miércoles, octubre 22

Tar Lady

Bueno, aquí está la otra historia para mi ensayo. No es gran cosa, me gustaba mucho más la otra, y además me ha costado la vida acabarla, pero aquí está. Espero que la disfrutéis.

TAR LADY (traducido queda peor, pero viene a ser algo así como "Dama de Alquitrán")

Ayelen solía suspirar. Desde hacía unas cuantas semanas pasaba horas y horas suspirando. Sentada sobre una montaña de cojines verdes y púrpuras, oculta tras una cortina de pequeñas y brillantes cuentas, sumergida en el tenue resplandor que inundaba su habitación, observaba abstraída el juego de luces. Conforme las horas, y los días, pasaban, descubría nuevos colores en el brillo que el sol arrancaba a las diminutas cuentas transparentes. Aquella mañana la luz estaba teñida de verde y en el exterior, una bandada de pájaros azules surcaba el cielo nublado. Ayelen atisbó a través de la ventana con sus ojos ambarinos. Podía oler la fragancia de la lluvia que se avecinaba.

Había un espejo en la pared de enfrente, una capa de cristal líquido enmarcada en dos piezas curvas de madera rojiza. A pesar de que el reflejo no era exacto, pudo apreciar la palidez de su piel oscura y la delgadez de su silueta bajo las ropas de seda. Suspiró de nuevo y se tumbó sobre los suaves cojines con la intención de cerrar los ojos. En ese momento oyó voces en la entrada principal de la casa: dos de ellas femeninas y la otra masculina, que reconoció al instante. Los pasos se acercaban. Se incorporó rápidamente, se pellizcó las mejillas con fuerza y compuso una sonrisa un tanto rígida. Afortunadamente sonreír era una de aquellas cosas que una vez aprendidas nunca se olvidan. Se mantuvo junto a la ventana, intentando parecer natural y despreocupada. Alguien golpeó la puerta con los nudillos.

- Adelante.

Una muchacha entró en la habitación. Era completamente distinta a su hermana mayor: tenía el cabello corto y oscuro y los ojos color avellana. A pesar de ser un año más joven que Ayelen, la superaba en altura. Ella sonrió pero su hermana frunció el entrecejo. Una sombra de preocupación oscureció sus angulosas facciones. Ayelen supo que no había conseguido engañarla.

- ¿Estás bien, Ayelen?
- Por supuesto que sí.- dijo ella, aunque la determinación de su voz no sonó demasiado convincente.
- ¿Estás preparada para...?
- Sí, lo estoy.- replicó, y luego añadió en un tono más bajo.- Por favor, hermana, sácame de aquí.

Su hermana asintió silenciosamente y le tomó las manos. Cerca de la puerta principal había un hombre. Tenía sus fuertes y morenos brazos cruzados sobre el pecho y una expresión taciturna bajo sus espesas cejas. Ayelen inclinó la cabeza ante él.

- Pido permiso para abandonar tu casa, amo.
- Puedes abandonar la casa.
- Gracias, amo.

Y Ayelen apretó con fuerza la mano de su hermana. Ella entendió aquella súplica muda y se apresuró a bajar los escalones.


El cielo estaba pintado en azul y un blanco algodonoso, el viento húmedo arrastraba el aroma de las primeras flores y el sol doraba las hojas mojadas en las copas de los árboles, donde los pájaros en hileras sobre las ramas nudosas, trinaban. Pero para Ayelen todo era tan brillante que sus ojos quedaron cegados durante unos segundos. Las casas de madera estaban dispersas entre los altos robles, cuyos troncos estaban decorados con cuerdas trenzadas de color añil. Colgando de las ramas había unos extraños y hermosos instrumentos de piezas de madera, plata y cristal. Aquellos instrumentos canalizaban el aire convirtiéndolo en una melancólica melodía.

Su hermana la guió a través del bosque en dirección a su antiguo hogar, una gran casa flanqueada por dos gigantescos robles. Esperando bajo las vigas del porche había tres niños. Los dos chicos eran completamente idénticos: ambos tenían una larga cabellera negra, ojos brillantes y vestían tan sólo unos pantalones marrones y cortos sujetos con un cinturón de piel de cocodrilo. La niña, que era más pequeña, tenía el pelo color rubio ceniza, una diadema de flores en la frente y un vestido blanco. Corrieron hacia Ayelen, chillando y riendo de felicidad. Rodeada de sus seres queridos, penetró en la casa. A pesar de que no había pasado mucho tiempo desde su marcha, había echado mucho de menos su hogar. Las paredes, al igual que el suelo, eran de madera. Estaban decoradas con tapices de vivos colores, alfombras de hojas entretejidas, máscaras tribales y distintas armas de batalla. El aire y la propia atmósfera eran acogedores, todos los sonidos y los objetos familiares. Y toda su familia estaba allí para recibirla. Ayelen pasó de mano en mano, fue abrazada y besada en las mejillas, la frente y en las palmas de las manos. Su corazón estaba desbordado de felicidad, sus ojos anegados de lágrimas. Nadie le preguntó acerca de su palidez y su extrema delgadez, sobre la expresión torturada que estaba intentando disfrazar con sonrisas vacilantes. Ya sabían la respuesta.

