jueves, septiembre 24

Gatos Negros (4)

CUARTA PARTE

Sin saber porqué, Dio salió de su casa en dirección a la salida de la ciudad. No se paró a pensar en si era una idea mala o buena, y tampoco se percató del terrible temporal que asolaba el valle. No miró con atención y no vio el huracán que empezaba a formarse no muy lejos de allí, aunque de haberlo visto, posiblemente tampoco le hubiera importado demasiado. Tenía que ir a un sitio donde lo estaban esperando y no podía llegar tarde. Aligeró el paso, dejando atrás casas en las que se escuchaba el llanto de los niños pequeños, y pronto se encontró corriendo hacia un bosquecillo de pinos a kilómetro y medio de la ciudad como si se le fuera la vida en ello.

No tardó en tener las botas y los pantalones manchados de barro, el pelo chorreando y la ropa mojada pegada a la piel, pero no era consciente del frío ni del cansancio del que se aquejaban sus músculos. Cada paso que daba lo acercaba más a su destino y estaba impaciente por llegar al fin y descubrir a quien lo aguardaba. El bosquecillo de pinos, que aunque era muy parecido a todos los demás para él era completamente inconfundible, apareció detrás de una loma, apartado del camino. Dio se desvió corriendo campo a través y se adentró entre los árboles saltando para esquivar las raíces traicioneras y los animales salvajes, que aterrorizados, se escabullían entre sus pies.

La llamada silenciosa estaba ya muy próxima y lo único que Dio escuchaba y sentía eran los fuertes latidos de su corazón, más rápidos a cada segundo que pasaba. Fue entonces cuando al llegar a un pequeño claro, se detuvo por un instante antes de seguir latiendo de nuevo.
Delante de él lo esperaba una chica.

A pesar de que su aspecto era joven, Dio fue incapaz de estimar una edad aproximada; lo mismo podría haber tenido dieciséis años que veintiséis. Era un poco más baja que él y vestía un vestido verde oscuro, deshilachado en los bordes de la falda y de las mangas y que dejaba al descubierto su piel nívea, casi transparente. Una capa negra y rota le colgaba de los hombros, y unas botas grises resguardaban sus pequeños pies. Su rostro era perfecto y hermoso e inspiraba en él una atracción irresistible acompañada de una ligera advertencia. Su cabello ensortijado, agitado por el viento, era de color anaranjado, al igual que sus ojos almendrados. Unos ojos que ya había visto antes.

La joven tenía la mano extendida hacia él y Dio, sin pensárselo, alargó su brazo hacia ella, en respuesta.

- Espera, Dio.

El muchacho se dio la vuelta, desconcertado. Malium se aproximaba hacia él, saliendo de entre los árboles. Parecía indiferente al viento y a la lluvia, y llevaba en la mano la caja que él mismo le había entregado aquella mañana. En sus ojos anidaba un brillo perverso del cual nunca antes había sido consciente.

- No le hagas caso, Dio.- dijo entonces la chica, con urgencia.- Ven conmigo.
- ¿Por qué deberías irte con ella?- preguntó Malium, pensativo.
- ¡No lo escuches!

Dio vaciló. Quería acudir al lado de la joven que lo llamaba de forma desesperada, pero las palabras de Malium habían sembrado la duda en su corazón. ¿Quién era ella, y qué hacía él allí, tan lejos de casa?

- Vuelve conmigo, Dio. Es lo más sensato.- insistió Malium.
- No lo permitiré.- dijo entonces otra voz.

Otra mujer, aunque mucho más mayor, apareció al lado de la muchacha. Sus ojos eran iguales a los de ésta, pero su cabello era gris y aparentaba ser mucho más sabia. Miraba con ira y repulsión a Malium, mientras lo señalaba.

- Márchate de aquí, ser inmundo. No voy a dejar que lo arrastres contigo.
- Esa pulsera de protección no te servirá de nada, bruja.- dijo Malium, con cruel regocijo.- No podrás hacer nada contra mí.

Dio advirtió que Malium ya no parecía un hombre. Su piel pálida se había vuelto gris y sus ojos hundidos ya no parecían humanos. Se asemejaba más a un espectro consumido por el hambre que a una persona.

Alguien le agarró el brazo y el muchacho vio a la chica a su lado, tirando de él. Era lo más hermoso que había visto en su vida.

- Vámonos, Dio.- le rogó ella, y en ese instante él pensó que sería capaz de hacer cualquier cosa que le pidiese.- ¡Tenemos que irnos!
- ¡Dio!- gritó Malium.- ¡Es una bruja, huye!
- ¡Y tú eres un monstruo!- chilló ella, asqueada.

Las palabras de Malium no lo hicieron dudar aquella vez. Dio entrelazó los dedos de su mano con los de la chica y la miró mientras asentía.

- Voy contigo.

Ella esbozó una sonrisa radiante y entonces le cogió la otra mano también. Cerró los ojos y le susurró.

- Quédate a mi lado en todo momento y no me sueltes.

Se oyó un chillo estrangulado, de pura frustración. Malium gritó y se arrojó al suelo, arañando la tierra con sus manos. Al levantar la cabeza de nuevo para mirarlo, había abandonado cualquier parentesco con el hombre amable que Dio había conocido en la ciudad. Ahora parecía un fantasma, un demonio cuyos ojos eran dos pozos negros que brillaban con maldad. Con una carcajada demencial, empezó a manipular la caja de madera, riendo sin parar.

- ¡No!- gritó la otra mujer, corriendo hacia él.

Pero ya era tarde. La caja se abrió y nubes de la oscuridad más absoluta surgieron de su interior y reptaron por el suelo deslizándose hacia ellos. Dio sintió que las manos de la chica temblaban y se aferraban con más fuerza a las suyas, haciéndole daño. Sin embargo, en vez de salir corriendo, se mantuvo inmóvil ante el avance de las sombras.

