martes, septiembre 24

Larga vida al Rey

El Rey siempre se quedaba dormido con la luz encendida. El trémulo resplandor del candelabro hacía bailar a las sombras, que trepaban por las pesadas cortinas de terciopelo color añil pálido, y tras los cristales las estrellas temblaban a la par. Desde los pies de la cama se podía divisar un mar de ornadas alfombras que cubría, de esquina a esquina, el suelo del dormitorio real. 
Se decía que el rey tenía miedo a la oscuridad desde que, siendo todavía un muchacho, se perdió por la noche durante una cacería en mitad del bosque, pero el hombre allí presente sabía que su temor a la ausencia de luz respondía a otro nombre muy distinto: cobardía. Para él había tres clases de tiranos: los fuertes, los débiles y los estúpidos. Los fuertes aprendían rápido a erradicar la conciencia, o al menos a silenciarla, para poder ser fieles a su credo de maldad. Los estúpidos ni siquiera conocían el significado del concepto moralidad. Pero los débiles no conseguían alejar del todo los remordimientos y sus almas egoístas estaban carcomidas por el fantasma de su propia duda. El miedo que el monarca pretendía alejar con aquella luz se llamaba culpa. El intruso se inclinó sobre la vela y sopló para apagarla.
Todos los muebles, confeccionados con maderas preciosas, tenían ornamentaciones de pan de oro. Los ricos tapices que forraban las paredes, junto a los cuadros enmarcados, tenían motivos de fantasía que hacían volar a la imaginación. El tejido del alfombrado era tan suave que acariciaba los pies al andar sobre él y a través de las ventanas se podía disfrutar de los bellos paisajes que ofrecían los cuidados jardines del palacio. Las mantas eran cálidas y cómodas, las sábanas de los los tejidos más suaves importados. Junto a la cama, en una mesita, reposaba la corona de oro, plata, rubíes y zafiros. Pero para el asesino, aquella soberbia opulencia en vez de llamar a la codicia invocó al hambre. 
Se arrodilló junto a la cama del rey y sacó del interior de la bota derecha un cuchillo. La había elegido a conciencia, puesto que aquella era el arma que usaba para sacrificar a los animales de su ganado cuando les llegaba el momento y aquello también era un sacrificio: Sin embargo, el sacrificado no era el monarca sino él mismo. Era consciente de que a partir de esa noche, si lograba escapar vivo después de darle muerte al Rey, él también tendría que encender un candil para poder conciliar el sueño. 
- Alguien tiene que hacerlo.- se dijo por enésima vez.
El justiciero levantó el cuchillo en el aire y con un movimiento experto le cortó el cuello al monarca. No hubo gritos ni forcejeos; tan sólo el borboteo de la sangre al abandonar el cuerpo.
- Larga vida al Rey. 

[Imagen por Seykloren]

2 comentarios:

InfusiónDeLotoNegro dijo...

Los cargos de poder humanos no son nada, están siempre por debajo de las verdaderas reinas, las que realmente dominan los actos de las personas. Las pasiones…

Incremento de actividad por aquí. Me alegro, ojala siga así por mucho tiempo.
:D

Anaid Sobel dijo...

Me gusta esto de verte activa, querida.
Mucho mucho.

Y menuda gozada de texto.
Puaf.
Esa frase final con la sangre brotando, dios, llámame sádica pero me ha encantado.

Que bien escribes, cariño!

Besos grises de esta amiga perdida.