Las mujeres de la familia guiaron a Ayelen hasta una espaciosa habitación cuyas paredes estaban pintadas en azul celeste y cubiertas por una docena de espejos de diferentes formas y tamaños. Había una gran ventana abierta por la que se colaba la verdosa luz que iluminaba la estancia. Las mujeres inciaron los preparativos. El Ritual de la Lluvia era uno de los más importantes a lo largo del año. La tribu al completo se reunía para celebrar la llegada de las primeras lluvias de primera, honrar a los dioses y a los espíritus de la naturaleza. Las mujeres debían vestirse con túnicas azul y violeta, ir descalzas y decorar sus cuerpos con pinturas tradicionales. La tarea se llevó la tarde entera y cuando Ayelen pudo mirarse en el espejo, la luz del ocaso acariciaba su rostro. Sus pómulos, frente y labios estaban pincelados de azul, sus ojos estaban perfilados con tinta, y sus manos, brazos y piernas tatuados con intrincados diseños. Su madre, abuela, hermanas, primas y sobrinas presentaban un aspecto semejante. En el bosque se oyó una flauta. Su abuela cerró la ventana y todas las demás mujeres la siguieron fuera de la sala.

Los hombres aguardaban en el porche. Iban vestidos del mismo modo que los pequeños gemelos y tenían sus cuerpos decorados con dibujos blancos. Los de más edad llevaban pieles de grandes animales muertos sobre sus hombros. Era costumbre que los varones de una familia portaran pruebas de su fuerza y poder para impresionar a los miembros de otras tribus. Ayelen intercambió una mirada con su padre; pudo advertir la culpabilidad y el remordimiento en sus viejos rasgos. La flauta sonó de nuevo y la familia al completo se puso en movimiento.

El camino estaba oculto entre los árboles, invisible a ojos de aquellos que no conocían su existencia. Se retorcía entre la alta hierba, tejiendo un laberinto bajo el denso ramaje a modo de cúpula sobre sus cabezas. El líder de la tribu sostenía una antorcha en su mano izquierda, alumbrando sus pasos; más allá del techo arbóreo del bosque los nubarrones tormentosos ensombrecían el resplandor nocturno. Ayelen vio a su esposo unos metros más adelante y se sintió enormemente agradecida a la tradición que dictaba que aquella celebración debía pasarse en compañía de los parientes de sangre. Había esperando aquella noche con ansiedad; quería dejar ser prisionera de un matrimonio que jamás había buscado, por unas horas deseaba no ser la esposa de un hombre al que nunca había amado. En la oscuridad, no muy lejos, aparecieron unos puntos de luz amarilla: las demás tribus se estaban aproximando.

Alcanzaron un amplio claro. Había una pequeña laguna de aguas resplandecientes como plata líquida, junto a un viejo sauce llorón cuyas hojas besaban su superficie. Ayelen sintió algo fresco en su rostro y alzó los ojos para recibir la caricia de la fina llovizna que empezaba a caer. Entreabrió los labios y desgustó el sabor dulce de la lluvia. La flauta se oyó más cerca y de repente el claro se llenó de muchas caras desconocidas. Y sin embargo, a pesar de ser desconocidas, eran al mismo tiempo semejantes: alrededor de sus ojos, bocas y frentes había dibujos blancos y azules. El jefe de cada tribu, junto a su heredero, atravesó el claro y se detuvo a la orilla de la laguna. Ayelen entrecerró sus ojos, intentando ver mejor lo que sucedía.

Eran seis. Seis fuertes e imponentes hombres a pesar de su avanzada edad. Cada uno de ellos levantó y mostró la lanza ritual en señal de paz. Durante el Ritual de la Lluvia no estaban permitidos resentimientos ni viejas disputas. En ese instante las nubes dejaron pasar un rayo de luz de luna. Gracias a la fugaz luminosidad, y desafortunadamente, Ayelen pudo ver al primogénito del jefe de la tribu del noroeste. Y una vez puestos sus ojos sobre él fue incapaz de apartar la mirada. Mientras admiraba sus apuestas facciones, sus atractivos músculos y sus penetrantes ojos verdes, escuchó a sus hermanas suspirar a su espalda. No sabía entonces que su futuro estaba condenado. Pero cuando el joven la miró y le sonrió, a través de la lluvia, Ayelen sintió por primera vez el ardor del deseo. Y supo que no opondría resistencia.

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