El muchacho dejó de ver. Un velo negro le cubrió los ojos y se sintió repentinamente indefenso y vulnerable. Las carcajadas perversas de Malium continuaron, peligrosamente cerca de ellos. Dio sintió que algo, viscoso y frío, se enganchaba a sus pies y empezaba a trepar por sus piernas. Quiso moverlas para apartarlas de él, pero estaba paralizado por el miedo. Deseó llamar a la chica, pero se dio cuenta de que no sabía su nombre. Apretó sus dedos, con urgencia.

- Tranquilo.- dijo su voz, calma.- Duma está luchando por nosotros. ¿No la oyes?

El muchacho intentó oír algo, pero lo único que escuchaba era la voz siniestra de Malium, cada vez más cerca, pronunciando su nombre.

- Dio, Dio, Dio, Dio, Dio, Dio, Dio…
- No lo escuches.- repitió ella con firmeza.- Escucha la canción.
- ¿Qué canción?
- La de Duma.

Se esforzó, y finalmente, por debajo de las palabras de Malium pudo oír la voz de una mujer. Era una voz melodiosa y leve, débil al principio y más alta después, que cantaba llena de sentimiento y fuerza. Dio se concentró en dicha voz y poco a poco, las palabras de Malium quedaron ahogadas por la magnificencia de su canto.

- ¡Dio!- aulló Malium, desesperado.- ¡Debes morir! ¡¡Dio!!
- ¿Ves la luz?- susurró la chica.- Está acercándose.

Era cierto. Las tinieblas empezaban a retroceder ante una pequeña luz blanca que se aproximaba a ellos, inundándolo todo con su intensidad inmaculada. Las sombras se apartaron de ellos y la figura encorvada que ahora era Malium se alejó gritando de forma desgarradora, mientras la canción de la mujer llegaba a su clímax y la luz se hacía tan deslumbrante que Dio tuvo que cerrar los ojos para no hacerse daño.

- ¡Duma!- exclamó la chica, triunfal.- ¡La luz, la he encontrado!

Pero nadie le contestó. La mujer seguía cantando, cada vez más lejos.

- ¿Duma?

La canción se volvió triste. Dio no entendía las palabras, pero no le hacía falta para comprender el significado. Era una canción de despedida, y la tristeza que expresaba le encogió el corazón.

- ¡¡Duma!!

La voz se acalló finalmente y todo quedó en silencio. Dio abrió los ojos y lo único que fue capaz de ver frente a él era a la joven que sostenía sus manos con fuerza, y cuyo rostro estaba surcado de lágrimas. Sin pensarlo, alargó una mano y le acarició la pálida mejilla.

- No volverá… ¿verdad?- preguntó en voz baja.
- No.- contestó él, con ternura.
- Me dijo que no debía sentir pena.
- Pues debes hacerle caso.
- Es difícil.
- Lo sé.
- ¿Te quedarás conmigo, Dio?
- Sí. Siempre. Aunque…
- ¿Qué?
- ¿Cómo te llamas?

Ella rió y Dio pensó que aquel era el sonido más maravilloso del mundo.

- Me llamo Inari. Y por cierto…
- ¿Sí?
- Lamento haberte mordido.

miércoles, septiembre 23

Gatos Negros (3)

TERCERA PARTE

- Escupe.

Inari obedeció y escupió en el cuenco de barro que Duma le había dado. La mujer se lo quitó de las manos y vertió su contenido, de sangre y saliva, en la olla cuya agua borboteaba en el centro de la habitación.

- Me quema la boca.
- Toma.

Duma le dio un vaso de agua e Inari bebió con avidez. El agua fresca alivió el ardor que le había entumecido la lengua y suspiró aliviada.

- ¿Realmente era necesario que le mordiera?- preguntó, apenada.
- Necesitamos su sangre, niña.

Al contrario que cuando había matado a aquel conejo la noche interior, la sangre del muchacho no le había sabido bien ni le había hecho sentir esa fiera euforia que había experimentado durante la cacería. Al morderle, Inari sabía que estaba haciendo algo malo, muy malo. Y había sido toda una tortura retener la sangre en su boca hasta llegar a la cabaña.

El olor del conejo asado hizo que se sintiera mucho mejor. Estaba hambrienta de nuevo y sus tripas protestaban en voz alta para hacerse escuchar. Duma, a su lado, curtía la piel del animal de forma concienzuda.

- ¿La utilizaremos para protegernos?
- Sí.- asintió la mujer.
- Era muy peligroso.
- Más peligroso de lo que tú crees, pequeña.
- ¿Qué hace aquí?
- Su trabajo, al igual que nosotras.
- Pero él quiere justo lo contrario, ¿verdad?
- Justamente.

Inari hizo un mohín de desagrado, frunciendo los labios. Aquel ser le repugnaba. No era la primera vez que veía a uno de su especie, pero nunca había estado tan cerca de ninguno. Y jamás había sentido tal maldad procedente de un objeto prohibido. Dio había estado cerca, demasiado cerca. Y ellas también, de fracasar.

Fuera de la cabaña, el aire era ya una ventisca helada e incontrolada que levantaba la tierra del bosque y partía las ramas de los pinos. Inari escuchaba y sentía el lamento de los árboles, el miedo palpitante que estremecía sus raíces.

- Tienen miedo.
- Saben lo que se avecina.
- Morirán… ¿verdad?
- Sí, niña.

Inari suspiró con tristeza y apartó la vista de la ventana. Rodeó la olla y atisbó dentro; el agua era ahora de color púrpura intenso.

- No le queda mucho.- observó.
- No. Pero come, Inari. Se va a enfriar.
- ¡Voy!

La pequeña bruja cogió su plato y se sentó a la mesa para dar cuenta del almuerzo.

- El tiempo apremia.- comentó Duma, que con la piel de conejo curtida estaba diseñando unas anchas pulseras.- Tengo que decirte algo, niña.
- ¿El qué?

La mujer detuvo el trabajo de sus dedos y levantó la cabeza para mirarla fijamente. Inari se estremeció; Duma jamás la había mirado de aquella forma.

