miércoles, febrero 29

IASADE -99-

Mikäh la llevó a Italia por orden de los Sabios: a Cagliari, una ciudad en el sur del país y capital de la región autónoma de Cerdeña en la zona meridional de la isla de Córcega. Desde las alturas no era más que una insignificante mancha como todas las demás, irrelevante e intrusa en el verde primigenio del planeta, pero conforme las nubes se disolvían y quedaban a la cola de su estela veloz… la mancha se agrandaba y dividía con rapidez, como una enorme célula vibrante.
Los puntos indefinidos se convirtieron en edificios y los confusos trazos sin sentido en un entramado de carreteras que serpenteaba sobre la costa, ramificándose en torno al golfo e incluso sobre el propio mar, cuajado de muelles y barcos. Las casas eran de tonalidades pastel, marroncíneas, anaranjadas, blanquecinas, amarillentas, ocres, rosáceas… arracimadas de forma desordenada, apretadas entre sí, contrastando intensamente con el intenso color azul del océano.

El falso ángel aterrizó haciendo equilibrismos sobre la punta de una veleta plateaba que coronaba el tejado rojo de una casa próxima a una plaza con una pequeña iglesia. Un grupo de niños jugaba al fútbol bajo la mirada desaprobadora de tres ancianas vestidas de negro que descansaban en un banco junto a la entrada del templo y una pareja de turistas que, con gorros para proteger sus cabezas del sol, rodeaban la casa con ojos clavados en un mapa de la ciudad. Se respiraba allí un agradable aroma a sencillez y humildad.

- No está mal, ¿eh? No puedes quejarte de que los Sabios no te manden a sitios bonitos.
- No, sobre eso no puedo decir nada.- admitió, contenta.- Bueno, vete. Te llamaré cuando acabe.
- Eres muy antipática cuando quieres.
- No me seas crío, las normas son las normas.
- Las normas te las puedes saltar, están para eso.
- No, no puedo. Necesito estar sola para esto. Tranquilo, no voy a meterme en problemas.
- ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo.
- ¿Me lo garantizas?
- Sí.
- ¿Me lo juras…?
- Que sí, pesado. Adiós.

Mikäh rió, le revolvió el pelo con ternura y alzó el vuelo de regreso a la Capital.

Y cuando lo perdió de vista, respiró más tranquila. Mikäh no le molestaba en absoluto: era su confesor y el único con el que podía hablar de sus problemas. Aparte, era su amigo y sentía por él algo muy fuerte que no quería pararse a examinar con detenimiento. Pero elegir un usuario era una tarea que debía hacer sin ayuda de nadie, sobre todo ahora que era consciente de que la conexión entre sus usuarios y la vida de Cassidy era una certeza real; había tenido mucho tiempo para pensar sobre ello y las semejanzas eran claras, lejos de simples casualidades.

Observó a Cagliari con los ojos entrecerrados, intentando averiguar a simple vista qué relación guardaba con ella. La Coruña era la ciudad donde Cassidy se había mudado con Michael al dejar su hogar, Nueva York era el lugar que la vio nacer y Belice era el sitio al que se había marchado su madre cuando ella no quiso acompañarla.
Porque, tras los recientes descubrimientos y el tiempo que había dedicado a repasar todos los datos que tenía, había descubierto que la señora Gwen había sido su madre. La madre de Cassidy.
Sara, su primera usuaria, había perdido a alguien muy importante para ella y Cassidy había perdido a Michael por culpa del cáncer. Los padres de Samy estaban divorciados y en malos términos, y los padres de Cassidy también lo habían estado. Olli deseaba reencontrarse con su hijo y Cassidy, aunque abandonó a su madre para irse con Michael en vez de seguirla a Belice, también anhelaba un reencuentro. El Sueño de Claudia era ser madre, al igual que el de Cassidy.

