miércoles, enero 27

Nueva Nadia: Capítulo 9, parte 1

El sendero serpentaba ladera abajo, entre suaves colinas y campos cubiertos por un extenso manto de hierba amarillenta que empezaba a verdear. El aroma salino del mar llegaba empujado por la brisca fresca, haciendo sentir a Nadia repentinamente exultante sin motivo aparente. Levantó la cabeza justo en el mismo instante en que dos pájaros negros, rápidos y juguetones, se entrenían echando carreras con las veloces nubles blancas que viajaban en dirección este. La temperatura por fin era llevadera. Durante los dos días y medio que habían tardado en llegar, el cambio en el clima había sido muy brusco: de la noche a la mañana la escarcha había desaparecido, las capas de lana empezaban a sobrar y el aire olía a primavera.

Al girar en un recodo del camino descendiendo por la última pendiente, Sasuel apareció delante de ellos. Era una ciudad de modesto tamaño, más grande que Taltha, rodeada por una muralla de grandes bloques de piedra gris de aspecto sólido que apenas llegaba a ocultar los techos de teja roja y los edificios blancos arrimados entre sí, con el puerto como fondo del paisaje precediendo la horizontal línea azul profundo del mar. Las puertas de Sasuel, grandes y abiertas, estaban vigilados por dos soldados armados, vestidos con cotas de malla y capas rojas. Es sus escudos, el emblema de una bestia de alas rojas sobre un fondo blanco destacaba con fuerza. Las banderas que ondeaban desde los altos postes de las almenas ondeaban con el mismo símbolo.

No tuvieron ningún problema para entrar; el mensaje de Erasto no debía haber llegado todavía al trono irhaneo. Un camino adoquinado seguía bajando sinuosamente entre las casas y tiendas, que estaban apiñadas unas a otras al borde de la avenida. Eran edificios altos, de una a tres plantas, con terrazas techadas con tejados de caña a través de los que se colaba la diáfana luz del sol y decoradas con plantas colgantes que se derramaban hasta alcanzar los pisos inferiores. Las calles estaban atestadas de coloridos y ruidosos viandantes ocupados en sus quehaceres diarios. La atmósfera jovial y densa de Sasuel resultaba agobiante. Por eso, cuando la multitud se disolvió en una amplia plaza circular al final de la avenida, Nadia suspiró con alivio.

De allí salían cuatro estrechos caminos: dos de ellos descendían hasta el puerto y los otros dos continuaban en direcciones opuestas, profundizando en el interior de la bulliciosa ciudad. La gente, ajetreada, se dividía y ramificaba siguiendo alguno de aquellos cuatro caminos. Muchas de las personas eran mujeres ataviadas con largos vestidos, delantales y pañuelos de vivos colores sobre sus cabezas. Llevaban cestas de mimbre colgadas de los brazos y andaban a paso ligero, solas o en grupos de dos o tres, cuchicheando con las cabezas muy juntas. Los hombres llevaban caballos, arrastraban carretas, camino del puerto o de sus casas, mirando al cielo mientras bostezaban. En una esquina discreta de la plaza, bajo un enorme árbol, divisaron a Iluna y Garue.

Los tres muchachos se acercaron a los nipous, que se mantenían ocultos tras las capuchas de sus capas grises. Iluna le entregó a Nadia una tintineante bolsita de cuero que la joven ya conocía.

- Preguntadle a alguien donde podéis encontrar un alojamiento decente y esperad a que volvamos. Bajaremos al puerto e intentaremos conseguir un barco.
- ¿No es muy arriesgado?
- Tranquila, pequeña. Nos hemos visto en situaciones peores.- le dijo, guiñándole un ojo violeta.

Nadia asintió y se puso de puntillas para intentar distinguir sus cabezas una vez que la marea de gente se los tragó. Notó que Mielle le cogía la mano y tiraba de ella en dirección contraria.

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