- Cuándo él venga, el monstruo también aparecerá. Pase lo que pase, tu objetivo es llevarte al muchacho de aquí. Busca la luz, y corre hacia ella con él.
- Eso ya lo sé, Duma.- replicó la bruja.- ¿Porqué me lo repites?
- Porque si yo no te acompaño, no debes esperarme.

Inari dejó de masticar, y parpadeó, comprendiendo. Sacudió la cabeza con vehemencia mientras una negativa rotunda acudía a sus labios.

- ¡No, no, no!
- ¡Calla!- ordenó Duma, serena. Y ella calló, sin opción.- Harás lo que te digo sin rechistar, niña. ¿De acuerdo?
- De acuerdo.- musitó ella, vencida.
- Muy bien. Y ahora sigue comiendo.
- No tengo ham...
- ¡Come!

E Inari comió.

Cuando Duma terminó de coser las pulseras y de pintar sobre ellas un símbolo de protección, le dio una a Inari y le ordenó que se la pusiera alrededor de la muñeca. Ella, tras hacer lo mismo, se dirigió a la olla y llenó del líquido humeante, ahora de color rojo sangre, un pequeño frasco de cristal soplado que tapó con un corcho. Luego, tomando a la pequeña bruja de la mano, salió de la cabaña.

Inari abrió su mano y Duma depositó en ella el frasco caliente. Lo miró fijamente, asaltada de igual forma por el miedo, la impaciencia y su insaciable curiosidad. Sabía lo que tenía que hacer, así que no hizo ninguna pregunta más. Apretando los dientes para intentar mitigar el dolor, Inari cerró la mano en un puño y apretó con todas sus fuerzas hasta que el frasco se rompió y se deshizo en añicos de afilado cristal, derramando la pócima ardiente que se mezcló con su propia sangre y cayó a gotas sobre la tierra removida por el creciente huracán.

Abrió la mano de nuevo y la lluvia limpió los restos de su sangre y la de él.

martes, septiembre 22

Gatos Negros (2)

SEGUNDA PARTE

- ¡Muchacho, ponte manos a la obra! Llevas toda la mañana ahí sentado sin hacer nada.
- Pero señor Eira… he visto un animal rarísimo, fuera.
- Me da igual. No te pago para que te pases el día mirando por la ventana, Dio.
- Ya lo sé, señor Eira, pero… ¡nunca antes había visto un animal como ése! No he podido evitar quedarme mirándolo.
- ¿Sigue ahí?
- No… se escondió en el callejón…
- Déjate de cuentos, Dio, y empieza a limar esas patas de ahí. No quiero que se quede ninguna astilla.

El pálido rostro del muchacho, enmarcado por una mata de rizos rubios, que estaba asomado a la ventana, desapareció tras dedicar un último vistazo anhelante al oscuro rincón de la calleja donde Inari se había escondido. Duma, a su lado, bostezó perezosamente.

Todavía no entiendo porqué nos presentamos así, Duma. Pensó Inari, con los ojos fijos en la ventana del taller.
Todo el mundo sabe reconocer a una bruja cuando la ve, niña. Si nos presentáramos tal cuales, nos echarían.
Pero… así no saben lo que somos. ¿No deberían temernos?
Lo desconocido inspira temor, ciertamente, pero también fascinación.
¿Y cuál es más intenso?
Eso depende de la persona.
¿Entonces… cómo podemos asegurarnos de que él no se dejará llevar por el miedo?
La naturaleza de su espíritu es afín a la nuestra en algunos aspectos. La atracción es inevitable.

Inari asintió, aunque no muy convencida.

El callejón estaba sumido en la sombra que proyectaba el edificio a su derecha sobre las piedras planas que adoquinaban el suelo. Había un enorme tonel de madera vacío, en una esquina, tras el cual Duma e Inari permanecían al resguardo de miradas indiscretas. Donde comenzaba el sol también lo hacía la calle principal, que todavía a aquellas tempranas horas estaba desierta. Del interior del taller que tenían enfrente les llegaba el sonido de una lija raspando una y otra vez la madera y de alguien clavando clavos a golpe de martillo. De algún sitio no muy lejano escapaba un delicioso olor a leche fresca y huevos.

Tengo hambre, Duma.
Yo también. Sígueme.

A Inari le resultó difícil apartar los ojos de la ventana del taller, pero la necesidad de llenar el agujero que el hambre había cavado en su estómago era mucho más urgente, por lo que dio media vuelta y fue en pos de Duma, que se adentraba en la penumbra del callejón.
Salieron por la parte de atrás y cruzaron otra calle más en dirección a una pequeña vivienda, de paredes grisáceas y tejado de teja roja, situada junto a una acequia de agua verdosa que regaba un amplio jardín de tierra removida. La casa tenía un porche de madera adornado con plantas rodeadas de insectos que zumbaban. Inari ladeó la cabeza y sintió la tentación de saltar sobre alguno de ellos, pero la mirada reprobatoria que Duma le dirigió le hizo cambiar de idea. Su olfato captó entonces un olor mucho más interesante y apetitoso, que le hizo olvidar por completo los juegos. Vio que Duma había saltado con agilidad a lo alto del alféizar de una de las ventanas y que tenía entre los dientes una gorda salchicha de carne de cerdo.

Como no te des prisa, nos descubrirán y te quedarás sin nada que comer.
¡Ya voy!

Duma se alejó con su desayuno e Inari se apresuró a imitarla. Subió al alféizar sin ningún problema y se deleitó con el sabroso olor a carne cruda. Al inclinar la cabeza para coger una de las salchichas, sus orejas giraron alertadas por un ruido procedente del interior de la casa, avisándole. Sus ojos, de forma automática, se desviaron en esa misma dirección y descubrieron a un niño, de unos siete u ocho niños, observándola con la boca abierta. La pequeña bruja pudo leer con total claridad el miedo y la curiosidad en sus ojos oscuros, pudo advertir el deseo de acercarse a ella pero también la urgencia de dar media vuelta y salir corriendo. Su boca parecía aún mismo abierta de asombro y a punto de dejar escapar un grito atemorizado.