¿Qué tendría en común con su próximo usuario?

martes, febrero 28

Escudos

La niña espiaba a través de la estrecha rendija, conteniendo la respiración y completamente inmóvil. No veía mucho, en realidad. Más bien casi nada. El resplandor cálido del sol se dejaba caer por el tragaluz del techo, iluminando la habitación y al paciente, que estaba oculto a sus ojos por un vestidor de tela blanca y estructura de madera. Sólo sus pies, descalzos, y la mitad del cuerpo de su madre sentada en la silla e inclinada hacia delante eran los datos visuales que podía captar desde su posición.
Resopló ligeramente, para no hacer ruido, y miró a su alrededor buscando algo que pudiera servir a su fin. No podía entrar, porque tenía prohibido interrumpir las sesiones de su madre mientras trabajaba, pero se moría de curiosidad. Para ella, aquel trabajo era una ciencia tan maravillosa como misteriosa, desconocida y completamente incomprensible. Le había preguntado a su madre al respecto muchas veces, por supuesto. Hasta la saciedad. Ella la cogía entre sus brazos, le peinaba el cabello con las manos y se lo explicaba lo mejor que sabía.
Todas las personas tenemos una barrera, cariño. Todas las barreras son diferentes... cambian en grosor, tamaño, fragilidad... pero tienen en común el mismo objetivo: protegernos. Preservar nuestro mundo dentro de nosotros mismos, conservar nuestra identidad cuando nos relacionamos con otras personas. Si vas a oscuras por una habitación llena de gente, puedes detectar la cercanía de otros sin ver y sin llegar a tocar a nadie. ¿Por qué? Porque rozan nuestra barrera y los sentimos. Es... parecido a un escudo, aunque hay quienes la usan para apartar a los demás o para no dejar que los sentimientos ni las emociones las traspasen. No hay que encerrarse en la barrera, pero algunos acaban atrapados en ella. Hay veces que esas barreras se rompen, mucho, poco o del todo, y es entonces cuando la gente acude a mí. Soy médico de barreras. Las arreglo cuando se estropean, las coso cuando se rajan, les pongo parches si es necesario. Pero no puedo aliviar su dolor cuando duelen ni cambiar su naturaleza, y hay roturas que no tienen solución...
Un breve maullido a su espalda la hizo girarse. Pirata, su gato, se había subido a la estantería y jugaba mordisqueando las virutas de hilo que adornaban las cuatro esquinas de uno de los tapetes favoritos de su madre, de color púrpura aterciopelado. La niña se levantó, se frotó las doloridas rodillas con las manos y se acercó a la estantería, mirando desde abajo al gato que le devolvió la mirada con descaro y continuó masticando.
- Pirata, bájate de ahí. A mamá no le gusta que hagas eso.
La niña estiró la mano para tocarlo y el animal, juguetón y travieso, intentó arañar y mordisquear también los dedos de su mano.
- No.- le dijo, con autoridad.- Baja.
Pero Pirata, creyéndose parte de otro juego más entretenido, se revolcó sobre el tapete moviendo la cola exageradamente de un lado a otro sin hacer caso de las indicaciones de su ama. Con la cola, sin querer, rozó una copa de cerámica pintada que había en la esquina de la estantería. Y la copa, sin quererlo tampoco, se balanceó peligrosamente hasta caerse de la batea.
La niña intentó alcanzarla, pero no fue lo suficientemente rápida, y la copa se estrelló en el suelo haciéndose añicos. El ruido, agudo y tintineante, asustó a Pirata, que bufó sorprendido y saltó de la estantería al suelo para escaparse como un rayo de cola erizada a través de la rendija de la puerta del despacho de su madre.
En un alarde de inspiración, así como de preocupación por dar las explicaciones pertinentes a su madre, la niña corrió detrás del gato. No inconscientemente, como más tarde alegaría, sino con toda la intención. Empujó la puerta y entró en el despacho sin querer pensar en las consecuencias.
La silla de su madre protestó contra el suelo cuando ésta se levantó de golpe. Dentro del vestidor, que era amplio, había una camilla de aspecto confortable, y sobre ella una muchacha que se apresuró a tapar su desnudez. Aún así, la niña alcanzó a ver la palidez de su piel, casi desvaída y transparente, el color rosáceo de sus pechos y el ángulo oscuro entre sus piernas. Y aquello encendió un intenso rubor en sus mejillas. La chica parecía desolada, triste y sola. No porque diera la impresión de tener un carácter solitario, sino porque a la niña le pareció la persona más sola que había visto nunca, como si no tuviera amigos ni familia. Como si su madre y ella fueran las primeras personas que había visto en toda su vida. Bajo el foco de luz solar, parecía a punto de desvanecerse, de fundirse con la propia luz y desparecer.
Le entraron ganas de llorar, y al parpadear para espantar las lágrimas acumuladas reparó en su madre. La desolación que mostraba la paciente había eclipsado toda su atención.
- Fuera de aquí ahora mismo.- sus ojos ardían, con una mezcla de emociones que la niña no supo identificar.
- Pero Pirata...
- Olvida a Pirata y vete ya.
La niña cabeceó y retrocedió torpemente hasta salir de la habitación y cerrarla. Apoyó la espalda en la puerta y se tapó la boca con las manos para ahogar el llanto desenfrenado que la embargaba.
Nunca había llorado con tanta fuerza, nunca había se había sentido tan triste. Hasta aquel momento no conocía el verdadero significado de soledad, vulnerabilidad, tristeza y miedo.

