viernes, noviembre 11

Hábitat antinatural

A Saúl todavía le costaba ubicarse en la calle durante la noche, a pesar de que ya había pasado una semana desde que lo echaran del circo. No estaba acostumbrado a la oscuridad sino a las luces, a luces intensas, de colores, focos cegadores que seguían sus pasos de un lado a otro conforme él se deslizaba como un fantasma sobre el escenario, como si fuera el único ente en la faz de la tierra, borrando el resto del mundo a su alrededor.

Eran precisamente aquellas, las luces parpadeantes que colgaban en hilera desde la segunda planta del motel, las que le habían llamado en voz baja para que se acercara a las ventanas empañadas para echar un vistazo al interior. La planta baja estaba ocupada por un bar restaurante y tenía una pequeña chimenea donde crepitaban alegres las llamas, en torno a la cual se apiñaban un grupo de niños revoltosos cuyos padres charlaban y fumaban en la barra, acompañados por sus inseparables jarras de cerveza. Saúl se frotó las manos en un intento por desentumecerlas, dividido entre el deseo por entrar y calentarse el cuerpo y su poca amistad hacia los desconocidos.
Un enorme goterón de la lluvia caída pocas horas atrás cayó en picado desde el saliente del tejado hasta su frente, decidiendo por él inmediatamente.

Al contrario de lo que pensaba, nadie se giró para observarlo al cruzar la puerta y agradeció haber sido bendecido con un aspecto tan anodino; sin pinturas, pelucas ni maquillaje, sus ordinarios rasgos no llamaban la atención. Era algo que a pesar de ser considerado por la mayoría de la gente como un defecto, para él siempre había sido una gran ventaja. Pasar desapercibido era algo realmente útil para alguien que ha sido ladrón más de la mitad de su vida.
Aprovechándose de su inadvertida aparición, atravesó la sala alejándose de las lámparas de camino a los aseos. Se introdujo presuroso en el baño y vació su vejiga entrecerrando los ojos debido al tremendo alivio. E incluso canturreó un poco y en voz baja, por si hubiera alguien esperando fuera. Tras subirse los pantalones y abrocharse la cremallera, salió tirando de la cisterna y se observó a sí mismo en el espejo.
También le costaba acostumbrarse a verse la piel desnuda, sin nada encima. El pelo sucio y despeinado apenas parecía rubio y bajo los pómulos tenía huecos marcados, más que antes. Se sacó un peine pequeño del bolsillo, se atusó el cabello para intentar concederle algo de decencia y después de guardarlo, se sacó la navaja de la abertura interior de la chaqueta y se puso a juguetear con ella con habilidad.
El arma blanca danzaba entre sus dedos, ofreciéndole su filo hiriente con docilidad, sin dejar de bailar. Saúl volvió a imaginarse sobre el escenario, deleitando al público con sus arriesgados y mortíferos malabares de cuchillos. No podía ver los rostros admirados de la gente, pero sí escuchar sus vítores y gritos.
El baile de la navaja cobraba velocidad, saltando ahora de una mano a otra. Volaba, volaba y refulgía bajo la relampagueante luz encima del espejo. Saúl la agarró en lo alto, se dio media vuelta y lanzó el cuchillo a la rueda giratoria...

En el mismo instante en que se abría la puerta.

También se abrió una boca en la que un grito se quedó a medias, antes de que el hombre cayera muerto de espaldas sobre el suelo con la navaja clavada entre los ojos.

[Imagen por VanitiumForma]

1 comentario:

Anaid Sobel dijo...

Cuando sacas a alguien de su mundo y lo inmiscuyes en uno nuevo... ai, pasan cosas como estas...