martes, julio 28

El azar, la otra cara del destino (1)

El título no le va demasiado bien, pero es que no se me ocurría otra cosa. Y para poner "Sin título", mejor así, ¿no?
Bueno, este relato no tiene que ver con el de Hacia atrás en el tiempo, pero tranquilos, que tiene ya final fijado y no se va a extender demasiado. Constará de unas tres entregas más, como máximo. Y la de Hacia atrás en el tiempo pienso seguirla, palabra. Pero... es algo difícil de escribir y necesito un poco de tiempo.

UNO

Tras media hora encerrado en el coche, asfixiándose de calor debido a las altas temperaturas y cansado de esperar sin ver pasar un alma por aquella desierta carretera, Felipe salió del vehículo maldiciendo entre dientes.

Abrió la puerta del copiloto para dejar salir a su perro, un enorme pastor alemán de lustroso pelaje llamado Silver, que ladró alegremente a modo de agradecimiento. Felipe contempló su coche con el ceño fruncido, cambiando el peso de su cuerpo de una pierna a otra. ¿Qué probabilidades existían de que se le averiara el automóvil en una remota carretera rural como aquella, al mismo tiempo que se quedaba sin batería en el móvil? Porque desde luego, le había tocado la lotería.

Se llevó las manos a la cabeza y se limpió el sudor que ya le cubría la frente. Silver daba vueltas a su alrededor, jadeando con la lengua fuera. No debía estar muy lejos de la próxima aldea, así que resolvió ir andando hasta dar con alguien o con algún establecimiento o vivienda. No le daba miedo dejar el coche allí; el motor estaba jodido, y era imposible llevárselo de allí a menos que alguien tirara de él. Aquella carretera parecía completamente en desuso, así que era muy poco posible que apareciese alguien con un remolque y dispuesto a fastidiarle aún más la existencia.

Con Silver por delante, echó a andar carretera arriba, resoplando a menudo. Y no lo hacía por cansancio, sino por el calor. El sol arrojaba sus rayos de forma implacable, golpeándole la cabeza y la nuca con su ardor abrasador. La carretera estaba mal asfaltada y tenía muchas irregularidades: al ser tan poco transitada, nadie se había tomado la molestia de mejorarla. Más adelante seguía recta durante un largo tramo y luego giraba hacia la derecha abruptamente. El aire, flotando encima del suelo caliente, temblaba, ligeramente distorsionado, y las altas temperaturas creaban espejismos que pintaban la carretera con charcos falsos que reflejaban los pocos árboles que la flanqueaban. A ambos lados se extendían campos de cultivo verdes y dorados, perdiéndose de vista en la temblorosa lejanía.

Cuando ya llevaba caminando un cuarto de hora, Silver ladró y comenzó a correr. Felipe frunció el entrecejo cuando vio al perro salirse de la carretera y meterse en uno de dichos terrenos, a su izquierda. Lo llamó, pero el animal le ignoró y siguió ladrando y corriendo, internándose en una plantación de trigo. Con un gruñido y tras limpiarse nuevamente el sudor con el dorso de la mano, apretó el paso para ir tras él.

Siguió uno de los estrechos senderos de tierra que separaban las hileras de trigo, llenándose de piedrecillas las sandalias de piel que llevaba puestas. Se puso la mano en la frente para hacerse sombra en los ojos y poder escudarlos de la luz resplandeciente del sol, que lo cegaba. No muy lejos distinguió la silueta de Silver, que estaba a los pies de una butaca en la cual estaba sentada una joven mujer. Parpadeó sorprendido, pensando que tal vez su visión y el calor le estaban jugando una mala pasada, pero no se había equivocado. Conforme se aproximaba pudo apreciar mejor su figura. Se trataba de una muchacha de quizá veinticinco años como mucho, de un físico envidiable y larga melena de color castaño claro. Vestía unos shorts vaqueros y una camiseta holgada de tirantes blanca, y sentada en una vieja butaca azul reía mientras acariciaba a Silver por las orejas. El muy pillo ladraba y meneaba la cola de un lado a otro.

Ella le escuchó llegar y levantó la mirada, estudiándolo brevemente con unos grandes ojos azules rodeados de pecas. En ese momento, Felipe se sintió muy agradecido de que Silver no le hubiera obedecido.

- ¿Este perro es tuyo?- preguntó la chica, antes de que él pudiera saludar.
- Sí.
- ¿Cómo se llama?
- Silver.
- Le queda bien.- dijo ella, poniéndose en pie. Le extendió la mano.- Yo soy Miranda.
- Yo, Felipe. La verdad es que me alegro mucho de haberte encontrado.

Miranda enarcó una ceja, esbozando una apenas perceptible media sonrisa. Era muy atractiva. Felipe comprendió que le había malinterpretado.

- Lo digo porque llevo un cuarto de hora caminando por la carretera sin ver a nadie y necesito ayuda. A mi coche se le ha jodido el motor y me ha dejado tirado.
- ¿No tienes móvil?- repuso ella, aún a punto de sonreír.- He oído que, últimamente, todo el mundo tiene uno.
- Se me ha quedado sin batería. Si no me crees, puedo enseñártelo.
- Tranquilo, me fío de tu palabra.- rió.- Pero de momento no puedo echarte una mano, tengo que quedarme por aquí un rato más.

Felipe miró de nuevo la butaca, cuya funda azul estaba un tanto raída y manchada. Silver estaba olisqueando algo que tenía a los pies, un estuche alargado de terciopelo verde, desgastado. Miranda siguió con sus ojos a los suyos y advirtió su expresión de curiosidad.

- Estoy esperando a mi tío.- explicó, volviendo a tomar asiento.- Estos terrenos son suyos, y está poniendo trampas para los conejos. Yo tengo que quedarme aquí hasta que vuelva.
- ¿Qué es eso?- inquirió Felipe, señalando el estuche que descansaba en el suelo.
- Una escopeta.- respondió Miranda, tras unos segundos.
- ¿Tienes permiso de armas?
- Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso eres poli?
- Precisamente.

Miranda asintió con una sonrisa.

- ¿Tengo que enseñarte el permiso?
- No estoy de servicio, así que no es necesario. Me fío de tu palabra.
- ¿Entonces qué haces por aquí? ¿De vacaciones en el culo del mundo?
- Más o menos.- rió Felipe.- Me dirijo a Matalindo, he heredado una propiedad allí.
- Es un pueblo pequeño, pero no está mal. Sin embargo, aún te queda un buen trecho hasta allí.
- Me lo temía.- suspiró.

Silver se acercó y se sentó a sus pies, con aire diligente. Miranda extendió una mano para rascarle detrás de las orejas, con cierto aire ausente en su expresión.

- No creo que mi tío ponga inconvenientes en invitarte a su casa.- dijo, pensativa.- Desde allí puedes llamar a la grúa para que recoja tu coche, y mañana puedo acercarte a Matalindo.
- Te estaría sin duda muy, muy agradecido.
- Entonces no se hable más.- dijo Miranda, con una sonrisa deslumbrante a la que él correspondió de forma inconsciente.

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