Tras unos segundos de inmovilidad, el miedo venció y el niño, asustado, huyó llamando a su madre entre lloriqueos. Inari decidió que era momento de marcharse de allí.
-------------------------------------------------------------------------------------------------

Dio soltó la lija, que cayó al suelo, al clavarse en el dedo una gruesa astilla de madera. El señor Eira levantó la mirada al escuchar su quejido y lo observó con el entrecejo fruncido.

- Eres demasiado torpe, muchacho.- sentenció.- ¿Cuántas astillas te has clavado ya? ¿Es que eres incapaz de hacer algo bien? Anda, deja eso y cúrate la herida. Luego me harás un recado.

Avergonzado por las palabras del señor Eira, Dio recogió la lija, la dejó sobre la mesa y se levantó del taburete en dirección a la trastienda del taller, donde se guardaban los medicamentos. Encendió una lámpara de aceite para iluminar la oscura habitación y rebuscó hasta encontrar unas pinzas afiladas con las que extraer la astilla. La sangre brotó de la herida y él se llevó el dedo a los labios para lamerla y limpiarla. Se sobresaltó cuando el viento, fuera, golpeó los cubre ventanas contra la pared, y colándose a través de una pequeña rendija apagó la lámpara que había dejado sobre la mesa. Un tanto temeroso, se dio prisa en salir de allí y cerró la puerta de la trastienda a sus espaldas.

- ¿Ya?- preguntó el señor Eira al verlo salir.- Ten. Es para Malium.
- ¿Qué es?- inquirió Dio, cogiendo el paquete envuelto en papel marrón.
- Eso no es asunto tuyo.- replicó el hombre con brusquedad.- Limítate a llevárselo y no hagas preguntas, ¿me oyes?

Dio asintió y con el paquete en los brazos, salió del taller.

Fuera hacía mucho frío y el joven enseguida se arrepintió de no haber cogido su capa aquella mañana antes de salir de casa. El viento, con furia, agitaba los toldos, zarandeaba los árboles y barría las hojas caídas. Negros y espesos nubarrones cubrían por completo el cielo gris y el aire estaba cargado; sin duda, una tormenta estaba próxima.

Dio se detuvo un instante junto al callejón en el que había visto a aquel extraño animal, pero tras escrutar las sombras durante unos minutos sin conseguir ver nada, se marchó decepcionado. Las calles estaban desiertas. Nadie parecía tener ganas de hacer frente al mal temporal y la gente de la ciudad prefería quedarse en sus casas al abrigo del fuego y de sus cuatro paredes. Dio, se dijo, también habría hecho lo mismo de haber estado en su mano el elegir. No entendía porqué el señor Eira se empeñaba en trabajar incluso los días festivos, y a él no le quedaba más remedio que acudir también al taller a cumplir con lo que se le mandara.

La casa de Malium no estaba muy lejos del taller. La vivienda del hombre se levantaba junto al puente que pasaba sobre el río que cruzaba la ciudad, procedente de las altas y nevadas montañas que delimitaban el valle en dirección norte. Era un sitio que los demás habitantes del lugar solían rehuir pero que, desde siempre, había inspirado en Dio una inexplicable atracción. Al contrario que la mayoría de los edificios de la ciudad, ni tenía las paredes blancas o grises ni el tejado rojo. Era una extraña estructura de dos pisos, con una torreta en la planta superior y formas arquitectónicas esbeltas y delicadas, construida en una rara piedra oscura, casi negra, que parecía absorber la luz del sol para luego reflejarla en un suave resplandor.

Dio advirtió, al acercarse, que la puerta estaba abierta. Malium estaba sentado, en los escalones, como si lo estuviera esperando. Era un hombre que, aunque tenía rasgos jóvenes y hermosos, parecía increíblemente viejo. Tenía el cabello largo y gris y un rostro pálido de ojos hundidos y labios finos. Solía vestir de negro y aquel día no era una excepción. Llevaba una larga capa que le cubría por entero y sonreía, en apariencia ajeno al frío y a los fuertes vientos que asolaban la ciudad.

- Buenos días, Dio.- saludó el hombre, amistosamente.- ¿Traes algo para mí?
- Buenos días.- dijo el muchacho.- Le traigo un paquete de parte del señor Eira.
- Eira es muy cumplidor, tal vez demasiado.- comentó Malium.- No debería trabajar con este tiempo. Va a coger un catarro, y tú también.
- Dígaselo usted a él, a mí ni siquiera me escucha.
- Has de ser más insistente, Dio.- le aconsejó el hombre.- Tienes una muy buena estrella, sólo tienes que esforzarte un poco.

Dio no supo a qué se refería Malium cuando dijo buena estrella, pero asintió de todas formas. Le tendió el paquete al hombre, que lo cogió con cuidado. Lo observó durante unos minutos, sin abrirlo.

- ¿Sabes lo que es esto, Dio?
- No.- negó el muchacho.- El señor Eira me dijo que no era asunto mío y que no hiciera preguntas.
- ¿Te interesa saberlo?

Malium empezó a desenvolver el paquete. Dio, que tenía mucha curiosidad al respecto, asintió con entusiasmo. El hombre sonrió de forma extraña cuando dejó a la vista una pequeña caja de madera oscura y brillante que parecía no tener forma de abrirse ni cerrarse. Sobre una de las caras tenía unos grabados en marfil, unos raros símbolos que el joven no pudo descifrar.

- Esto es una caja mágica, muchacho.
- ¿Una caja mágica?- repitió él, interesado.
- Sí.
- ¿Y para qué sirve?
- Para guardar secretos.
- ¿Cómo se abre?
- Eso tienes que descubrirlo tú mismo. ¿Quieres probar?- le ofreció, acercándole la caja.

