La cafetería estaba en el extremo opuesto a la entrada de la facultad, por lo que su ubicación era fácil de recordar. Era una amplia sala con paredes cubiertas de cuadros, dibujos y fotografías, cruzada por un largo mostrador que separaba las cocinas de las mesas redondas para los alumnos. A través de las puertas acristaladas que comunicaban con el jardín y con las demás mesas en el exterior, entraba mucha luz. Un resplandor claro y diáfano. Amiss había visitado ya más de una cafetería, y a pesar de las diferencias entre unas y otras siempre se había sentido tranquila, arropada por el olor a café y el sonido uniforme de la charla ajena.
Pero aquel lugar la aterrorizó profundamente. La estancia estaba abarrotada. Casi todas las mesas estaban ocupadas y fuera no quedaba ni una silla libre, el espacio estaba inundado de centenares de conversaciones, murmullos y risas. El aire, que circulaba eficazmente gracias a los ventiladores, estaba saturado de aromas viajeros de cappuccino, tostadas y mantequilla. Los jóvenes se empujaban con frenética impaciencia unos a otros con tal de abrirse hueco cerca de la barra y los camareros, que parecían robots, apenas hablaban y se movían automáticamente dando a sus manos una velocidad asombrosa, multiplicando a ojos vistas el número de dedos como en un truco de magia para poder llevar a cabo los pedidos cuanto antes.
La cafetería se le antojaba una selva salvaje y fiera, llena de bestias despiadadas. Sólo se imaginarse entre aquella muchedumbre, similar a un panal de abejas zumbantes, se echaba a temblar.
Isaac la miró, interrogante.
- ¿Qué quieres?
- Eh... nada, nada. Ya he desayunado.
- ¿De verdad?
- Sí.
- Como quieras. ¿Puedes ir pillando mesa? Mejor dentro, fuera parece que no hay sitio. Yo ahora voy.
- Vale.
La Mediadora cogió aire, a pesar de no necesitarlo, y a paso más ligero de lo que hubiera sido normal atravesó la sala poniendo la máxima distancia entre ella y los alumnos que pedían el desayuno. Localizó una mesa vacía y se apresuró a alcanzarla, esquivando con sumo cuidado a un par de muchachas que se le cruzaron por delante sin miramientos y sorteando algunas sillas satélites de mesas atestadas.
La mesa no estaba ocupada, pero sí llena de vasos y platos usados por los que se habían sentado antes que ella. Colgó la mochila en el respaldo de la silla, se quitó la chaqueta y esperó, observando a la gente, todavía cohibida. Buscó a Isaac entre la aglomeración de personas junto a la barra, pero entre tantas cabezas y cuerpos que se movían no se podía distinguir a nadie con claridad. Una mujer bajita, que tenía un delantal de cuadros sujeto a la cintura, se aproximó a ella para recoger los platos y tazas, ponerlos sobre una bandeja ya a reventar y marcharse como una exhalación. También echó un vistazo en derredor, por si Mikäh estaba cerca.
Su usuario apareció a su lado con un café en una mano y un plato de napolitanos en la otra, sin haber perdido la sonrisa ni haberse despeinado. Amiss lo miró con la boca abierta, incrédula.
- ¿Cómo lo has conseguido?
- ¿El qué?- preguntó él, sentándose y colocando el plato con los dulces entre ambos.
- El desayuno… tan rápido. Si hay muchísima gente esperando para…
- Es cuestión de práctica, nada más. He pedido napolitanos, puedes coger si quieres. Están muy buenos, ¿los has probado?
- No, pero no tengo hambre. De verdad.
- ¡Bueno! Pues más para mí.
Isaac dio un largo sorbo de café, manchándose el labio superior de espuma y relamiéndose después.