[Imagen por Mefitica]

miércoles, febrero 22

IASADE -98-

- Vaya, vaya... Cuánto tiempo, ¿no?

El ver al Ángel frente a ella le arrancó una sonrisa involuntaria y sin poder frenarse, casi se lanzó sobre él al abrazarlo. Su contacto le sorprendió, y por un segundo creyó que Ael había desaparecido y que estaba abrazando a la nada. Su esencia era tan sutil que pasaba desapercibida con pasmosa facilidad, tanto que era necesario concentrarse en ella para sentirla. Era fresca y olía a algo que le era imposible categorizar. Tal vez a conciencia limpia y tranquila. Aprovechando su asombro, el Ángel se le escapó de las manos apartándose un poco.

- Lo siento.- se disculpó ella.- Me ha salido solo, perdona si te ha molestado.
- No hay nada que perdonar, no te preocupes.
- ¿Dónde has estado? Mikäh me dijo que los Sabios te enviaron a una misión, pero no me contó más. ¿Era alto secreto?
- En realidad no, pero no quería que te inquietaras y desviaras la atención de tu labor. Fui a buscar a aquella Diablesa, Satzsa. Quería quitarla de en medio, representaba una amenaza demasiado peligrosa.

El agradecimiento y el no saber qué decir le arrebataron las palabras, por lo que no pudo más que asentir con la cabeza.

- Ya es un problema menos.
- Y... ¿aquella Nocturna...?- Amiss era incapaz de nombrarla debido al terror que le inspiraba.
- La herí, pero consiguió escapar. De todas formas no creo que vuelva, la dejé bastante debilitada.
- Gracias.
- No tienes que dármelas... aparte de por ti, lo hice para proteger el equilibrio. Tu tarea es imprescindible.
- Ya, lo sé.
- ¿A dónde ibas tú, por cierto? ¿No deberías estar ya abajo otra vez, buscando a tu próximo usuario?
- No sé... iba a dar un paseo. Sin rumbo.
- Te acompaño.


Amiss no quería contarle a Ael lo que le sucedía. Mikäh era un alma blanca igual que ella (aunque con rango superior) y a pesar de ser conocedor de su secreto no tenía por qué contárselo a nadie. Ael, sin embargo, era un Ángel; uno de sus superiores que por obligación debía un parte exhaustivo a los Sabios. Si él se enteraba, Ellos lo acabarían sabiendo y Amiss no quería ni imaginar cuales podrían ser las consecuencias. El Ángel la llevó al Mirador, que estaba de camino a las Esferas, justo por debajo de la Cima. No era lo más alto de lo más alto, pero poseía unas vistas preciosas y exactas de toda la Capital, que debajo de ellos se extendía en círculos concéntricos y cónicos en una gama de colores resplandecientes oscilantes entre blanco, gris, azul, y todos los colores propios del atardecer y el amanecer aunque velados por la palidez. El viento, allí más fuerte, le peinó el cabello hacia atrás.