Dio ardía en deseos de intentarlo. La caja era fascinante y misteriosa, pero algo muy dentro de él le advirtió de que tenía que tener cuidado, y eso le hizo dudar. Vaciló, y Malium se dio cuenta de ello. Sus ojos verdosos brillaron con impaciencia. Justo entonces, a su espalda, Dio escuchó un bufido siseante que lo sobresaltó y le hizo girarse. Pero detrás de él no había nada. De repente empezó a llover, y las gotas de agua helada mojaron el suelo de la calle y le besaron la cara. Dio se volvió hacia Malium.

- Señor, creo que será mejor que me vaya o de verdad cogeré un resfriado.
- Vete, muchacho.- dijo el hombre, que sonreía de forma siniestra.- En verdad tienes muy buena estrella… veamos por cuánto tiempo.

Dio regresó corriendo al taller y al llegar a la puerta, encontró al señor Eira saliendo del edificio, farfullando y maldiciendo entre dientes. El furioso azote del viento amenazaba con arrastrarlo y le enredaba la capa entre las piernas.

- ¿Cierra el taller, señor?- preguntó Dio, casi gritando para hacerse oír por encima del rugido del aire.
- ¿Acaso no lo ves, mentecato?- replicó el hombre, de mal humor.- ¿Le has llevado eso a Malium?
- Sí, señor.
- Vete a casa, Dio. ¡Pero vuelve mañana! ¿Me oyes?
- ¡Sí, señor! ¡Hasta mañana!

Sin más dilación, y sintiéndose bastante afortunado a pesar de la gélida lluvia y el mal temporal, el muchacho atravesó el callejón corriendo de nuevo, en dirección a su casa.

El lugar que habitaba era una casucha pequeña y destartalada cerca del templo de la ciudad. Era muy vieja y estaba en bastante mal estado, pero Dio no se quejaba al respecto. Con el dinero que ganaba trabajando para el señor Eira ya había conseguido reparar el tejado y ahora ya no tenía goteras. No sabía a quién había pertenecido la vivienda antes de que le permitieran vivir allí, pero eso no le importaba mucho. Ahora era suya, y a pesar de sus desconchones y sus agujeros aquí y allá, era mejor que no tener una casa en la que vivir.

El muchacho entró sacudiéndose el cabello húmedo, que se le había quedado pegado a la cara, y se encaminó directamente a la cocina. Allí puso agua en un cazo a calentar y después se dejó caer pesadamente en una silla. Se descalzó, dejó la ropa mojada tendida sobre la cuerda de la colada y se fue a su habitación a por una muda limpia y seca.

Comió un guiso de carne y verduras un tanto aguado, sentado en el sillón frente a la ventana y a la puerta principal, en silencio. Estaba tiritando, así que decidió echarse una manta por los hombros en cuanto terminara de comer. Pensó que el próximo cambio que haría en la vivienda sería instalar una chimenea, y así poder pasar el invierno sin morirse de frío. El viento gemía y soplaba con tanta fuerza que parecía querer echar la casa abajo. Aquella idea le hizo estremecerse.

Oyó entonces que algo arañaba su puerta y se puso en pie al instante. Guiado por un impulso, sin ni siquiera preguntarse si estaba haciendo lo correcto o no, se acercó a la puerta y la abrió. A sus pies estaba aquel extraño animal que había visto desde el taller del señor Eira y por un momento se sintió aliviado de ver que era real y que no se lo había imaginado. Era pequeño, de pelaje negro, orejas puntiagudas y cola larga, que se movía de un lado para otro. El animal estaba empapado y lo miraba fijamente con unos grandes ojos naranjas de pupila rasgada.

- Hola, pequeño, ¿qué haces aquí?- le dijo.- ¿Tienes frío, quieres pasar?

El animal inclinó la cabeza para atisbar en el interior de la casa y después, con movimientos elegantes y sinuosos, se deslizó por la rendija de la puerta entreabierta hacia el interior. Allí se sacudió, salpicándolo todo de agua, y saltó con agilidad envidiable a uno de los brazos del sillón donde Dio estaba sentado. El muchacho se acercó a él observándolo con intriga.

- ¿Qué eres?- preguntó, pensativo, extendiendo una mano vacilante para acariciarlo.

El animal se dejó tocar de buen grado. Su pelaje estaba húmedo, pero era suave. Del interior de la garganta le brotó un sonido rítmico, ronco y sordo.

- Eres más pequeño que un perro… y te pareces ligeramente a un zorro, aunque no eres ninguna de las dos cosas… ¡Ay!

Dio apartó la mano rápidamente al sentir un dolor agudo en el dorso. El animal arqueó el lomo y en un abrir y cerrar de ojos, bajó del sillón, saltó a la ventana y huyó de la casa. El muchacho se miró la zona dolorida y vio que tenía una mordedura. Sangraba y tenía la marca de los dientes del animal claramente definida sobre la piel enrojecida. Maldijo entre dientes y corrió al fregadero para limpiarse la herida con agua.

lunes, septiembre 21

Gatos Negros (1)

Esta este es un cuento corto que he terminado ya, pero lo iré subiendo poco a poco ^^
Espero que os guste.

PRIMERA PARTE

- ¿Esa es la ciudad, Duma?

La pequeña bruja señaló con un dedo la ciudad, que en la lejanía, se veía asentada en un diminuto y fértil valle rodeado de espesas arboladas de pinos oscuros y extensos pastizales salpicados de motas blancas. El sol se estaba poniendo detrás de las montañas que delimitaban el valle tiñendo el cielo de carmesí y violeta mientras el frío viento otoñal empujaba las nubes hacia el sur.
Duma se arropó aún más en su capa oscura y asintió con un gesto.

- Sí, esa justamente.
- ¿Cómo se llama?- preguntó la bruja, con interés, mientras ambas descendían por el sendero.
- No lo sé, ¿qué más da? Es tan sólo una ciudad más entre las muchas que hay y además, pronto dejará de existir y nadie recordará su nombre.

