domingo, enero 13

IASADE -112-


Aquel piso era mucho más lujoso y amplio que el suyo. Constaba, aparte del salón enorme con cocina, de cuatro dormitorios, dos cuartos de baño, acceso a un patio interior comunitario y piscina en verano. Aun así, la habitación de Isaac era la más pequeña de todas. Entre la cama, el escritorio y una estantería de pie apenas quedaba espacio en el suelo para sentarse en el suelo con las piernas extendidas. Era más larga que ancha, y una de las paredes estaba ocupada por un armario empotrado con espejos en las puertas. Encima de la cama había un estante lleno de libros, y sobre el escritorio el portátil cerrado zumbaba suavemente. Junto a la ventana abierta, que daba a la calle, había un trípode sin cámara. Amiss se sentó en el alféizar. Fuera, los delgados árboles que flanqueaban la avenida se mecían rítmicamente al son del viento cálido, que también parecía haber barrido la avenida. A aquellas horas estaba desierta, pero ni siquiera su silencio era tan absoluto como el que se había adueñado del piso de Ángela.

A pesar de que Isaac había llegado a Cagliari con el tiempo justo, ya había amueblado la habitación con sus recuerdos. El hueco de pared desnuda entre foto y foto delante del escritorio era mínimo, y posters, recortes de periódico y alguna que otra fotografía de gran formato se encargaban de decorar el resto. Entre las muchas caras que aparecían en las fotos, la de Isaac estaba casi siempre presente, al igual que su sonrisa, que le colgaba de los labios como una máscara permanente. Y aunque parecía muy feliz en aquellas imágenes, esa felicidad no había sido capaz de despegarse de ellas para invadir el nuevo hogar de su propietario. Había dos fotografías, un tanto apartadas de las demás, que destacaban. Amiss ya les había echado el ojo la noche anterior, mientras Isaac dormía en siete sueños ajeno a su presencia. En la primera de ellas, su usuario aparecía junto a una mujer que rondaba los cuarenta años. Ella rodeaba los hombros a un Isaac que parecía mucho más despreocupado, y sonreía con afecto. Tenía el pelo de color rubio oscuro y unos ojos grises muy similares a los de él, por lo que la Mediadora había deducido que se trataba de su madre. A su padre, en cambio, no se le veía por ningún lado. En la otra foto salía una chica de su misma edad, preciosa y de melena larga y rubia entretejida con mechones de un castaño claro. Sus ojos, verdes y pálidos, rebosaban cariño y amor. Ella también sonreía, e Isaac a su izquierda le besaba la mejilla.
Tal vez le resultara útil averiguar de quién se trataba, pero en la fotografía no aparecía ni un nombre ni una sola palabra. ¿Y si le daba la vuelta…?

Amiss saltó desde el alféizar y se acercó despacio al escritorio. En ese mismo instante, la puerta del dormitorio de abrió e Isaac entró en la habitación. Por un segundo, sus miradas se entrecruzaron directamente y el alma blanca retrocedió inconscientemente, aterrada por la sensación de haber sido descubierta. Pero el muchacho, sin reparar en ella, se sentó en la silla frente al ordenador para activarlo de la suspensión y apagarlo definitivamente. Inmediatamente después se incorporó y volvió a salir de la habitación para meterse en el cuarto de baño.

No era la primera vez que le ocurría algo así, y aun siendo consciente de que era imposible que un humano advirtiera su presencia, era incapaz de reprimir ese miedo agudo y punzante, por lo que se dio un tiempo para tranquilizarse y acudió junto al joven después de escuchar la cisterna.
Isaac se estaba lavando los dientes frente al espejo, mientras que con la mano libre se acariciaba la barba para comprobar su longitud. Al hacerlo, Amiss se dio cuenta de que llevaba un anillo de plata en la mano derecha, que el mismo Isaac empezó a tocar y a dar vueltas de forma automática. Se enjuagó la boca con agua, y aprovechando el grifo encendido se humedeció las puntas de los dedos para peinarse un poco. Tras echarse desodorante y salir del baño, cogió la mochila de su habitación y cerró la puerta del dormitorio.

- ¡Florian, me voy a la Facultad!- gritó en el pasillo.

El muchacho meneó la cabeza tras aguardar unos segundos y no recibir respuesta y se marchó del piso, con Amiss sobrevolando por encima de su cabeza.

