viernes, mayo 4

IASADE -100-


Bajó del tejado con agilidad, liberada gracias a su estado etéreo de la torpeza, y por un segundo dudó entre estudiar con más detalle a los niños que jugaban o ir detrás de los turistas que ya habían doblado la esquina. Finalmente, su deseo de conocer la ciudad se impuso y echó a correr en pos de la pareja, que a todas luces parecía americana. El hombre no era muy alto pero tenía la espalda ancha y los brazos fuertes, pelo cano y corto, cejas pobladas y mentón erguido. La mujer era de caderas anchas, gemelos imponentes, nariz afilada y ojos sagaces, y blandía en el aire el mapa con firmeza.

Amiss los siguió haciendo caso omiso de la discusión que se traían entre manos; eran sólo una excusa para moverse y contemplar Cagliari. Llamó su atención la gran cantidad de jóvenes que recorrían las calles y la despreocupación, además de soltura, con la que caminaban. Los muchos artistas callejeros que tocaban o pintaban, copiando el paisaje o retratando a la gente a petición de un cliente o por puro placer, el ingente número de turistas armados con sus cámaras de fotos mirándolo todo con ojos enormes.
La Mediadora saltaba de una persona a otra, siguiendo a todo aquel humano que hacía (o tenía) algo más interesante que interfería en su campo de visión. Bien podía ser una nariz atípica, un estampado precioso en la camisa, un color chillón en el casco de la moto, una voz muy grave, unos andares peculiares, una risa contagiosa… Cualquier cosa llamativa la hacía cambiar de rumbo como una veleta caprichosa, y esas decisiones azarosas fueron las que, tras horas de investigación, la dejaron a los pies de un edificio que le hubiera robado el aliento de haberlo tenido.

Tenía forma circular, era de cinco plantas y estaba techado por una cúpula semiesférica de cristal con nervios metálicos. Los muros estaban pintados de blanco y la estructura estaba rodeada por jardines divididos en cuatro sectores y por algunas edificaciones adyacentes, mucho más pequeñas y modestas. Con pasos impacientes, el alma blanca se acercó a sus puertas.
Y mientras recorría el camino empedrado que llevaba hasta ellas, se quedó atónita. Allá donde mirase había jóvenes de su misma edad y aproximadas, por todos lados. El césped estaba invadido por ellos, reunidos en grupos grandes, pequeños, a pares o en solitario. Jugaban a las cartas, charlaban, discutían, tocaban instrumentos, fumaban, leían, comían, dormían, bebían, reían, se besaban… Amiss revoloteó a su alrededor, asimilando todas las emociones y empapándose de ellas, estudiando a los posibles candidatos como usuarios al mismo tiempo que sentía una pequeña punzada de dolor quemándole por dentro sin que ella supiera por qué.

Se detuvo frente a las escaleras para leer la placa inscrita sobre las puertas “Nuova Facoltá di Architettura e Belli Arti” y con entró con resolución. El interior del edificio no era macizo, sino que estaba horadado en el centro. La construcción era como un donut taladrado por aire y paredes de cristal excepto en la planta baja, donde aquel espacio libre estaba destinado a habitaciones dedicadas a la administración. Una larguísima cola atravesaba aquella puerta, bajo el rótulo “Segreteria”, compuesta por alumnos que resoplaban con impaciencia, aburrimiento y desesperación, alternando los suspiros con incesantes vistazos al reloj. Impulsada por la curiosidad, los superó deslizándose invisible e inmaterial entre ellos para entrar en la estancia.

En su forma corpórea, Amiss era inalterable. Pero su inmutabilidad no impedía que no advirtiera el estado del ambiente, cargado y sofocante, que reinaba entre aquellas cuatro paredes. El aire era abrasador y los ventiladores observaban callados e inmóviles a la muchedumbre sudorosa y apelotonada que los observaban con mal humor. Cuatro personas de mediana edad, detrás de unos mostradores, atendían a la multitud de jóvenes con impasibilidad ajena al nerviosismo y prisas de sus interlocutores. Algunos de ellos hacían preguntas, otros exigían explicaciones o reclamaciones, pedían papeles, rellenaban formularios o recogían tarjetas. El bullicio era continuo, al igual que el entrar y salir de alumnos de la sala. Amiss, balanceándose en equilibrio sobre las montañas de papel que poblaban los escritorios de los empleados, observaba desde arriba a los muchachos.

1 comentario:

Anaid Sobel dijo...

Dios, dios, dios que ganas tenía de más !!!
Me ha encantado la escena, el bullicio de la Escuela de Artes y bufff todo !!!
No me abandones por tanto tiempo la historia, por dios !!
:D