viernes, octubre 28

IASADE -91-

Cassia cerró los ojos y gritó mentalmente con todas sus fuerzas, en una vana invocación para Mikäh, o para el Ángel. Si quería quedar libre, tenía que decirle a Satzsa lo que esperaba oír.

- ¿De verdad?
- Claro que sí. La eliminaremos en un abrir y cerrar de ojos y nos largaremos de aquí, a donde tú quieras. Volveremos a Nueva York, o Japón. Donde tú digas.

Suspiró y se mordió la lengua justo antes de responder.

- Claro que sí... Lo estoy deseando. Es lo que llevo deseando desde hace mucho.

Era una mentira burda y descarada, tan arriesgada y peligrosa como haber confesado la verdad. Satzsa, sin embargo, asintió fervorosamente a sus palabras sin inmutarse.

- Lo sé, pequeña, y lo siento. Pero ahora podremos volver a estar juntas de nuevo.- respondió, con una sonrisa. Se inclinó sobre ella y le dio un beso en los labios manchados de tierra.- Luxor, desátala.
- Pero...- el Diablo vaciló, mirando a la Nocturna con extrañeza. Cassia giró la cabeza todo lo que pudo para dirigirle un vistazo de reojo, y supo que su mentira no había funcionado con él.- No... ¿Seguro que...?
- ¿Acaso no me has escuchado? Que la sueltes.
- Pero si está...
- ¡Suéltala, joder!

Los ojos del Diablo se contrajeron al encontrarse con los de Cassia mientras obedecía, reacio, las órdenes de Satzsa. Las ligaduras desaparecieron y, poco a poco, la sensibilidad regresó a ella acompañada de un ligero dolor en las articulaciones, otorgándole una libertad física precaria y temporal que no podía permitirse desaprovechar. La mente de la Nocturna trabajaba a toda velocidad, intentando asimilar lo que acababa de suceder: no comprendía porqué la Diablesa no se había dado cuenta del engaño. Con dificultad, apoyó las manos en el suelo y se dio impulso para ponerse en pie. Antes de que pudiera afianzar sus pies y su equilibrio, Satzsa la abrazó cálidamente, sin resquicio alguno de desconfianza, mientras Luxor, a su espalda, le enseñaba los dientes en una mueca hostil. Escapar no era viable; el Diablo estaba más que predispuesto a responder a sus movimientos y no dudaría en atacarla a la mínima oportunidad. Mientras esperaba refuerzos, su única esperanza de sobrevivir radicaba en seguir interpretando su papel para que Satzsa se mantuviera de su lado y así usar su influencia para contrarrestar a Luxor.

Estudió rápidamente el cielo, todavía en brazos de la Diablesa. Ya había amanecido, aunque el sol no se veía por ninguna parte. Nubes cargadas de más lluvia se movían pesadamente empujadas por el viento, y era poca la luminosidad que lograba abrirse camino entre las ramas y hojas de los árboles perennes. Satzsa la soltó, le sujetó la cara entre las manos y volvió a besarla en la boca, con más intensidad. Aquello le pareció más doloroso e insoportable que la inmovilización a la que la había sometido Luxor, y al escuchar el bufido de éste deseó que la Diablesa no percibiera la repulsión que le inspiraba.

- Sé que tienes a la luciérnaga fichada.- dijo Satzsa, guiñándole un ojo.- Te vi antes merodeando cerca de ella. Ve tú primero, nosotros te seguimos.
- No sé si es buena idea hacerlo justo ahora. La luciérnaga no está sola... el Ángel, y...
- Somos tres contra dos, porque Amiss no cuenta. El palomo es cosa mía, Luxor se ocupará de la otra alma blanca y podrás dedicarte exclusivamente a la gota de leche. No nos esperan, contamos con el factor sorpresa.

El miedo le dio un latigazo por dentro al oír la referencia a Mikäh, y Luxor sonrió deleitándose con su temor. El Diablo sacudió su rabo de reptil y se relamió los labios. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no dejarse dominar por el pánico y sonreír a Satzsa.

- Por supuesto. Ella es mía... solo mía.
- Desde luego, pequeña, no se me ocurriría estropearte tu momento. ¿Vamos?
- Sí, Cassia...- dijo Luxor, aproximándose a ellas y agarrándole un brazo con fuerza sin que la Diablesa lo viera.- Me muero de ganas por despellejar a ese ángel falso de mierda. Seguro que te encanta verlo, ¿verdad?

Reviviendo aquel momento de debilidad, en el callejón al matar al vagabundo, sus manos volvieron a actuar sin pedirle permiso, acudiendo involuntariamente a Corazón como si respondieran obedientemente a la llamada silenciosa de la espada. Se soltó de Luxor y en un movimiento fugaz empuñó su arma, saltó por encima de la cabeza del Diablo para colocarse a su espalda, y se la atravesó de parte a parte con el filo ardiente de Corazón. Él rió sin alegría.

