lunes, noviembre 17

No title (aún)

Creo que me he vuelto a reencontrar con mi Inspiración. La pobre se había perdido y no sabía volver a casa... pero fui a buscarla con una linterna y la encontré. Se ha alegrado de verme tanto como yo de verla a ella. Porque pensad, ¿qué sentido tiene la existencia de una Inspiración sin nadie a quien inspirar? No demasiada. A ver si no vuelve a las andadas y se escapa de nuevo. Ya sabéis, las Inspiraciones son muy traviesas y volubles... impredecibles. Nadie puede decir que harán a cada segundo.
Y con ella de mi mano, he empezado una nueva historia. Aún no tengo claro cómo será de larga, ni siquiera sé qué título ponerle. Fue una idea que me surgió uno de los días que pasé en Londres, mientras viajaba en metro. De todas formas, espero que la disfrutéis, si es que os da por leerla.

Capítulo uno

El dolor de cabeza era insoportable. Cora se llevó las manos a las sienes y presionó suavemente. Se mordió el labio con demasiada fuerza al notar un agudo pinchazo en los ojos, detrás de los párpados. Gimió, permitiéndose un poco de auto compasión. Se dijo a sí misma que jamás volvería a beber tanto, pero no era la primera vez que hacía ese propósito y sabía que aquella no sería la última resaca que le quedaba por aguantar. Una repentina ráfaga de aire viciado le revolvió el pelo, deshaciendo su coleta y deshilachándola en mechones de cabello azabache. Alguien la empujó bruscamente desde atrás. La joven abrió los ojos y lanzó una mirada gélida al hombre que, situado a su espalda, intentaba abrirse paso entre la multitud para ser uno de los primeros en aproximarse al andén. Éste la ignoró, o quizás ni siquiera la advirtió, y siguió dando empellones con hombros y brazos para apartar a la gente. Las personas se giraban con expresión indignada y algunos de ellos exigían una disculpa.


El viento empezó a soplar con más fuerza, al mismo tiempo que el ruido aumentaba, indicando la inminente llegada del metro. Cora también hizo un intento por acercarse al andén, pero fue inútil. No tenía fuerzas para oponerse a las furiosas y embravecidas oleadas de altos ejecutivos, trabajadores de calle, vendedores de a pie, estudiantes y familias que luchaban la diaria batalla de regresar a sus hogares en la hora punta londinense. Viéndose golpeada y arrastrada, Cora acabó por desistir. Consiguió escapar de la agitada marea humana que inundaba el túnel y se sentó en uno de los bancos de madera junto a las escaleras, desde donde observó el enfrentamiento y escuchó las protestas airadas, que continuaron hasta la estruendosa llegada del metro. Las puertas rojas se abrieron y la gente entró por ellas, apretándose unos a otros y buscando hueco en cualquier esquina o resquicio libre. Las personas mayores se apresuraron a ocupar los asientos, las madres cogieron a sus hijos de las manos y los adolescentes se ajustaron los cascos de sus mp3. Cuando todo el mundo estuvo dentro, el metro cerró las puertas y desapareció en la oscuridad del túnel. El andén se quedó entonces silencioso y vacío.


Cora abrió su mochila y buscó la caja de paracetamol que había comprado en la farmacia de la Universidad nada más salir de clase; el dolor de cabeza había llegado a ser tan intenso que le había nublado la vista. Ya había tomado un comprimido, pero parecía no haber hecho efecto. Apretó el envoltorio de plástico de la pastilla y una vez en mano se la llevó a la boca. Reprimió un escalofrío al sentir el sabor amargo en la lengua. Suspiró y reclinó la cabeza, cerrando de nuevo los ojos. Notó que tenía el pulso acelerado: era capaz de escuchar sus propios latidos en los oídos, en el cuello e incluso dentro de la boca. ¿Tal vez, aparte de resaca, estaba incubando algún tipo de enfermedad? Escuchó unos pasos que se aproximaban y abrió los ojos rápidamente. Un anciano con una chaqueta gris y unos pantalones a cuadros marrones se sentaba en el banco contiguo al que ella ocupaba. También había allí una mujer de mediana edad con un abrigo púrpura y tres bolsas de la compra, un grupo de cinco chicos y chicas vestidos con el uniforme de algún colegio y un joven con una ancha boina negra que llevaba una gigantesca mochila a su espalda. Cora bostezó al mismo tiempo que alzaba la mirada para observar el panel iluminado que avisaba de los minutos que restaban a la llegada del siguiente metro. Uno.


Se puso en pie cuando el viento, procedente del túnel, ganó velocidad. El metro, vacío casi por completo, se detuvo frente a ella lentamente. La puerta del último vagón se abrió y Cora pasó al interior. Se acomodó en uno de los asientos, y tras comprobar que estaba sola, cerró de nuevo los ojos. Otra bofetada de aire alivió el ardor de sus mejillas. El metro se puso en movimiento con un traqueteo, acompañado por el creciente ruido de la máquina. Cora sabía que tenía tiempo para echar una breve cabezadita: su parada aún quedaba bastante lejos. Entreabrió los ojos y puso a tientas la alarma del reloj.


Se refugió en la calidez de su abrigo, en la suavidez del tejido de su bufanda, impregnado del calor de su propio aliento. Entrelazó sus manos alrededor de su mochila y cruzó los pies. No le molestaba la oscilación del vagón, ya estaba acostumbrada a ello. Aun así, no llegó a dormirse; quedó sumida en un estado de semi ensoñación entre la consciencia y la inconsciencia. Siguió escuchando cómo el metro se detenía y se ponía en marcha una y otra vez, cómo las puertas se abrían y cerraban, la familiar voz de la mujer repitiendo las mismas palabras sin descanso: “mind the gap”. Si alguien más entró en el vagón en el que ella viajaba, no se dio cuenta. No escuchó nada ni a nadie.


A tan sólo una parada de su destino, sin embargo, ocurrió algo extraño. El metro reinició su recorrido tras detenerse, suavemente al principio y adquiriendo velocidad rápidamente. El sonido vibró, y cambió gradualmente de leve a estridente, como era habitual. Pero el incremento continuaba y el ruido no dejaba de aumentar. Cora pensó que aquello era un tanto raro, pero los párpados le pensaban mucho y no le apetecía abrir los ojos. Tal vez había conseguido dormirse finalmente y estaba soñando. Tuvo, en el estómago, la sensación de que el vagón aceleraba de forma alarmante. El chirrido y el traqueteo se escuchaban cada vez más y más fuertes, alcanzando un volumen exagerado. Y justo en el instante en que Cora estuvo a punto de abrir los ojos, todo se normalizó. El ruido se aplacó, la velocidad se redujo. Y feliz por poder dejar pasar aquel efímero sentimiento de preocupación, tras suspirar aliviada, se quedó irremediablemente dormida.

1 comentario:

Xit dijo...

OHHH que chulo, quiero la siguiente parte y a ser posible no lo dejes a medias que me quedo con las ganas de saber como continua.


Asi que ha empezar a escribir la siguiente parte.

P.D. ya te dije que tu inspiración volveria no???