- Cuéntame qué tal te ha ido con el último usuario.- pidió Ael.
- Bien, aunque al principio me resultó muy complicado posicionarme cerca de Claudia. Era una mujer joven cuyo Sueño era ser madre, pero no estaba del todo segura. Madre soltera, porque aunque a pesar de que el padre de la criatura se había negado a hacerse cargo, ella no quería abortar. Tenía miedo por su bebé... Ella tenía sida y no quería que su hijo lo heredara también. Una vez que me hube acercado le costó confiar en mí, pero después de haber traspasado esa barrera todo fue mucho más sencillo.
- Mikäh te ayuda bastante, imagino.
- Ya sé que yo sola no me manejo muy bien, pero no tienes que sacarlo a relucir a la mínima oportunidad.- le recriminó ella con un mohín.
- Me refería a que os lleváis bien.
- Ah. Bueno, sí. Me chincha casi más o igual que tú, pero... pero me siento bien a su lado. No sabría decirte por qué.
- Estupendo, porque no voy a volver a ocuparme de la supervisión de tus tareas. Mikäh se ocupará de eso hasta que acabes.
- Pero...
- No te preocupes, de todas formas os echaré un ojo a los dos de vez en cuando. Él parece casi tan cabeza loca como tú, aunque bastante más capaz.
- Gracias.- musitó ella con ironía.
- Deberías de volver a bajar, no debes perder tiempo.

Amiss evitó la mirada añil del Ángel, aunque sabía que era inútil. Ael podía leer sus emociones como en un libro abierto y las mentiras, o los rodeos, no servían de nada a la hora de querer ocultar algo. Aun así, él ignoró deliberadamente su reticencia a hablar y no la incomodó con preguntas al respecto. Algo más serena, asintió con un gesto.

- Sí, tienes razón. No debo demorarlo más. Buscaré a Mikäh para que me lleve.
- De acuerdo. Ten cuidado... y ya nos veremos.
- ¡Más te vale!- le gritó ella, cuando Ael saltó desde la barandilla del Mirador con las alas todavía plegadas al cuerpo.