- Mira que eres estúpida, Nocturna. Si es que se te puede llamar así... porque es un apelativo que no te mereces. Descubres tu tapadera y encima me atacas, a sabiendas de que no me puedes destruir.
- ¿Cassia...?- preguntó Satzsa, parpadeando perpleja.- ¿Qué haces...?
- ¡Te ha mentido! ¡Y tú eres tan imbécil como ella, porque no te has dado ni cuenta!- el Diablo giró la cabeza para mirarla y agarró el filo de Corazón con la mano, sonriendo cruelmente. Cassia ahogó un gemido jadeante, repelida por el contacto de Luxor sobre su arma.- En realidad tú no tienes toda la culpa de haberte desviado tanto de tu camino, teniendo por tutora a una Diablesa con instinto maternal... Lo que me faltaba por ver...

Cassia tiró de Corazón y la sacó del cuerpo del Diablo para apartarla de él. La katana brillaba rodeada de un halo incandescente, siseando a modo de protesta, como recién sacada de la forja.

- ¿Qué vas a hacer?- preguntó Luxor, sonriendo con desprecio.- Ya te he dicho que no puedes destruirme, por muy benigna que sea tu arma.
- Ella no puede... pero yo sí.

lunes, octubre 24

Los sueños mueren en la estación

Era difícil averiguar si la penumbra procedía de la noche o de las nubes de tormenta que, como una cortina azul oscuro agitada por el viento, ondulaba sobre el cielo dejando ver a ratos la luz, poco más clara, de la mañana que atisbaba tímidamente sobre el horizonte. La humedad de la atmósfera se adhería al paladar, vaticinando un chaparrón para el que se había dejado el paraguas olvidado en casa. Nadia miró las nubes y la puerta del edificio, alternativamente, dudando si volver a por él o no. Luego le dedicó una ojeada al reloj y echó a andar, arrastrando tras de sí la maleta, rogando que las gotas le concedieran unos cuantos minutos de ventaja.
Había llovido durante toda la noche y las calles estaban anegadas de charcos enormes, concentrados a menudo encima de las alcantarillas ahogadas por la tormenta. El agua gris estaba surcada por rastros multicolores de aceite, sobre el que navegaban parsimoniosamente las hojas broncíneas caídas de los árboles.
Al detenerse bajo la parada de autobús, las ruedas de su equipaje habían atropellado y destrozado ya unas cuantas.
El vehículo escarlata no la hizo esperar demasiado y se presentó pronto ante ella con las puertas abiertas y la calefacción encendida. El jirón del vaho que se le escapó de la boca desapareció en el instante en que subió los escalones para pasar su bonobús por la máquina, antes de cruzar el pasillo flanqueado de asientos vacíos hasta uno individual junto a la ventana. Se acomodó la maleta entre las piernas, pegándose al radiador plano, y el autobús se puso en marcha a tiempo de embestir las primeras gotas de lluvia. Nadia suspiró y observó de nuevo el reloj: el segundero bailaba al son de la música clásica que sonaba a través de la radio, bajo la semiesfera del artilugio.
A pesar de la acuciante sensación que la invadía y de su miedo a llegar tarde, por muchas vueltas y vueltas que diera el danzante segundero, el tiempo no parecía avanzar lo suficiente como para preocuparla. Todavía disponía de una ventaja temporal considerable antes de la hora de salida.

El autobús iba apagando las farolas en dirección a la estación, quitándole a los charcos de la carretera luces que reflejar aparte del rojo, ámbar y verde intermitente. La gente deambulaba bajo los paraguas abiertos saboreando todavía el último sorbo del café matutino, absortos en no desviarse de su acostumbrado trayecto marcado por un número exacto de pisadas, canciones de mp3 y por esas personas que como iguales, como vecinos de camino, les eran familiares por cruzárselos todos los días y ajenos por no haber intercambiado ni una palabra con ellos.
Para cuando Nadia bajó del vehículo, la lluvia había cobrado intensidad y amenazaba con ametrallearle las gafas. Salvó la distancia entre la parada y las puertas automáticas de la estación con una carrera resbaladiza y un traqueteo de ruedas mojadas sobre los adoquines hasta llegar a la parte cubierta de la entrada. Se detuvo y se sacudió las gotas que como perlas se habían quedado prendadas en la sudadera sin llegar a calar la tela, se ajustó bien el nudo del pañuelo en torno al cuello y se limpió rápidamente los cristales. Junto a la puerta, había un par de vagabundos todavía metidos en sacos de dormir, bostezando somnolientos al lado de botellas vacías de cerveza, que la miraron con ojos vidriosos, como fantasmas. O como si el fantasma fuera ella.
El ambiente dentro de la estación era más tranquilo y despejado de lo habitual; poca gente, abajo en las hileras de bancos, esperaba leyendo algún periódico, escuchando música, o calentando la silla en la barra de la cafetería. Nadia se quedó bajo el panel luminoso de llegadas y salidas, buscando el número de andén del que salía su autobús. Escuchó un tintineo metálico sobre el suelo y se giró para ver a un hombre, de ropa sucia y vieja, mal afeitado, arrastrando una correa de perro (pero sin perro), mientras buscaba incansablemente con la mirada a su alrededor. La muchacha tembló por culpa de un escalofrío que se le coló bajo la ropa y apartó los ojos de él.

