lunes, febrero 14

IASADE -64-

No entendía nada; no comprendía porqué había perdido el apetito y sus siempre insatisfechas ansias de muerte y desgracia, porqué la presencia de Satzsa la inquietaba repentinamente, porqué le parecía seguir escuchando el eco de su antiguo corazón, y sobre todo... no comprendía porqué a la hora de lanzarse sobre Amiss, había sido incapaz de moverse. Furiosa, hizo un corte más en el antebrazo del muchacho, que gritó de forma estrangulada.

¡No tenía ningún sentido, no era natural, no le encontraba explicación y empezaba a desesperarse! Recordaba con increíble detalle el color exacto de los ojos pardos de aquella otra luciérnaga de alas falsas, su perfil de nariz recta y mentón fuerte, su cabello castaño claro. ¿Por qué demonios aquellos datos le parecían tan sumamente relevantes? Era una gota de leche más en el vaso, un mosquito más que aplastar y ni siquiera era digno de tal atención por su parte. Tenía objetivos mucho más importantes que él, como el Ángel o Amiss. No entendía nada de nada.

La sangre del corte resbaló por la magullada piel de su víctima y le goteó encima de los pies descalzos. Cassia lamió lentamente el vital líquido carmesí, haciendo que el joven se estremeciera y volviera a gimotear. La Nocturna lo miró con fastidio.

- Cállate de una vez, llorica.
- Por favor... deja que me vaya... no me tortures más...
- Bueno.- dijo ella, haciendo girar hábilmente el cuchillo entre sus dedos, a gran velocidad.- La verdad es que me aburres, y tampoco tengo ganas de jugar contigo. Tengo otros asuntos más urgentes que atender.
- ¿Vas... a dejarme?

Cassia le sonrió dulcemente.

- No, pero voy a acabar con tu sufrimiento. Y agradécemelo, porque... en circunstancias normales, habría conseguido que te lamentaras una y mil veces por haber nacido, escoria.

Y ante la mirada angustiada del muchacho, Cassia cogió la pistola que yacía sobre la mesa y le apuntó entre los ojos antes de disparar certeramente.

***

Satzsa había desaparecido en busca de placeres para su negra naturaleza después de decirle que había localizado el rastro del Ángel cerca del puerto de la ciudad, pero... extrañamente... Cassia no se fiaba mucho de su palabra, y temía que pudiera estar siguiéndola a escondidas. ¿Qué podía hacer? ¿Dirigirse al puerto, como se esperaba de ella, en busca del palomo? ¿O volver a casa de Claudia para intentar rastrear a Amiss... o a aquel estafador de alas inmerecidas? Su obsesión iba en aumento por momentos. Se sujetó la cabeza con las manos y chilló de forma estrangulada, intentando liberar parte de su rabia y frustración... sin éxito. Se levantó bruscamente de la silla, se manchó los dedos de sangre derramada y se lamió lentamente... escupiéndola entre dientes justo después de saborearla, con una mueca de asco. Sostuvo la pistola, pensativa, en la mano durante unos segundos antes de guardarla en la bolsa y salir corriendo de allí.

El sol ya se había puesto cuando Cassia trepó a lo alto del árbol frente a la casa de Claudia, y en el cielo las nubes escondían las estrellas y la presencia de la luna. La usuaria de la luciérnaga y su compañero de piso, que había cambiado la camisa negra por un jersey verde oscuro, chocaban sus copas de vino para dar comienzo a la cena casera que estaban a punto de disfrutar. Pese a sonreír y a tener algo más de color en las mejillas, Claudia parecía marchita como una flor a finales de la primavera cuando, entre bocado y bocado de su plato de tortellinis de ternera con salsa de queso y almendras, su sonrisa temblaba como sacudida por un huracán.

No lo escuchó llegar hasta la última milésima de segundo, gracias al traicionero susurro quejumbroso de las hojas entre las ramas, rasgueadas por las plumas de sus alas. Cassia apenas alcanzó a saltar de la rama para esquivar un mortífero golpe de aquella maldita espada resplandeciente y desenvainar en el aire su cimitarra justo a tiempo de parar la segunda estocada, directa a la cabeza. La Nocturna lo empujó hacia atrás con el arma, obligándolo a retroceder y a detenerse por un instante. En mitad de la negrura de la noche, como dos faros resplandecientes, vio dos ojos añiles clavados en ella.

- Márchate de aquí o te aniquilaré. 
- ¿Siempre eres tan caballeroso? Intenta aniquilarme en vez de darme la oportunidad de irme, porque no lo haré. 
- ¡Largo!
- Eres patético, de verdad.

El Ángel siseó y sus ojos desaparecieron fugazmente para convertirse en un haz de luz blanca que se lanzó peligrosamente sobre ella. Sin embargo, la oscuridad jugaba a su favor... y logró hacerse un lado y mantener el equilibrio, en una posición de más altura que le concedía ventaja.

- No creas que la noche te protege, condenada. Soy mucho más fuerte que tú, y tengo también mucha más experiencia.
- Pensaba que los Ángeles eran modestos y que no era lo suyo ir dándose tantos aires. Queda mal, ¿sabes? No creo que favorezca mucho vuestra reputación. Aunque claro... no se te tiene que dar demasiado bien eso de ser un Ángel cuando te han suplantado, ¿verdad? ¿Quién es ese paliducho con alas de mentirijilla que ahora cuida de tu pequeñina? 

Ael levantó en alto su espada y cortó la rama en la que Cassia apoyaba los pies, haciéndole perder el control de la situación. Cuando cayó al suelo, de rodillas y con la cimitarra en alto, el Ángel estaba detrás de ella y tenía su espada en contacto con su cuello. 

- ¿Qué tal el metal divino, condenada?
- Demasiado frío y afilado para mi gusto, palomo, pero a parte de eso... genial. Venga, termina ya con esto si tienes... bueno, cojones no tienes, ¿verdad?

Su antiguo corazón hacía temblar su pecho, martilleando las costillas con un ritmo desenfrenado, haciéndole recordar un dolor fantasma que murió en su otra vida hace mucho tiempo. Cerró los ojos y apretó los puños, dispuesta a no suplicar y a afrontar el final de su existencia con entereza. Un segundo... dos... 
Abrió los ojos, miró hacia arriba. El Ángel, de rostro plateado a la luz de la farola junto al árbol, estaba paralizado, con la boca desencajada y una mueca de angustia transfigurando sus hermosas facciones. 

Cassia no se lo pensó dos veces. Giró los brazos y arañó con el filo de su cimitarra la mejilla descubierta de Ael, que se encogió sobre sí mismo con un aullido desgarrador y desapareció en el acto, dejándola sola, incrédula... y con sangre angelical manchando su arma.

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