lunes, febrero 6

Bestia

La bombilla de la mesita zumbaba, y la luz vibraba al mismo tiempo que ella. Era un sonido persistente y molesto al que se ya se habían acostumbrado, aunque su desagradable brillo ínfimamente epiléptico todavía inducía al ojo a un tic muscular de vez en cuando y a migrañas con algo más de probabilidad.
La chica apartó la vista del programa de televisión al que no estaba prestando atención para echarle otro vistazo inútil a la pantalla de su teléfono móvil. Suspiró con resignación.
Su hermana mayor, cómodamente hundida en su hueco del sofá y comiéndose un plato de canelones pre-cocinados, la miró de reojo con los carrillos llenos.
- ¿Qué te pasa?
- Me duele la cabeza por culpa de esa mierda de lámpara. A ver cuándo la cambias.
- Espérate a que cobre. Y si no puedes, cámbiala tú.
Ella se limitó a gruñir.
- ¿No vas a cenar?
- No tengo hambre. Este calor me cierra el estómago.
- Ya.
El televisor siguió emitiendo sonido e imágenes delante de ellas sin ninguna de las dos le hiciera mucho caso. A través de las puertas abiertas del balcón, se coló el estallido de un petardo que algún niñato del barrio había lanzado no muy lejos del portal.
- ¿Y tu chaval?
- ¿Qué chaval?
- Que me haga la tonta no significa que lo sea, Silvia, y llevas todo el día mirando el móvil. Además, ayer me dijiste que pasarías la tarde y la noche fuera, y ya son las diez y no pareces tener intención de largarte.
Silvia le dio vueltas al teléfono en la mano, distraída, como si no la hubiera escuchado y volvió a suspirar.
- No va a venir al final.
- ¿Por qué?
- Se le ha pinchado una rueda al coche.
Su hermana se rió, con una carcajada explosiva que amenazó con expulsar de su boca los canelones masticados y que sonó más fuerte que el petardo de minutos atrás. Silvia frunció el ceño, irritada.
- Yo no le veo la gracia.
- Oh, cariño... pues la tiene, de verdad...
- ¿Y me podrías decir dónde?
- En ti.- contestó, y puso el plato de canelones en la mesa baja que se interponía entre ellas y la televisión. Se giró para observarla, todavía sonriendo.- Eres tan ilusa que no sé si me resultas adorable o... - dejó la frase inacabada, apoyando el codo en la rodilla y la barbilla en la palma abierta de su mano. No dejaba de sonreír.- ¿Realmente te has creído esa mentira?
- ¿Mentira? ¿Y por qué debería de ser una mentira?- Silvia empezó a sentir que se acaloraba de más, que el rubor subía por sus costillas contando los peldaños hasta llegar a sus mejillas.
- Es una de las mentiras más patéticas que he escuchado nunca. Vamos, cariño... ¿se le ha pinchado una rueda? ¿No tenía recambio?
- Se le ha pinchado la otra también.
Su hermana se carcajeó de nuevo, con más fuerza. Silvia, indignada, se puso de pie dispuesta a marcharse de allí.
- Por Dios bendito... ¿acaso viene desde la zona norte de Portugal?
- Pues casi. Viene de Galicia.
- ¡Peor me lo pones! ¿ Y con un viaje así de largo por delante crees que no ha revisado el coche antes de salir?
- Los accidentes ocurren, Miriam.
- En serio... ¿qué probabilidad hay de que se le pinchen dos ruedas en el mismo día?
- Cuestión de mala suerte.
Miriam dejó de sonreír, abriendo los ojos de par en par. Casi con miedo.
- ¿Hablas en serio?
- ¡Claro que sí! ¿Qué puñetas te pasa?
- Por Dios santo... sigues creyendo en el ser humano... -meneó la cabeza, tristemente.- Silvia, la gente es mala.
- Hay gente mala y gente buena. ¿A qué viene eso?
- A que ese tío se está riendo de ti y está jugando contigo como le da la gana y tú te niegas a darte cuenta. Las personas son crueles y muchas veces se aprovechan de los demás, o simplemente se divierten manipulando a otros y viéndolos sufrir.
- Y también hay gente buena. Tú, yo...
- No, cielo. Yo no soy una buena persona.
- Claro que lo eres, no digas chorradas.
- Si le intercambio el correo a María, la del primero, con el vecino del cuarto no es por error o descuido, sino porque me divierte ver la alarma de esa viuda cuando el señor del piso de arriba ve su correspondencia del servicio de contactos. Si pongo la radio tan sumamente alta en esa emisora de mierda no es porque me guste la música, sino porque sé que al de al lado le gusta todavía menos que a mí. Y si lo hago por venganza es porque él, primeramente, aprovecha la mínima oportunidad de saludarme para decirme entre líneas que soy una zorra. Hace dos noches, en el bar, la otra camarera se quemó parte del pelo sin querer tratando de hacer una queimada. Y yo me reí y me alegré de su desgracia porque odio que la muy puta me quite a los pocos clientes guapos que tenemos, metiéndose por delante y apoyando las tetas sobre la barra.- suspiró, avanzó hasta su hermana pequeña y le dio un abrazo.- No te engañes, cariño. Muy pocas personas tienen esa bondad en la que crees.
- Tú no eres mala persona.- insistió Silvia con terquedad.- Eres buena conmigo, aunque a veces te comportes como una cabrona sin corazón.
Miriam volvió a reír, y le dio un beso en la frente.
- Y ese tío sólo busca tenerte en la palma de su mano. Deberías dejar de leer cuentos de hadas y de buenas personas y abrir los ojos a la asquerosa realidad que tenemos delante.

[Imagen por NegativeFeedback]

sábado, febrero 4

IASADE -97-

AMISS


Se encontraba en mitad de una multitud aglomerada, que inundaba la calle en un cauce continuo hacia arriba y abajo. A su lado había una muchacha que ya era tan familiar para ella como su propio reflejo, y frente a ambas había un escaparate. Detrás del cristal, la ropa de bebé permanecía expuesta como un arco iris de colores, como una hilera de golosinas: pequeñas y apetecibles. Botitas, gorros de lana, abrigos y jerseys de aspecto achuchable. La chica se giró al sentir que le apretaban la mano, para observar al joven que la miraba entre curioso y sonriente.