Al salir al exterior advirtió que la tormenta había escampado un poco. De la lluvia de antes sólo quedaban unas pocas gotas errantes y perezosas, aunque pequeñas y frías como agujas. Las nubes en el cielo viajaban a toda velocidad, más rápidas que el segundero de su reloj, causándole mareo si andaba y miraba hacia arriba al mismo tiempo. El autobús ya esperaba a los pasajeros en el andén correspondiente y el revisor aguardaba a los pies de la escalera con gesto adusto y despierto. Nadia dejó su resfriada maleta en el compartimento del equipaje y se acercó al hombre, billete en mano, con el escalofrío de antes todavía enganchado debajo del jersey.
El revisor comprobó religiosamente su nombre y su carnet de identidad con la lista de pasajeros y le permitió subir haciéndose a un lado. La joven, mucho más calmada, entró buscando el número de asiento en las ventanas del vehículo. Antes de localizarlo ubicó a unas cinco personas ya acomodadas en el autobús, todas ensimismadas en sus propios asuntos: una señora mayor ojeaba una revista, un chaval de su misma edad tecleaba algo en su blackberry, una madre y su hijo hablaban en voz baja, un hombre trajeado encendía un ordenador portátil y una adolescente se repasaba el pintalabios con la ayuda de un espejo de mano. Nadia se sentó, se quitó las gafas para volver a limpiarlas y se dispuso a esperar.

El tiempo parecía haberse quedado dormido dentro de la semiesfera del reloj, ajeno totalmente al baile del segundero. Los minutos pasaban y pasaban y la hora no parecía estar más próxima a la salida del autobús. A través de la ventana, Nadia vio al revisor alejarse en dirección a la cafetería de la estación y al poco rato, el hombre del portátil le siguió sin decir nada.
La muchacha se quitó el pañuelo y lo guardó en el bolso. Una ráfaga de perfume penetrante la incitó a levantar la cabeza para darse cuenta de que la señora mayor, sentada un par de filas por delante de ella, también se había marchado. Entrecerró los ojos para escudriñar más allá del cristal y vio que el cielo se había ennegrecido tapando los huecos de azul temprano y que los bancos de espera de la estación estaban vacíos.
Nadia abrió el bolso y sacó el móvil para comprobar que la hora de su reloj era correcta. La madre, cogiendo de la mano a su hijo, se levantó de su asiento y bajó del autobús entre murmullos.
Un extraño desasosiego empezó a apoderarse de ella, como si el escalofrío anterior se le hubiera introducido en la columna vertebral envenenándole el cuerpo con una intranquilidad viscosa. Giró la cabeza hacia atrás y se dio cuenta de que sólo la chica del pintalabios quedaba en el autobús, rebuscando en la mochila morada que tenía en el regazo.
Nadia se esforzó por calmarse y volver a respirar con normalidad. Se llevó los dedos a las sienes y se las masajeó con suavidad, cerrando los ojos para serenarse. Lo primero que vio al abrirlos de nuevo fueron los tacones azul eléctrico de la chica cruzando la línea de las puertas automáticas y perdiéndose de vista.

Su ritmo cardíaco empezó a danzar al ritmo del desesperado segundero al descubrirse sola no sólo en el autobús, sino en toda la estación. Se puso en pie con dificultad, ya que el cuerpo no le respondía, y avanzó con pies de plomo hasta la escalera del vehículo... sin atreverse a bajar el último escalón.
El viento ululaba con pena, ahuyentando a las palomas y gorriones mañaneros que dormitaban sobre las vigas del techo, haciendo volar a las hojas de periódico sueltas y esparcidas por el asfalto húmedo y brillante. Los demás autobuses parecían llevar siglos abandonados en aquellos andenes desiertos.
Delante de ella, su maleta la esperaba sobre la acera.
Y frente a sus ruedas forradas de hojas pisoteadas, yacía la correa metálica del perro inexistente.
Un soplo de aire tibio le acarició la nuca.

Despierta.