miércoles, enero 9

Tiempo de cosecha

Desde fuera, el castillo tenía el mismo aspecto sobrecogedor que ofrecía por dentro. El gran espacio existente entre el suelo y la alta techumbre estaba lleno de un silencio helado quebrado por el silbido del viento y pasos fantasmas que vagaban sin rumbo. La suciedad había anidado entre las losetas resquebrajadas y las sombras, lóbregas y espesas, colgaban de las esquinas como cortinas viejas. La chiquilla se detuvo en la entrada, tiritando de miedo y de frío, y procedente del otro extremo del corredor se oyó el crujido de una puerta. La muchacha se retorció las manos por debajo de la capa mientras aguardaba a que la figura que se dirigía ella ganara forma y nitidez, dividida entre la curiosidad y la tentación de dar media vuelta y correr de regreso a casa. Aunque el Duque era muy conocido en el pueblo, nadie lo había visto jamás fuera de su castillo. Y no todos los que lo habían visto, habían vuelto para contarlo. Era un hombre alto y fuerte, bien vestido, de rostro atractivo pero severo con unas cejas finas, ojos penetrantes y labios carnosos. Caminaba con decisión, abarcando con orgullo en la mirada sus dominios a pesar de que eran poco más que ruinas decadentes. Pisando con seguridad, casi con crueldad, aquellas losetas de piedra apunto de romperse bajo sus pies.
Al verla, sonrió. Sonrió como lo haría un lobo al encontrarse delante a un conejo asustado. La chica, tal y como le habían ordenado sus padres, hizo una reverencia torpe con los ojos clavados en el suelo.
- Mírame, niña.
Con dificultad, la muchacha logró levantar la cabeza y mantener la mirada firme, a duras penas. Los ojos del Duque eran pozos de tinieblas imantados que apresaban el espíritu para no dejarlo escapar. Se estremeció. El hombre le agarró la barbilla con dedos fríos y le giró la cabeza, a un lado y a otro, estudiándola con implacable minuciosidad.
- Eres bonita. Demasiado joven para mi gusto, pero no importa. Suéltate el pelo.
- ¿Qué?- preguntó ella, sin comprender.
El Duque frunció el ceño.
- Que te sueltes el pelo, niña. ¿Acaso eres sorda? No me gusta tener que repetir las cosas.
La chica se llevó las manos a la cabeza para desatar el lazo con el que su madre le había recogido las trenzas tras la cabeza y se alisó el pelo con los dedos. El Duque le cogió un mechón de suave cabello caoba y lo olió con una sonrisa.
- Al menos estás limpia y hueles bien. Sígueme.
A pesar de que el hombre caminaba despacio, la muchacha tenía que andar deprisa para no quedarse atrás. Conforme se alejaban de la puerta entreabierta, el aire se enfriaba y se hacía cada vez más irrespirable. Las paredes parecían curvarse sobre ellos, estrechándolos, convirtiéndose en un túnel oscuro y aterrador que al final del todo tenía una pequeña abertura luminosa.
- ¿Sabes para qué estás aquí?
En realidad, la chica no tenía ni idea. Sabía que su familia estaba atravesando una mala época y que faltaba la comida. Su hermana pequeña había enfermado y no tenían dinero suficiente para pagar medicinas, y la mitad del ganado había muerto inexplicablemente el año anterior. También sabía que, en el pueblo, las familias que tenían problemas sin solución enviaban a alguna jovencita al castillo del Duque para, a cambio, recibir alimentos o dinero. Esas chicas a veces volvían y a veces no, pero la recompensa era segura. Lo que no sabía era lo que tenía que hacer allí, así que negó con un gesto de la cabeza, temerosa.
Llegaron a la puerta al final del pasillo, que daba a un exuberante jardín. El Duque se detuvo antes de entrar, observando satisfecho lo que tenía ante sí. El jardín era amplio, y la vegetación allí parecía nacer y crecer salvaje, sin restricciones ni límites. Varias plantas trepadoras luchaban entre sí por dominar la totalidad de la facha de piedra del castillo, y había árboles de toda clase, de troncos fuertes y gruesos y copas colmadas de hojas. Y aunque era de una belleza impresionante, también tenía un aire siniestro y triste que parecía ahogarlo todo en una melancolía espeluznante casi palpable.
- Si accedes a hacer lo que te pida, tu familia recibirá comida y dinero suficiente para curar a tu hermanita, reponer las reses y no pasar hambre en largos años.- dijo entonces el Duque, bajando la voz como si estuviera confiándole un secreto.- Te doy mi palabra.
El hombre le tendió la mano y cuando la aceptó, tiró de ella con fuerza a través del jardín, apretando sus dedos y haciéndole daño. Ella se tragó las quejas, muerta de miedo.
- ¿Y sí no lo hago?
Su pregunta parece divertir al Duque, que ríe sin alegría.
- No son muchas las que se atreven a hacerme esa pregunta.
A su alrededor, empezaron a oírse murmullos. La chica, al principio, pensó que se trataba del viento, pero era un sonido demasiado angustiado para ser sólo la brisa entre las ramas. Los murmullos se transformaron poco a poco en gemidos, después en sollozos y finalmente en un llanto desconsolado que no intentaba esconderse. El Duque se detuvo frente a un árbol maravilloso, de corteza color crema y hojas castañas, cuyas raíces penetraban profundas en la tierra fértil. Volvió a cogerle la barbilla y le obligó a levantar la mirada para encontrarse con unos ojos verdes que lloraban sin pudor. La chica ahogó un grito e intentó retroceder, a pesar de que los dedos del hombre eran auténticas garras.
Frente a ella, el árbol lloraba. La figura de una mujer cuyos pies se habían convertido en raíces, sus brazos y manos en ramas y su piel en corteza, gemía incontroladamente derramando lágrimas que caían y se perdían en la tierra removida. Otros llantos se unieron al suyo, y la muchacha escuchó a los árboles vecinos llorar con ella.
- Si no me ofreces tu fruto por voluntad propia, te transformaré en árbol y me los ofrecerás sin resistencia. Eternamente.- contestó el Duque.
Le agarró la otra mano, le sujetó ambas a la espalda con un brazo y le cogió la cara con la quedaba libre para besarla con violencia, mientras el coro de llantos en el jardín se hacía cada vez más fuerte e insoportable.

[Imagen por erilu]