- ¿Sientes la llamada de la maternidad?
- No te rías de mí.
- No me río.
- Ya sabes que siempre he soñado con ser madre... Aparte de ser precioso, siento bastante curiosidad acerca de cómo sería una mezcla entre tú y yo.- dijo, dándole un codazo. Tras un momento de duda, preguntó.- ¿A ti no te hace ilusión?
- ¿Qué pregunta absurda es esa? Sabes de sobra que sí.
- Ya... pero me refiero a un futuro próximo. Muy próximo.


Amiss, al lado de la muchacha, contuvo la respiración mientras él se pensaba la respuesta, mirándola con seriedad.


- Venga, quítate la ropa ahora mismo y empecemos.
- ¡Idiota!- rió ella, pegándole en el brazo. Le dio un beso en el cuello y ambos siguieron caminando a través de la multitud.- Supongo que eso significa que estás de acuerdo conmigo.
- ¿Y ahora quién es la idiota? ¡Claro que sí!


La Mediadora sonrió de oreja a oreja, sincronizada con la chica y contagiada de su euforia.



La sonrisa se le quedó congelada en los labios después de abrir los ojos, tumbada encima de la cama.
Amiss suspiró, emergiendo con cierta dificultad de aquel extraño trance en el que se sumía cuando llegaban aquellas visiones. Observó muda el techo azul y se tapó la cara con las manos, llorando por dentro. Su alma se estremecía con el fantasma de las lágrimas humanas, vetadas para ella como otras muchas cosas. Se repetía a sí misma que se había acostumbrado, que lo había asumido de una vez... Pero no era del todo cierto y no merecía la pena seguir malgastando el tiempo el convencerse de ello.

Aquellas imágenes, que al principio por desconocimiento e ingenuidad había creído sueños no eran tales sino recuerdos. Recuerdos de su existencia pasada, de la vida de Cassidy, y de eso estaba más que segura. La amarga incertidumbre surgía de otras cuestiones, como el por qué para ella el proceso transcurría a la inversa o qué pecado había cometido para merecer penitencia así. La duda de si lograría renacer o no la acosaba en todo momento, enturbiándole el humor e interfiriendo en su labor como Mediadora. Y tenía miedo, un miedo atroz a recordarlo todo, a descubrir el final de su historia, a no renacer y a seguir existiendo con todo el peso de esas experiencias sobre ella. Ese miedo crecía y se intensificada cada vez más, porque los sueños aumentaban y Amiss presentía que el final no quedaba demasiado lejos.

Se ahogaba, y a pesar de haber encontrado refugio en la Capital para sus inquietudes veces atrás, en aquella ocasión no sentía paz alguna; no se sentía parte de un todo universal y equilibrado, sino prisionera y esclava de una verdad que se le escapaba por completo.

Para terminar su tarea como Mediadora ya le quedaba muy poco. Había cumplido el Sueño de Claudia y sólo le quedaban las Ambiciones y las Esperanzas. Y eso ya no la entusiasmaba tanto como antes, sino todo lo contrario. Se incorporó y permaneció de pie, inmóvil, antes de decidirse a salir de la celda.
Recordó el parto de Claudia. Nunca antes había presenciando algo más sorprendente, más mágico e increíble que aquello; el cómo una vida surge de otra, de las propias entrañas, de la propia materia física. Había sido niño, y se había llamado Pedro. No pudo evitar preguntarse qué alma había encarnado aquel bebé, nacido otra vez en el mundo corpóreo como un alma totalmente nueva. Como una hoja de papel en blanco sin una sola mácula de tinta. Al verlo, colorado, manchado y llorando mientras agitaba los brazos, Amiss le envidió.

Volvió a suspirar y abrió la puerta.