[Imagen por Chema Madoz]

martes, octubre 18

IASADE -90-

Confiando en estar siendo vigilada por Ael o Mikäh, Cassia se dirigió a las afueras de la ciudad con la intención de alejar a la Diablesa de Amiss tanto como le fuera posible. Eligió un bosquecillo frondoso apartado de las carreteras principales que comunicaban la capital con las aldeas y pueblos cercanos, de tupidos abetos, sombrío y húmedo.
Después de detenerse, no pasaron ni cinco segundos antes de que Satzsa hiciera su aparición delante de ella. El fuerte olor a lluvia, más intenso por haberse quedado impregnado en la vegetación circundante, disfrazó completamente la fragancia a podredumbre y maldad que la caracterizaba. Cassia se agazapó sobre la hierba, sintiéndose algo aliviada y más segura al notar la tierra mojada bajo sus pies y manos, lista para defenderse en caso necesario. La Diablesa no hizo ademán de ocultarse o de pillarla desprevenida, sino que se abrió paso entre los árboles con andares despreocupados, provocativos, exhibiendo una sonrisa radiante. Hermosa y atemorizante a un mismo tiempo, grandiosa. La Nocturna se estremeció ante su sonrisa fría y desapasionada. Entreabrió los labios y observó el terreno que las separaba, se aproximó a ella contoneando las caderas con un suave balanceo seductor. Cassia tuvo que hacer acopio de voluntad para mantenerse clavada en el sitio y no retroceder ante su avance.

- Esperaba poder alabar tu buen aspecto, pero tienes una imagen espantosa, pequeña.
- Lástima que yo no pueda decir lo mismo de ti.
- No seas aduladora, Cassia.- murmuró, a pesar de ser evidente la satisfacción con la que había recibido el comentario.
- No lo soy... realmente lamento verte tan pletórica.
- Vaya.- dijo Satzsa con voz contenida, chasqueando la lengua.- Hubiera deseado poder hablar un poco por las buenas antes de ir al grano, pero ya veo que no estás por la labor.

Antes de que pudiera reaccionar, Cassia sintió que unas ligaduras la inmovilizaban sujetándola fuertemente por las muñecas y los tobillos, apretando su cuerpo contra el suelo y haciéndole tragar tierra húmeda. Aquellas ataduras, grises y sinuosas, adormecían su cuerpo allí donde lo tocaban, entumeciéndolo y callándolo por completo. Gritó y se revolvió intentando liberarse, cuando una risa familiar interrumpió su concentración. Vio unas botas negras y sucias y después la cara risueña de Luxor, que le escupió el humo de un cigarrillo a la cara.

- Cometiste un error al pensar que él podría ser tu aliado. Debiste darte cuenta de que no puedes engañar a nadie, por muy bien que sepas fingir.
- Ni siquiera ella misma es consciente de lo defectuosa que es.- comentó el Diablo, incorporándose.
- Yo creo que sí lo es.- dijo Satzsa, agachándose a su lado, para mirarla a los ojos. El cabello leonado ondeaba como una bandera flamígera agitada por el viento de tormenta. Le acarició la frente y le apartó el pelo.- ¿Verdad, pequeña? ¿Por eso escapas de mí? Eres poco más que una sombra de lo que eras antes, pero... no tienes que avergonzarte, ni preocuparte, porque yo tengo la solución. Puedo conseguir que todas tus dudas desaparezcan.
- ¡Suéltame!
- No puedo. Sé que huirías y no quiero hacerte daño.

Cassia gruñó, retorciéndose. Las ligaduras la desposeían de toda sensibilidad y fuerza, y cada vez le resultaba más difícil sentir y mover su propio cuerpo, que no le respondía.

- Esto no es más que algo pasajero. Te voy a contar mi plan... estoy segura de que te va a encantar.
- ¡Que me sueltes, joder!
- Luxor.

El Diablo se acuclilló y le agarró el cuello con las manos, asfixiándole la voz.

- Sé que te has sentido atraída, en cierto modo, por esa luciérnaga. Es normal, dado que por naturaleza es tu enemiga y contraria, y el fallo ha sido mío por desatender tus instintos. Pero podemos arreglarlo. Podemos destruirla, las dos juntas. ¿Qué dices, Cassia? Si Amiss deja de existir, serás libre.

La Nocturna sabía que, meses atrás, aquellas palabras habrían sido música para sus oídos y que no habría pensado su respuesta ni un segundo. Pero ahora... todo era distinto, porque ella era distinta. Su odio por Amiss era la única constante natural en su existencia, una permanencia que necesitaba para no perder el juicio completamente y para poder mantenerse en el mundo de la Oscuridad, aunque fuera de puntillas sobre un límite que apenas estaba definido ya. Si lo perdía, se quedaría vagando en mitad de ninguna parte, para siempre.
También entraba en juego su otra constante: Mikäh y la promesa que le había hecho. Satzsa estaba convencida de que su obsesión por Amiss era la debilidad que la había corrompido... y aquel era el único motivo por el que no la había destruido ya. La Diablesa la observaba con algo muy cercano a la angustia mientras ella se debatía en vano, torturada por la inmovilidad e insensibilidad. Le hizo un gesto a Luxor para que la dejara hablar.

