viernes, junio 27

Nuestro rastro en el camino

Nunca dejábamos de viajar. No importaba que el tiempo se presentara inclemente, que las carreteras estuvieran intransitables o que los caballos estuvieran agotados. El hechicero, que a veces usaba el nombre que llevaba puesto el desafortunado día que le conocí y otras veces se hacía llamar Martius, apenas abandonaba el carromato que era su hogar, y este siempre se mantenía en movimiento sobre el camino yendo de un lugar a otro sin detenerse. Sólo parábamos cuando él recibía algún encargo o tenía que preparar alguna pócima de delicada elaboración, y sólo se dedicaba al ocio después de hacer cobrado por algún trabajo: se dirigía directamente al primer burdel de carretera con el que nos topábamos dispuesto a desembolsar el dinero que fuera menester para que que la chica accediera soportar el tenerme a mí de espectador mientras él disfrutaba de ella.
En aquella ocasión nos detuvimos junto a un circo ambulante que había acampado a las afueras de un pueblo. ¿Cuál? Yo no tenía ni idea ni tampoco me importaba. Era un pueblo como cualquier otro, ni más pequeño o más grande de lo habitual, ni especialmente bonito o feo. Casuchas marrones y grises que se levantaban unas al lado de otras y rodeadas de tierras de cultivo. Era primavera y llovía un día sí y otro también, por lo que los campos estaban anegados. Las caras de la gente que se había reunido alrededor del campamento circense estaban tan nubladas como el cielo. El hechicero aparcó el carromato cerca de los maltrechos establos donde se amparaban las monturas de los acróbatas, se bajó de él y soltó mis cadenas para arrastrarme tras de sí.
A pesar del tiempo que llevaba encadenado a él, el hechicero seguía siendo una gran incógnita para mí. El cómo era capaz de recibir encargos y localizar clientes sin apartarse del camino ni abandonar su carromato seguía me seguía pareciendo un misterio, y cómo hacía funcionar aquella magia que me impedía romper sus cadenas para huir de él me resultaba absolutamente inexplicable. Pero Martius sabía siempre lo que tenía que hacer y hacia dónde tenía que dirigirse; jamás vi una sombra de duda en sus ojos ni un temblor de vacilación en sus manos. Supongo que eso fue lo único que llegué a respetar de él.
Sentado en un taburete a la entrada de una tienda de lona, había un hombre afilando cuchillos. Exceptuando el color rubio de su pelo no se diferenciaba en nada de los demás miembros de la compañía ambulante, que iban y venían afanados en sus tareas, fueran cuales fuesen. Era delgado pero fibroso y tenía una ceja partida semioculta por el flequillo largo y sucio que le cubría la frente. Los ojos bien podían haber sido azules, grises o marrones, aunque su mirada me llamó la atención: en mitad de aquella decadente atmósfera gris, refulgía con inusitada fuerza. Martius se plantó delante de él sin ningún tipo de ceremonia y esperó, no sé si con paciencia, a que el individuo reparara en él.
- Aquí no.- se limitó a decir.- Pasa.
Dejó los cuchillos sobre el taburete y entró en la tienda. Martius dio un tirón a mis cadenas para obligarme a seguirlo al interior, donde el hombre rubio le esperaba sentado en una silla. No había nada de valor en aquella tienda. Unas mantas enrolladas sobre una estera de esparto, un abrigo mugriento y un baúl deslustrado eran los únicos objetos a la vista.
- Quiero deshacerme de una persona.- dijo el rubio.
- Hay muchas formas de deshacerse de alguien.- observó Martius.
- Quiero que muera.
- ¿De quién se trata?
- Se llama Parell, el mayor de los hermanos equilibristas. Quiero que parezca un accidente.
- No hay ningún problema.
- ¿Cuánto me va a costar?
Yo ya sabía el precio que Martius tenía para aquel tipo de trabajos.
- Cien monedas de oro.
El hombre rubio torció el gesto.Quien le recomendara los servicios del hechicero había debido de informarle mal acerca del coste que tenían. Pero se repuso rápido de la impresión y asintió con la cabeza. Me pregunté cómo habría conseguido tal cantidad de dinero, teniendo en cuenta que su profesión no estaba demasiado bien remunerada.
- Será esta noche. Te espero en mi carromato después de la función.
El rubio dirigió la mirada hacia mí por primera vez, y al contrario de lo que solía pasar no fui objeto de una mirada desdeñosa, asombrada o temerosa. Me evaluó como quien observa bien una mercancía que está interesado en comprar.
- En nuestra compañía te pagarían muy bien por esta cosa de aquí.
- No está en venta. Adiós.
Y nos marchamos de allí bajo la fina y fría llovizna que había empezado a caer.

