El sol, ajeno a las leyes físicas de este universo, amanecía cada día por la dirección más inesperada y así fue cómo me enteré de que no hay sólo cuatro puntos cardinales que nos rigen, ni tampoco ocho y ni siquiera doce, sino infinitos. Infinitos que se multiplican por infinito una vez y otra vez hasta alcanzar la medida numérica más infinita que puedas concebir. O intentarlo, por lo menos.
También perdí de vista el horizonte, porque hay tantos horizontes en el mundo como colores y matices lumínicos, que el sol caprichoso preside con orgullo. Después de ver desfilar ante mis ojos al número cincuenta, me olvidé del mío, del que antes contemplaba desde la ventana de mi habitación hasta quedarme dormida sobre la mesa, con el gato ronroneándome en la oreja.
Mis raíces han desaparecido. No sé si es porque alguien las cortó sin darse cuenta o si es que, repentinamente, descubrieron que tenían aspiraciones de pájaro y decidieron emprender el vuelo. Ahora floto sin nada que me mantenga sujeta a tierra firme, liberada de las cadenas gravitatorias. Mi cuerpo sigue de cerca a mi imaginación, que vuela alto, muy alto, más allá de las nubes, esquivando las estrellas fugaces que acuden a la tierra a cumplir deseos.
Pero al contrario de lo que muchos puedan pensar, no estoy perdida. Es cierto que no sé a donde me dirijo, ¿y qué?
Lo importante no es la meta, sino el camino que se recorre para llegar a ella. Y desde aquí arriba disfruto de unas vistas que no todos tienen el privilegio de poder admirar.