- ¿Eh, pequeña? ¿Quieres? Podemos ir a por ella ahora mismo, sólo tienes que decir que sí.

lunes, octubre 17

Metamorfosis obligada

Las hojas caen en otoño y alfombran las calles para las cientos de botas mojadas que pisan las aceras en invierno. En primavera, la vegetación renace de la noche a la mañana; los capullos explotan, las flores se abren sonriéndote y contagiándote el alma con sus colores, perfumándote las manos y el cabello. Las orugas se metamorfosean en bellas mariposas de existencia efímera.
La joven apartó la mirada de sus propios ojos reflejados en el espejo y giró la cabeza para observar el cristal empapado sobre el que se estrellaban las gotas de lluvia, escandalosamente, antes de caer dejando rápidos surcos de agua sobre la superficie. Ella suspiró, cabizbaja. El grifo goteaba persistentemente, el lavabo estaba mojado y las lágrimas le emborronaron la vista antes de desaparecer alejadas con rabia por el dorso de su mano, al igual que la lluvia transformaba las luces en manchas amorfas encima de la pequeña ventana del cuarto de baño. Al notar que el labio inferior le temblaba se lo sujetó con los dedos, para darle calor y que no tiritara.
Haciendo acopio de valor levantó la mirada para enfrentarse a sí misma, a sus ojos marrones, otra vez.
Pero no era primavera.
Y si quería una metamorfosis tenía que crearla ella misma.

La mano vaciló al coger las tijeras, que de repente parecían pesar una tonelada. Por debajo del repiqueteo de la lluvia, al otro lado de la pared, se escuchaba la música pop de su hermana, ajena a su indecisión en su mundo burbuja de primero de bachillerato. El móvil, junto a la jabonera, permanecía mudo, tentándola a cogerlo y a revisar los registros de las últimas llamadas y mensajes recibidos. Con otro suspiro, más forzado, cogió de nuevo las tijeras.

"Un centímetro por todas las veces que te dije te quiero. Otro por todas las veces que me lo dijiste tú a mí. Uno por todas esas noches en vela sin poder dormir debido a la emoción y los nervios. Otro por esos largos momentos mirándonos a los ojos sin decir nada, pudiendo apreciar mi propio reflejo en tu mirada. Uno por todos los jadeos gritados mientras hacíamos el amor y otro por todas las veces en las que lloré de felicidad. Uno por todos los momentos en los que me sentí la mitad de un todo contigo. Otro por todas las promesas y juramentos.
Un centímetro por todas las mentiras que me dijiste. Otro por todos los aspectos que tuve que cambiar de mí para facilitarte las cosas. Uno por todas las discusiones. Otro por todos los llantos a escondidas. Uno por la desconfianza y otro por la culpabilidad inmerecida. Uno a mí salud, por lo estúpida que he sido. Otro por lo mal que te has portado conmigo. Y el último, porque lo que más te gustaba de mí era mi pelo largo."


Alguien llamó a la puerta con impaciencia y entró sin esperar una contestación. Su hermana pequeña, con un auricular puesto y el otro descolgado, la bufanda mal colocada alrededor del cuello y los cordones de las zapatillas sin abrochar.
- Oye, ¿tienes tú por casualidad mi lápiz de...? - la chica calló de repente, mirándola con los ojos abiertos de par en par y expresión de espanto.- ¿Te has cortado el pelo?
- ¿Tú que crees?
- Mmm... ya veo. Pues... no te queda mal.
- ¿Y a qué viene esa cara de susto, entonces?
- Tía, estás rara, creo es la primera vez que te veo con el pelo corto. Bueno, que te iba a decir yo... mi lápiz de ojos.
- No sé dónde está. Largo.
- Pero...
- Que te pires.

La joven empujó a su hermana fuera del baño y le cerró la puerta en las narices. Regresó frente al espejo pero no se atrevió a mirarse a sí misma. En su lugar, centró su atención en los mechones de pelo cercenados, que yacían sobre el papel de periódico completamente inertes. Ya no jugarían a ser banderas en el viento, no cambiarían de tonalidad con la luz del sol, no serían peinados, trenzados ni acariciados nunca más, ni atraparían las pequeñas hojas de otoño que caen ahora de los árboles.
Cada uno de ellos simbolizaba algo que necesitaba dejar atrás, y al suspirar otra vez se sintió mucho más liviana.
Casi como si flotara.
Como si se hubiera metamorfoseado en una mariposa.