La pequeña se mordió el labio mientras estudiaba las casas amarillentas de tejados rojos.

- Es triste que nadie sepa su nombre ahora que todavía sigue en pie…

Sus capas negras eran inútiles contra el aire gélido que les soplaba a la cara y ambas sentían el frío aguijoneando la tela de sus ropas para arañarles la piel. La pequeña bruja, sin poder evitarlo, estornudó ruidosamente y el viento se llevó el eco del sonido. Duma se giró para mirarla con severidad y reproche, llevándose un dedo a los labios para pedirle silencio.

- No deben saber que estamos aquí, Inari.
- Lo siento, Duma, no me lo pude aguantar.
- Intenta hacerlo la próxima vez.
- Aunque… ¿no sé supone que no hay nadie que pueda identificarnos?
- De eso no estamos seguras. Ahora silencio.

Inari obedeció y cerró la boca. Duma la guió a través del sendero descendente y serpenteante, acechado por matorrales y zarzas, que llevaba hasta la ciudad, caminando con tal rapidez que parecía que llegaran tarde a algún sitio. La pequeña tropezó un par de veces y a punto estuvo de caerse de bruces en la tierra pedregosa en cierta ocasión.

Con las mejillas encendidas, y ligeramente jadeante, por fin se detuvo detrás de Duma, que se había apartado del camino y se había plantado delante de un pequeño bosquecillo de pinos enormes, zarandeados y a merced del viento sin más alternativa. La mujer estudiaba el lugar con ojo crítico.

- ¿Qué te parece, Inari?
- ¿No está un poco lejos de la ciudad?- preguntó la pequeña, poniéndose de puntillas para atisbar más allá.
- No necesitamos estar cerca.
- Oh, entonces supongo que está bien.

Duma se adentró en el bosquecillo abriéndose paso con las estocadas de su largo bastón, apartando las malezas de su camino. Inari la siguió, observándolo todo con curiosidad. Los altos pinos parecían inclinarse ligeramente sobre el suelo y sus negras copas proyectaban largas sombras en el suelo oscurecido por la noche creciente. Sus ramas se agitaban como movidas por dedos invisibles y se escuchaban susurros, cuchicheos ininteligibles, que surgían de aquí y allá. Con los ojos y la boca muy abiertos, la pequeña bruja extendió su mano y tocó la áspera corteza de uno de los árboles. Sintió un estremecimiento de frío y miedo que no procedía de sí misma.

- Inari, no es momento para jugar. Date prisa.
- ¡Voy!- gritó ella, alejándose del árbol y corriendo para alcanzar a Duma.

Duma se había parado en el centro de un pequeño claro y miraba al cielo despejado, ya de color añil pálido y punteado de débiles estrellas que comenzaban a brillar. Había dejado su bolsa de viaje sobre el suelo y sostenía el Libro en una mano mientras que con la otra pasaba las páginas sin mirarlas siquiera. Inari también soltó su bolsa, se sentó sobre ella y tras calarse más su sombrero de ala ancha, se dispuso a prestar atención a la lección que estaba a punto de recibir.

- ¿Estás atenta, Inari?
- Sí, Duma.
- ¿Cuáles serían los más adecuados para empezar?

Inari miró con atención cada uno de los árboles en la primera línea del claro, estudiándolos cuidadosamente para no equivocarse. Si fallaba, casi con seguridad, Duma la dejaría sin cena.

- Esos de ahí.- dijo, señalándolos con el dedo, a su izquierda.
- ¿Por qué?
- Están más juntos y será más fácil unirlos para hacer uno de los muros.
- Muy bien.

Inari sonrió, feliz. Duma leyó algo en el Libro y señaló con un dedo a los pinos indicados por Inari y luego a los circundantes. Dejó el Libro en el suelo, con las páginas abiertas, y tarareando para sí se inclinó sobre sus bártulos para sacar una gran olla y unos leños de madera seca. Inari contempló cómo, del interior de las páginas del Libro, una mota veloz y brillante de luz blanca salía de entre las hojas de quebradizo papel y se introducía en el interior de los árboles que Duma había señalado. Éstos, pasados unos segundos, empezaron a responder a la orden. Los más cercanos se unieron entre sí, creando con sus gruesos troncos la pared trasera de la cabaña. Los que estaban a ambos lados extendieron sus raíces, sacándolas de la tierra y hundiéndolas de nuevo metros más adelante, y se fundieron para crear el resto de los muros.

- ¡Inari!- la llamó Duma, con urgencia.- ¿Quieres entrar, niña?
- ¡Voy!

Inari cogió su bolsa y corrió justo a tiempo de entrar en la cabaña antes de que los árboles terminaran de crear las paredes del lugar. Las copas de los pinos se inclinaron sobre ellas y sus ramas se entretejieron creando un sólido techo de ramaje trenzado y hojas aglomeradas.

- Ayúdame, venga, venga.

La pequeña bruja comenzó a sacar el resto de los muebles y a colocarlos cada uno en su lugar. A pesar de las muchas veces que Duma y ella cambiaban de casa, el mobiliario y el sitio que le correspondía a cada pieza era siempre el mismo. No importaba que la casa fuera una cabaña de madera, que estuviera metida en una cueva, o que las paredes estuvieran formadas por granos de arena dorada y desértica; la olla y el hoyo para el fuego siempre ocupaban el centro de la habitación, las camas estaban a la izquierda, mesas y sillas a la derecha y el atril para el Libro lo más cerca posible de los dedos de Duma.

Una vez encendido el fuego, la cabaña empezó a caldearse gradualmente. Inari se desabrochó la capa negra dejándola sobre las mantas de su camastro. Se sentó sobre él y se quitó las botas manchadas de barro, para luego extender las piernas y acercar sus pies descalzos, con los calcetines rotos, a las llamas. Una sonrisa de satisfacción se le dibujó en los labios y dejó escapar un suspiro de felicidad. Duma la miró de reojo mientras comprobaba la temperatura del agua, pero decidió darle a la pequeña unos minutos de reposo. Añadió unos ingredientes más a la sopa y removió sin quitarle los ojos de encima.