Gotas de color en blanco y negro

Al otro lado de los barrotes metálicos, la puerta permanecía cerrada. Un zumbido, constante e inquieto, bullía y la atravesaba como si estuviera hecha de papel, metiéndose dentro de las venas de los presos y envenenando su ritmo cardíaco con tensión y miedo. La luz marchita que se conseguía colar a través de las pequeñas ventanas superiores de la habitación se derramaba a gotas y desaparecía antes de tocar el suelo, dejando la sala gris igual de gris. Sólo dos prisioneros hablaban en murmullos y el resto no se atrevía ni a levantar los ojos del suelo, temerosos de ver algo inesperado en ojos de aquellos con los que compartían celda desde hace años. Todos sentían que algo se les retorcía y moría lentamente en su interior... sintiéndose también víctimas de una extraña y dolorosa impotencia al no saber reconocer qué era aquello que perdían. Ni siquiera la consternación de los propios guardias, apostados uno a cada lado de la puerta, servía como consuelo para su angustia.
Ninguno de ellos conocía la identidad del reo al que habían ocultado en la habitación. Tampoco los policías a los que habían dejado custodiando la entrada. La figura a la que había acompañado todo un escuadrón de soldados había sido cubierta por una sábana de los pies a la cabeza, como si ya estuviera muerto a pesar de andar y moverse por sí mismo.

De repente, se escucharon gritos. Unos gritos de espanto, de terror, frenéticos, seguidos del ruido de sillas al caer, de más gritos, farfullos sin sentido y coronados por un disparo que sumió la prisión entera en un silencio absoluto que no llegó a durar ni una milésima de segundo antes de que los gritos se reanudaran. Los presos se encogieron como niños asustados y las manos de los policías temblaron al sacar sus pistolas y empuñarlas con fuerza. La puerta se abrió de un golpe brusco, revelando la escena que se desarrollaba en su interior.
Tres de las cuatro sillas que rodeaban la mesa metálica habían caído de espaldas. Encima de la mesa había un rifle y a su alrededor cinco hombres. Tres de ellos estaban de pie, uno se agarraba la cara con las manos clavándose, sin darse cuenta, las uñas en la piel. El más alejado se mantenía completamente pegado a la pared intentando poner desesperadamente la máxima distancia entre él y el bulto que yacía desplomado sobre la mesa, frente al revólver, y el más entero señalaba el cadáver con un dedo. Otro permanecía sentado en el suelo, al lado de la puerta, tapándose los ojos, y el último se apresuró a levantarse y salir corriendo horrorizado de la habitación.
Los prisioneros se incorporaron, sin preocuparse que nadie pudiera prohibírselo, y se acercaron con pasos vacilantes para examinar mejor el bulto sobre la mesa. Estaba envuelto, parcialmente, por una sábana blanca.
- ¡¿Qué cojones es eso?! ¡¿Qué cojones es ese color?! ¡¡Que alguien me explique qué está pasando aquí!!
Pero por mucho que señalara, nadie era capaz de responderle.
La sábana ya no era del todo blanca. El hombre, pues era un hombre, se había desplomado sobre la mesa tras recibir un certero disparo en la frente. Y su sangre, en vez de manchar la sábana de negro, la había empapado de...
Los prisioneros retrocedieron, acobardados ante lo que veían. A más de uno se le escapó un grito y más de dos se giraron para apartar aquella imagen de su vista. Menos uno de ellos, que morbosamente fascinado dio un paso más hacia delante.
La sangre de aquel hombre era de un color nuevo. Un color intenso, brillante, caliente. Un color asombroso.
- ¡¡Tapen esa cosa!!- gritó el hombre señalador, apuntando con su dedo a uno de los policías.
El pobre desgraciado tragó saliva y elevó quedamente una plegaria al cielo antes de aproximarse para cubrir por completo el rostro del hombre muerto y la herida redonda de su frente, que no dejaba de manar aquella sangre tan vivaz.
Pero justo antes de que lo hiciera, el prisionero llegó a ver otra cosa mucho más increíble que el color extraño de la sangre. En el hombro del cadáver había un dibujo. Pero no un tatuaje en blanco y negro, o grises, como los que llevaba todo el mundo. No... el tatuaje de aquel infeliz era de colores nuevos. De muchos colores nuevos.
Se le puso la piel de gallina.