[Imagen por hparker07]

IASADE -89-

El aroma almizcleño, caliente y peligroso de la Diablesa saltaba de una corriente a otra, dejándose transportar libremente por el aire, viajando traviesa y despreocupadamente. Cassia lo aspiró hasta llenarse de él, intentando adivinar las intenciones de Satzsa en aquel rastro que parecía haber dejado a propósito para anunciar su llegada. Aquel aviso tan obvio implicaba el deseo de un reencuentro, por lo menos cordial, con miras de diálogo… pero la Nocturna no sabía si confiar en las apariencias. La Diablesa sabía que algo había cambiado en ella, pero Cassia dudaba que llegara a imaginar el alcance de ese cambio. Era muy posible que Satzsa pensara que con una conversación amistosa y recuerdos nostálgicos conseguiría atraerla a su lado de nuevo. O tal vez se tratara de una trampa.

El sol apareció repentinamente entre las nubes, dibujando un arco de colores al atravesar con sus rayos de luz las gotas de agua. Como un gato, Cassia alzó la cabeza y olisqueó el aire en busca de la pista de Amiss, caracterizada por un olor dulce similar al del bizcocho recién hecho, esa fragancia que tenía a Mikäh encandilado y que a ella le provocaba náuseas. Antes de dirigirse hacia la luciérnaga, la Nocturna se preguntó si sería capaz de mantener el juramento que había prometido hacerle al alma blanca, sin estar muy segura de ello.

Amiss saltaba entre las rocas picudas a la orilla del mar, trastabillándose en tres de cada cinco saltos, con las manos guardadas en los bolsillos, mientras el viento le ondulaba el vestido verde a voluntad. Se sentó sobre una de ellas, tan cerca del agua que la espuma de las olas le salpicaba en la cara y en la planta de los pies, sacó de un bolsillo un puñado de piedras pequeñas, planas y de diferentes colores y lo colocó sobre su regazo. Escogió una de ellas al azar y tras observarla detenidamente, la lanzó al agua. Al hundirse, la luciérnaga chasqueó la lengua, cogió otra piedra y repitió el movimiento obteniendo nuevamente el mismo resultado. A la quinta piedra zambullida, Amiss apoyó los brazos sobre las rodillas encogidas y enterró en ellos la cara, de la que se había adueñado una honda tristeza. Por un segundo, Cassia sintió que ambas conectaban involuntariamente y pudo rozar ligeramente el sufrimiento que embargaba al alma blanca, el poderoso sentimiento de incertidumbre que la acosaba sin descanso, el aplastante miedo que la perseguía día y noche. Y sin quererlo, empatizó con todas aquellas emociones sintiéndolas como suyas, llegando a apiadarse de ella al recordar que la luciérnaga, desafortunadamente, no contaba con el privilegio de poder dormir y desconectar de la realidad unas pocas horas: la pena, las dudas y el terror no le daban tregua ni un instante.

Apretó los dientes y hundió los dedos en la roca, conteniendo el llanto una vez más. Amiss tampoco podía llorar, y Cassia se preguntaba cómo podía fingir que nada sucedía sin disponer de ninguna vía de escape para drenar aquellas emociones que la envenenaban lentamente. Una ráfaga de aire le azotó la cara con el perfume metálico de la Diablesa, que se le quedó enredado en el pelo. La Nocturna escrutó el cielo de un extremo a otro con desconfianza, mientras su cuerpo se tensaba preparándose para huir. Las nubes rosadas por el sol no parecían esconder ningún peligro y las gaviotas sobrevolaban la playa chillando quejumbrosamente sin sentirse amenazadas, pero Cassia sabía reconocer perfectamente el estado de calma que siempre precede a la tempestad. Era el momento de alejarse de allí y desviar la atención de la luciérnaga, que permanecía sentada sobre las rocas observando el horizonte, completamente muda.

domingo, octubre 16

IASADE -88-

El paño recorría concienzudamente el metal oleoso, el mortífero filo de la katana de acero replegado, jugando con la luz que reflejaba y limpiando los restos de sangre derramada de la que ya sólo quedaban huellas invisibles. Aún así, Cassia seguía frotando incansablemente, intentando borrar sus propios actos y la vergüenza que le provocaban. Se sentía mal por haber hecho aquello que le debía resultar placentero, le asustaba la idea de que Ael pudiera haberla visto matar al mortal y de que Mikäh la considerara un monstruo... todavía más. También se sentía furiosa por ese afán de caerles bien que la atormentaba: nadie podía redimirla, y desde luego ni el Ángel ni Mikäh iban a convertirse en sus aliados. Corazón callaba, dejándola a solas con la soledad.