La casa de pinos tenía chimenea, pero sin embargo, el humo del fuego que Duma había encendido para hacer la cena no traspasó el límite que marcaban las copas del resto de los árboles del bosquecillo. Después de beberse la sopa y de sentir su estómago agradablemente lleno, Inari miró con cierto pesar a través de la pequeña y única ventana de la cabaña, hacia la noche oscura y ventosa.

- No te acomodes, niña. Nos tenemos que ir ya.
- Sí, Duma.- acató ella, de forma inmediata.

Se calzó de nuevo las botas, todavía un poco húmedas, y se puso en pie con presteza. En el exterior, el viento seguía soplando cada vez con más intensidad, bajo un cielo negro de estrellas palpitantes e inmutables. A lo lejos, del norte, venían nubarrones oscuros que prometían tormenta y el olor de la lluvia próxima se podía apreciar en el aire helado. Duma le puso una mano sobre el hombro, haciéndola girarse. Inari miró los ojos almendrados y anaranjados de la mujer, que parecían brillar con un fulgor acerado.

- ¿Crees que eres capaz de hacerlo sin ayuda esta vez?
- Sí.- dijo la niña, con firmeza.
- Muy bien. Pero primero, obsérvame a mí.

Duma se separó de ella retrocediendo unos pasos. Cerró los ojos y apretó los labios. Inari, mirando con atención, vio cómo se llevaba a cabo la transformación, con avidez para no perderse detalle. La piel clara de la mujer se volvió tan negra como la propia noche al mismo tiempo que se cubría de suave pelaje animal, y su rostro, suavemente redondeado, se aplanó y adquirió una ligera forma triangular. Su cuerpo empezó a encoger, su espalda a arquearse y sus manos a alargarse hasta apoyarse en la tierra como patas delanteras dotadas de garras en lugar de uñas.

Finalmente Duma se sentó tranquilamente sobre sus cuartos traseros y giró la cabeza para contemplar su largo y flexible rabo. Luego miró a la pequeña bruja y maulló apremiante.
Inari, un tanto nerviosa, asintió con un gesto y también cerró los ojos, a la vez que empezaba a concentrarse. Negro como la noche, suave como el terciopelo... olfato implacable, orejas picudas y oído infalible, dientes afilados… balanza de equilibrio. Pequeño y huidizo… agilidad, flexibilidad… ¿cuatro extremidades, veloces e incansables? Garras, peligrosas. Visión nocturna… ¡ojos de media luna!

La pequeña abrió los ojos y sus delgadas pupilas rasgadas recogieron la débil luz de la noche, iluminando un mundo que, aunque seguía siendo el mismo, se presentaba ante ella como uno completamente nuevo a través de sus ahora más agudizados sentidos. Inari aspiró la humedad del aire, el frío, el aroma de la tierra y de los árboles, el rastro todavía caliente de los animales salvajes que habían pasado por allí recientemente… y que hizo que se le acelerara el corazón con una extraña euforia que no había sentido nunca antes. A su espalda, Duma gruñó, y su pensamiento se proyectó en el de ella.

Ahora tampoco es momento para jugar, Inari. En marcha.
¡Voy!

Duma echó a andar internándose entre los troncos de los árboles, que ahora parecían verdaderos titanes vegetales gimiendo de forma lastimera. Inari la siguió, sintiendo el calor de la tierra húmeda bajo sus patas almohadilladas, y con los ojos muy abiertos para no perderse nada. Reconoció, de forma instintiva, las huellas de otros animales, casi todos más pequeños que ella, así como los inconfundibles rastros que llevaban a sus madrigueras. Cuando levantó la cabeza, distinguió arriba en las ramas, nidos de diversas aves. Sintió entonces la imperiosa necesidad de clavar sus garras en el tronco de un árbol para trepar por él.

Al bajar de nuevo los ojos al suelo, buscando a Duma delante de ella, advirtió que por fin había dejado atrás el bosque y que, sorprendentemente, habían regresado al camino que llevaba a la ciudad, cuyo comienzo ahora tenían sólo a unos cuantos metros. Duma se había detenido y sentado junto al borde del sendero, con la cola tiesa y las orejas alerta. Inari se colocó a su lado y también observó la ciudad con curiosidad y actitud cautelosa.

Una muralla, no demasiado alta, de bloques de piedra gris azulada, cobijaba las casas y edificios que ahora bajo el resplandor del creciente astro nocturno que coronaba el cielo, parecían envueltas en un halo tétrico y sombrío. Inari era capaz de escuchar, a pesar de la distancia, lo que estaba teniendo lugar en el interior de las viviendas. Sabía que debía concentrarse y buscar una voz muy particular… pero la gran cantidad de sonidos que llegaban a sus agudizados oídos, evocadores de insólitas imágenes, la distrajo por completo de su tarea: voces que daban órdenes, manos que las acataban, el ruido de cazos y otros instrumentos de cocina, agua y alguien picando alimentos, el crepitar de un fuego y el tintineo de los vasos y cubiertos, risas y murmullos, conversaciones privadas…

Lo he encontrado. Susurró Duma, en su mente.
Oh. Contestó Inari, con cierta desilusión. ¿Tenemos que volver ya?
Creo que será lo mejor. Mañana debemos empezar.
Está bien… pero… ¿Duma, puedo…?
Sí. ¡Pero no te entretengas!