Martius pasó toda la tarde metido en el carromato, elaborando la sentencia de muerte que ya pesaba sobre Parell, el mayor de los hermanos equilibristas. Yo, como de costumbre, me quedé fuera sentado en el suelo enfangado, empapado y siendo estudiado por todos los que pasaban cerca. Los habitantes del campamento circense me miraban con curiosidad y ojo crítico, mientras que los pueblerinos con esa mezcla de terror, sorpresa y asco que yo tan bien conocía. Al caer la noche, todo el mundo se congregó delante del escenario para disfrutar del espectáculo. La música comenzó a sonar como preludio a la entrada de los acróbatas, que desfilaron entre volteretas, saltos imposibles y peligrosas piruetas. Les siguieron unas cuantas bailarinas vestidas con poca ropa, con sonrisas pintadas en los labios y contoneos llamativos. Los monstruos, animales raros y tullidos con extrañas y horribles deformaciones, posaron tristemente ante el público, que les silbó y los abucheó con crueldad. Un par de magos aficionados encandiló a la gente con hábiles juegos de manos antes de que efectuaran su aparición los hermanos equilibristas. Ambos eran atléticos y fuertes, más o menos de la misma estatura, tenían el torso desnudo y los pies descalzos. Uno de ellos era pelirrojo y el otro moreno. Rápidamente introdujeron en el escenario dos torres de unos siete u otro metros de altura, con soportes de ruedas y unidas en la parte superior por una cuerda. El primero en llevar acabo su número fue el pelirrojo, que trepó como una ardilla a lo alto de la primera torre y cruzó la distancia entre ellas caminando lentamente sobre la cuerda, desafiando a la muerte y coreado por los chillidos del público, que estalló en aplausos cuando aterrizó en el suelo tras descender por la segunda torre. Cuando Parell subió, repitiendo los gestos de su hermano pequeño, no pude evitar estremecerme. Me giré para observar a Martius, que estaba asomado a la ventana del carromato y vi cómo el hechicero encendía una vela y quemaba con ella un trozo de papel escrito que se desmenuzó rápidamente en cenizas, dejando en el aire un humo rojizo de extraño brillo sobrenatural. Al ver que el mayor de los hermanos equilibristas se vendaba los ojos con un pañuelo para conferir un mayor riesgo a su actuación, sonrió para sí. Parell dio el primer paso con decisión. El segundo también. Pero al dar el tercero, los brazos que mantenía extendidos a ambos lados para guardar mejor el equilibrio oscilaron peligrosamente, haciendo que sus pies oscilaran también. Al cuarto paso le siguió un grito del propio Parell que fue ahogado por los del público, y el quinto paso hizo que la cuerda se balanceara funestamente. El mayor de los hermanos equilibristas se precipitó al suelo y al caer, se rompió el cuello.
De entre todos los alaridos hubo uno que resonó por encima de los demás. Una chica, una de las bailarinas semidesnudas que momentos antes se había ganado unos cuantos piropos del público, atravesó el escenario corriendo con los ojos llenos de lágrimas y se arrojó sobre el cuerpo sin vida del trapecista. El hermano menor, el pelirrojo, también se arrodilló a su lado, con la venta de la frente palpitándole con violencia y los dientes apretados por la rabia. La compañía no tardó mucho en echar de allí a los pueblerinos y recoger todo el tinglado. Taparon el cadáver de Parell con una sábana y se lo llevaron a otro sitio. Minutos después apareció alguien para decirnos que nos marcháramos, un encapuchado que aparte de darnos el mensaje también le entregó a Martius una bolsa de tela que sonaba a dinero.
- Creo que, antes o después, ese equilibrista
tan valiente se habría matado él solo. Aunque a mí me viene mucho mejor así.- susurró el hechicero al tener entre sus manos el pago acordado.
Martius no se demoró en despertar a los caballos y en poner en marcha de nuevo el carromato. Mientras dejábamos atrás aquel pueblo sin nombre y aquella tragedia que no me era tan ajena como me habría gustado, el hechicero tarareaba entre dientes, feliz, sabiendo tan bien como yo cual sería nuestra próxima parada.

[Imagen por labyrithworm]

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