Fuera, lloviznaba. Caía una lluvia fina y menuda que apenas se veía pero que calaba hasta los huesos. Orballo, era llamada allí. Cassia detestaba la lluvia, en todas sus variaciones. El perfume dulce y embriagador del agua y de la tierra mojada lo tapaba todo, imposibilitando el discernimiento de los rastros y haciéndola sentir vulnerable y en desventaja. Si Satzsa decidiera atacarla por sorpresa, ella no sería capaz de advertir su presencia hasta el último momento.
Suspiró y elevó los ojos al techo destrozado del edificio, a las vigas carcomidas y medio podridas del almacén abandonado. El viento ululaba en las esquinas como un fantasma quejumbroso. Como un alma en pena, al igual que ella. Las paredes de recubrimiento gris y roto, a través del que se veían los ladrillos, parecían apegarse a ella, curvándose sobre su cabeza, encerrándola.

- Veo que has cumplido con tu labor.- susurró una voz.- ¿Currándote una tapadera de cara a los Vigilantes?

Cassia no se giró al escucharle.

- ¿Ahora sí me diriges la palabra?
- No somos amigos, simplemente trabajamos de acuerdo a un fin común. Nada más.
- Si no vas a valorar mis explicaciones, paso de dártelas. ¿A qué has venido?
- He detectado un olor raro. Maligno.
- ¿Cuándo?
- Hace una hora, aproximadamente. Estaba con Amiss en la playa y noté en el viento el olor. No estaba cerca, seguramente el aire lo arrastró hasta allí, y aunque podría ser cualquier cosa he preferido avisarte.
- Muchas gracias.

Mikäh no se movió del sitio. Al darse media vuelta, Cassia lo encontró observando con curiosidad la espada, que reposaba en su regazo.

- Es extraña.- comentó.
- Sí.
- Parece... viva, en cierto modo.
- Tiene un alma incompleta, pero es más de lo que se puede decir de mí.
- Te acepta.- observó.
- ¿Te sorprende?
- Sí. No es un arma maligna.
- ¿Y yo sí lo soy?
- Tú eres una condenada, un alma perdida, una pecadora.
- Y supongo que no puedes ver más allá de eso, ¿verdad?- preguntó ella.
- No.- el falso ángel parpadeó despacio.- No sé qué quieres de mí, no entiendo nada.
- Quiero que me des una oportunidad de demostrarte que he cambiado, que el mal ya no me seduce.
- No puedo... no mientras odies a Amiss. No puedo confiar en alguien que desea hacerle daño.
- ¿Y si prometo no dañarla?- inquirió, incorporándose de un salto.- ¿Si juro no hacerlo me darías una oportunidad?
- ¿Cómo puedo dar veracidad a tus palabras, condenada?
- ¡¡Cassia!!- gritó la Nocturna, con rabia.- Respondo al nombre de Cassia. Y lo sabes perfectamente. No me llames más condenada. Dilo... por favor.

Mikäh frunció los labios y los mantuvo apretados durante unos minutos hasta que finalmente abrió la boca y pronunció su nombre con dificultad, como si las letras se le hubieran quedado atascadas en la garganta. Cassia no pudo contener una sonrisa.

- No lo sé.- terminó diciendo, agachando la cabeza.- No sé qué pensar.
- No tengo prisa... o al menos, no demasiada.
- Cuándo esto termine decidiré si confiar en ti o no, pero hasta entonces sigues siendo mi enemiga... Cassia.
- Eso es mejor que nada.- respondió, sonriendo. Se levantó y se cruzó a Corazón en la espalda.- Voy a comprobar ese rastro maligno que has olfateado, y si se trata de Satzsa... me dejaré ver en torno a Amiss para desviar su atención hacia mí. ¿Conforme?
- Sí. Buena suerte.

Cassia le guiñó un ojo, se encaramó de un salto al alféizar resquebrajado de la ventana y se dejó caer bajo la lluvia.

jueves, octubre 13

IASADE -87-

Había pasado una semana y Cassia se encontraba muy cerca de su límite.
Los días se sucedían uno a otro con dolorosa lentitud, castigándola con horas muertas en las que no podía hacer otra cosa que pensar y desesperarse, comiéndose las uñas, subiéndose por las paredes. No tenía ningún lugar al que llamar remotamente hogar ni al que regresar por las noches; A Coruña era su prisión, y sus calles, sus aguas, su cielo se le quedaba pequeño, haciéndola sentir enjaulada. No había ni rastro de Satzsa, ni en el suelo, ni en el mar ni en el viento. La Nocturna se sentía el objetivo de una broma cruel que no conseguía entender, llegando a pensar que quizá la Diablesa había perdido en ella ya todo interés. ¿Y si se había olvidado de ella? ¿O se había rendido? ¿Y si realmente nunca fue tan importante...?