Inari esbozó una sonrisa felina al mismo tiempo que ronroneaba, contenta. Se levantó de un salto y miró a su alrededor, notando las ansias de ir de caza creciendo dentro de ella, buscando una presa a la que atrapar…

No nos vendría mal un conejo, niña. Lo comeremos mañana a medio día y así podremos utilizar su piel.

domingo, septiembre 20

Hacia atrás en el tiempo (5)

El despertador sonó puntual a las siete de la mañana.
Lo curioso fue que, aunque llevaba ya unos años sin levantarme jamás a aquella hora, no me resultó difícil abrir los ojos y salir de la cama. Tal como solía pasar antes, fui la primera en levantarse. Me dirigí, con los ojos entrecerrados, al cuarto de baño, y sentada en el váter intenté recordar si debía despertar a mi hermano o podía dejarlo durmiendo un poco más. ¿En qué curso estaba? Me puse a hacer cálculos, pero mi cerebro, ya de por sí nulo para las matemáticas, estaba todavía adormecido y no me respondía. Por lo tanto, al salir del servicio entré en su dormitorio, que estaba sumido en la oscuridad, y lo sacudí firmemente por los hombros. Él no contestó.

- Guille, ¿me oyes?

No hubo respuesta.

- Guille.
- Hmm...
- ¿Me oyes?
- Hmm...
- ¿Eso es un sí?
- Hmm...
- Vale. Son las siete y cinco. Levántate si quieres, yo voy a hacerme el desayuno.
- Hmm...

Me calenté leche y al abrir la despensa para coger mis cereales descubrí con desilusión que no estaban. Claro... aún no habíamos empezado a comprarlos. En su lugar había una caja de yayitas de chocolate que yo había aborrecido después de años tomándolas todos los días. No me apetecían, y como debido a los nervios mi estómago no estaba muy colaborativo, opté por beberme la leche sola.

Ni siquiera encendí la televisión cuando me senté a la mesa. Era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el gran dilema que me torturaba. Tras horas cavilando sobre ello me había dado cuenta de que, en realidad, no tenía ninguna alternativa. Si no quería que mi vida futura cambiara no tenía más remedio que imitar mis acciones pasadas. Eso significaba empezar, de nuevo, una relación con Javi. Y yo no quería enfrentarme con esa única opción. Por un lado, estaba enamorada de Daniel y por otro, detestaba a Javi. Lo mirara por donde lo mirase, salía mal parada.

Los minutos pasaron sin que me diera cuenta y en nada ya eran las siete y media. Mi padre se había levantado y me saludó con los ojos apenas abiertos mientras se dirigía al baño. Yo le di los buenos días y me encaminé a la cocina para meter el vaso de leche en el lavavajillas. De regreso a mi cuarto eché un vistazo al dormitorio de mi hermano, todavía en penumbra, y entré a sacudirlo otra vez y a recordarle la hora que era.

Me resultó muy raro abrir mi armario, que no tenía la puerta rota todavía, y encontrarme con ropa que ya había desechado por quedarme pequeña. Algunas prendas ni siquiera las recordaba y tardé un buen rato en decidir qué ponerme. Al desnudarme no pude evitar quedarme mirando mi propio cuerpo con cierto asombro y admiración, desconcertada por ser capaz de apreciar la juventud de mis formas a pesar de tener dichos años de menos, en mi mente y de más.

Una vez vestida recordé que tenía que ir a clase en el instituto. Era lunes. ¿Qué me tocaba los lunes? No tenía ni idea. Busqué y encontré mi mochila, saqué de ella la agenda y miré el horario de las asignaturas. Se me cayó el alma al suelo cuando vi que tenía Técnicas Graficoplásticas, pero suspiré aliviada al encontrar con facilidad la bolsa donde guardaba todos los útiles de pintura. Metí los libros y libretas correspondientes en la mochila y tras ponerme el abrigo y coger mi antiguo mp3 (cuyo manejo había olvidado también), me dirigí a la puerta de casa.

- Adiós.- le dije a mi padre, que en ese momento estaba con mi hermano en la cocina.
- Hasta luego, ten cuidado.
- Adiós.- me dijo mi hermano.

Saludé con la mano y salí de casa.

El olor del invierno, frío y duro, me asaltó cuando salí a la calle mientras el día amanecía a mis espaldas, haciendo desaparecer las estrellas. A pesar de todo, no pude evitar sonreír ligeramente. Una de las cosas que más me gustaban de mi período en el instituto había sido precisamente ir andando hasta allí. El camino era largo, tardaba veinticinco minutos, pero lo disfrutaba bastante. Eché a andar y pronto dejé a atrás mi urbanización. Las calles estaban libres de las obras que cinco años adelante asolaban la ciudad entera, dificultando el tránsito de la gente y de los coches y llenando el aire de polvo. Era agradable poder volver a pasear sin tener que buscar un hueco entre las vallas por donde pasar y sin escuchar el irritante sonido de las taladradoras.

Estaba asustada. No sabía lo que iba a pasar y temía no sólo encontrarme con Javi, sino con los amigos que tenía en aquel tiempo. Las cosas con algunos de ellos habían cambiado y además, yo sabía que segundo de bachiller había sido un año malo que me había traído muchas disputas tontas y enfados innecesarios. Desde luego, a ninguno de ellos podía contarle lo que me estaba pasando y de pronto volvió a asaltarme la urgente necesidad de compartir mis problemas con alguien. Me di cuenta, en ese instante, de que siempre he buscado apoyo en los demás al sucederme algo malo. Tanto en mi familia como en mis amigos, y ahora sin embargo estaba completamente sola ante aquella inexplicable y horrible experiencia que estaba amargándome la existencia.

No podía confiar en nadie y eso me hizo sentir terriblemente sola y triste. Quise hablar con Violeta, Rika o Mari... pero a las dos primeras aún no las conocía y desde luego, si le decía a Mari que había viajado cinco años atrás en el tiempo no me tomaría en serio o pensaría que había perdido del todo la cabeza. Quería hablar con Daniel... ¿pero cómo?

En ese momento oí el pitido de un coche detrás de mí y advertí que, sumida en mis pensamientos, no me había dado cuenta de por donde andaba y estaba empezando a cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo. Retrocedí, con el corazón latiéndome con fuerza, y aparté aquellos pensamientos de mi mente. No tenía ningún sentido lamentarme. Tenía que hacer de tripas corazón y ser valiente.
Más valiente de lo que nunca había sido.