillo que se consumía entre sus dedos.

Cassia aspiró el perfume del tabaco profundamente.

- ¿Estás segura de que está ahí?
- ¿Acaso dudas de mí?
- Sólo quería cerciorarme antes de entrar en ese antro, porque si ya desde fuera huele que tira de espaldas... dentro me voy a morir. ¿Qué coño ha hecho esta ciudad con los hospitales? Se supone que la gente enferma, y se muere, y eso hace a las personas miserables. ¿Es que son masoquistas los españoles?
- Da las gracias a su maravillosa seguridad social. Y sí, estoy segura.
- ¿Vienes conmigo?
- No, tienes que hacerlo tú sola. Yo me quedaré fuera por si se te escapa, para registrar la dirección en la que se marcha.
- Joder... está bien.

Cassia se puso en pie, sintiendo los glúteos helados por el contacto con la madera fría del banco donde había estado sentada, y se dirigió con resolución a la entrada porticada del hospital. Una bofetada de aire caliente cargado de olor a medicamentos la hizo dejar de respirar mientras componía con cierto esfuerzo una sonrisa encantadora con la que enfrentarse a la mujer mayor que ocupaba su puesto detrás del mostrador azul de información. Ésta apartó la vista de la pantalla del ordenador para escanearla de un rápido vistazo.

- Buenos días, ¿qué desea?
- Hola. Sólo me gustaría que me indicara dónde está el baño más cercano.
- Primera planta, en el pasillo de la derecha.
- Muchas gracias.

En el cuarto de baño, tras echar el pestillo, Cassia se desnudó y guardó su ropa en la mochila de la que sacó el uniforme de enfermera con el que se vistió después. Salió y se miró al espejo para arreglarse la melena corta y blanca, acariciando de forma inconsciente la vaina de su cimitarra, que colgaba de su espalda invisible a ojos mortales.

El hospital estaba casi desierto, nada comparado con los hospitales de Estados Unidos, siempre atestados y colapsados, ambientados con impaciencia, rabia, ira y desesperación. Allí apenas se escuchaban voces, y las que se oían eran tranquilas; nada de gritos ni malos tonos. Abriéndose paso impunemente gracias a su camuflaje, dejó atrás el cuerpo principal trasladándose al edificio asignado a Maternidad. El tenue rastro del Ángel, más brillante entre aquellas paredes y mucho más fácil de seguir, zigzagueaba dejando huellas pequeñas y resplandecientes (como si anduviera de puntillas) que dibujaban una ruta determinada, atravesando pasillos, llegaba a una sala rectangular con cuatro puertas sobre las que pendía un cartel numérico. 

Por un instante se sintió atrapada. La tensión hizo denso el aire, que se agrupó a su alrededor como si tratara de inmovilizarla. La presencia angélica, de repente, parecía ahogar todas las esquinas de la estancia, a punto de solidificarse delante de ella. Cassia, con los pies prestos para saltar, desenvainó velozmente su arma, recorriendo con la mirada la blanca habitación. La atmósfera vibraba, condensada, en un punto álgido a un segundo de estallar y hacerse corpórea.

- Tranquila... ahora mismo te la traigo. 

A aquella voz femenina le siguió el ruido de la puerta número tres al abrirse despacio, justo en el mismo instante en que la presencia del palomo se esfumaba como barrida por un golpe de aire. Una mujer ataviada con una larga bata blanca se quedó observándola un momento sin decir nada.

- ¿Qué haces ahí? Bueno, no importa. ¿Me puedes traer una jarra de agua y un par de vasos, por favor? Iba a ir yo misma, pero es mejor que no deje sola a Claudia.
- Claro, por supuesto. Ahora mismo se la traigo.
- Gracias.

Y dicho aquello cerró la puerta. Cassia olfateó el aire para asegurarse de que el Ángel se había marchado ya y aún así, tras comprobar que así era, se largó del hospital tan rápido como pudo para ahorrarse riesgos innecesarios.

martes, diciembre 7

Perfumería de sentimientos

Alucino al darme cuenta de cómo los sentimientos se adhieren, se imprimen, en los olores.
Y al olerlos es como se leyéramos un catálogo o viéramos una película de tiempos pasados, que nos informa de cuándo, dónde y porqué nos sentíamos de una forma determinada. En cierto modo es... como viajar hacia atrás.
El aroma salino del mar me empezó a gustar todavía más después de dejar de veranear en la playa, precisamente por recordarme aquellas vacaciones en familia cuando era pequeña, con especial cariño y nostalgia.
El olor del queroseno me desagradaba y ahora, sin embargo, es uno de mis preferidos porque lo relaciono estrechamente con la Navidad debido a la estufa que ponemos siempre en el pasillo para caldear la casa en esas fechas.
Una fragancia que me encantaba antes es la que desprenden algunos árboles cuando empiezan a florecer en primavera. Lástima que dejara de gustarme por culpa de un exnovio que tuve que no paraba de repetir que a él le repugnaba el olor.
El aire primaveral, al contrario que a la mayoría de la gente, me pone triste: devuelve a aquellos días insoportables en que uno de mis mejores se quedó en coma y en los que el miedo y la tristeza desayunaban conmigo cada mañana.
El perfume otoñal, húmedo, suave y un tanto dulce, me hace pensar en el amor. Fue en otoño cuando me enamoré por primera vez... y a pesar de los malos ratos, peores consecuencias y pésimos rencores que me trajo aquella relación... cuando lo detecto se me dibuja una sonrisa involuntaria en la cara y echo de menos cómo me sentía en aquellos días.
Por eso hoy me he quedado muerta de frío junto a la ventana.
Olía deliciosamente a romanticismo, felicidad y primeros besos sin ningún miedo.