Se maldecía a sí misma por haber renunciado a su oscura naturaleza, por haber acabado en aquella situación: a merced de los tocados por la Luz planeando la eliminación de aquella que, desde su nacimiento en la existencia del Infierno, había sido su guía y compañera. Asqueada por aquello en lo que se había convertido, intentó forzar su labor como Nocturna e incluso alimentar unas ansias de maldad que ya no sentía. Pero su cuerpo no le obedecía y Corazón no respondía en sus manos: Corazón latía como si fuera un órgano vivo, impulsado por la fuerza del amor que sentía por Mikäh. Un amor antinatural, un sentimiento para ella repulsivo pero que era incapaz de negar, no correspondido y destinado a morir que sin embargo era su única motivación, el único aliento que la empujaba a continuar.

***

A Amiss le colgaban los pies descalzos por el borde de la azotea, balanceándose despacio. El alma blanca se entretenía en hacerse una trenza de cabello negro que ya se le había deshecho en más de una ocasión debido a sus dedos torpes. Su gesto concentrado, con los labios apretados y las cejas fruncidas, dibujaba una sonrisa en el rostro de Mikäh, que la observaba embelesado con los ojos rebosantes de amor. A su espalda, el sol nacía presuroso tiñendo el cielo de rojo y dorado, borrando las estrellas. La ciudad despertaba a regañadientes y el aire empezaba a llenarse de polución matutina. Ninguno de los dos dedicó una sola mirada al bello paisaje que se desplegaba ante ellos. Cassia tampoco. La Nocturna apretaba con fuerza la empuñadura de Corazón mientras contemplaba la escena desde lejos, rechinando los dientes.

La luciérnaga volvió a equivocarse y los mechones de pelo se le escaparon de la mano, como peces huidizos. Mikäh rió y extendió un brazo hacia ella.

- Anda, torpe, déjame a mí.
- Puedo hacerlo.
- Seguro que sí, pero ya llevas un rato poniéndome nervioso. Dame.

El falso ángel se sentó detrás de ella, rodeándola con sus piernas. Cogió la melena con una mano y la separó hábilmente en tres mechones que comenzó a entrelazar con soltura. En un momento acercó la nariz al cabello y aspiró, extasiado.

- Hueles de maravilla, ¿te lo he dicho alguna vez?
- Sí, y la verdad es que pareces un sádico obseso cuando lo dices.

Él sonrió y siguió haciéndole la trenza, mirándola con arrobación cuando ella no se daba cuenta. La escena le arrancó unas lágrimas a Cassia, que le desbordaron los ojos y le quemaron las mejillas en su caída hasta el suelo. La Nocturna se llevó una mano a la boca para reprimir el grito que le acudió a la boca y que se le quedó enganchado detrás de los dientes. Con la otra muñeca, se limpió el llanto.

En ese momento Mikäh apartó los ojos de Amiss y los dirigió a su escondite, directos a encontrarse con los suyos, vacíos de cualquier sentimiento cálido y portadores de una hostilidad que volvió a hacerla llorar. Furiosa y triste se escondió en las sombras y huyó de allí como un animal herido.

En un callejón sucio y oscuro, un vagabundo se desperezaba. El hombre, escuálido y tiritando, tiró con el pie una botella de cerveza vacía que rodó sobre las piedras de la calle con un tintineo de cristal. Se puso en pie apoyándose en la pared para levantarse y se pasó las manos por la cara manchada, restregándose los ojos todavía somnolientos, antes de doblar con esmero los periódicos y los cartones que le habían servido de cama durante la noche. El pobre desafortunado miró a Cassia al verla pasar a su lado, extendió una mano hacia ella y le pidió algo de dinero para poder comprarse algo de comer.

La Nocturna no se lo pensó dos veces: dejó fluir toda la ira y el dolor que contenía en su interior a través de sus manos, que actuaron por voluntad propia en un movimiento que había realizado millones de veces con anterioridad. Agarró a Corazón por la empuñadura desnuda del arma y sesgó con su filo el cuello del mendigo, que abrió los ojos con incredulidad en cuanto la sangre le manó a borbotones de la herida, inundándole la garganta y ahogándolo hasta la muerte. Las rodillas le fallaron y el anciano cayó muerto sobre el empedrado.

Cassia lo contempló en silencio, paralizada, incapaz de sentir nada por unos segundos. Cuando estos pasaron, el asco, la vergüenza y la repulsión se adueñaron de ella, tirándola al suelo junto a su víctima, manchándola con la sangre del vagabundo. Las lágrimas regresaron acompañadas de arcadas que le hicieron vomitar a un lado. Temblando incontroladamente, se aovilló abrazada a Corazón, que también lloraba con sus latidos.