viernes, marzo 20

A través del tiempo

Las nubes ya adquirían un tono purpúreo más allá de la torre del Cristo de los Gitanos, debido a la cada vez más escasa luz del sol, que se hundía en el horizonte. Me escocían los ojos de forzar la vista pero no quería soltar el lápiz. Aquel personaje se me estaba resistiendo… hecho que no dejaba de ser un tanto desconcertante. No conseguía plasmar su mirada en el papel. Se me escapaba el profundo sentimiento que anidaba en ella, una mezcla de indiferencia, tristeza, burla y rabia. ¿Podría alguien ser capaz de tener de verdad una mirada así, o todo era simplemente fruto de mi fantasiosa imaginación? ¿Y si era fruto de mi imaginación, por qué no era capaz de dibujarla?
Suspiré, frustrada, y solté el lápiz dándome por vencida. Levanté la cabeza de mi cuaderno de dibujo y observé a los turistas salir del interior de los palacios nazaríes, aún con sus cámaras de fotos en las manos y conversando animadamente entre ellos. La Alhambra ya había encendido sus luces nocturnas y los focos iluminaban los muros y torres de color anaranjado, haciéndolos parecer de cobre. La brisa primaveral arrastraba consigo el fresco olor a rosas y jazmines, a pinos y abetos. Volví a suspirar, esta vez deleitándome con el aroma del viento.

Vi que alguien se aproximaba a mí, surgiendo entre la marea de extranjeros ataviados con pantalones cortos y chanclas. Lo reconocí inmediatamente al advertir su paso lento y tranquilo, además de por el uniforme de seguridad que vestía con orgullo. La placa que llevaba en el pecho destelló con los últimos rayos de sol, aunque la amplia sonrisa que me dedicó llegó a deslumbrarme completamente.

- ¿Aún sigues aquí?- me preguntó.

- Ya sabes que siempre me quedo hasta la puesta de sol.- contesté, respondiéndole a su sonrisa con otra, de forma tal vez un poco alelada.

- Me debes un café.- se limitó a decir.

- No estoy muy segura. Nuestro acuerdo era válido si pasaba más de una hora dentro, y esta vez he tardado menos.

- Venga ya, Clara, no nos engañemos. Tanto tú como yo sabemos que te sabes la arquitectura de los palacios y las salas de memoria. No necesitas entrar para dibujarla.

- Un trato es un trato.

- Te aprovechas de mí. Estoy siendo cómplice de una caradura, colándola sin pagar en recintos privados.

- Nadie te ha obligado a hacerlo.- repuse con coquetería.

El sacudió la cabeza mientras reía suavemente.

- ¿Me dejas ver el dibujo?

Fingí pensármelo un instante y le tendí el cuaderno. Él sacó una pequeña linterna que llevaba enganchada en el cinturón y alumbró con ella el papel. Pude ver la admiración reflejada en sus rasgos, y sentí un pinchazo de euforia en mi interior.
- Eres demasiado, Clara. No me explico cómo eres capaz de hacer esto. Dibujar algo que tienes delante de ti con precisión casi fotográgica, y más de memoria,- dijo mirándome intencionadamente.- ya tiene de por sí un mérito impresionante, pero todas esas personas... Es realmente como si las vieras y retrataras. Todas tienen rostros distintos, rasgos que los caracterizan, expresiones reales... Y no sólo eso, las posturas, las ropas...
- Soy buena dibujando e imaginando cosas, nada más.- repuse, encogiéndome de hombros y quitándole importancia.- Para algo bueno que sé hacer...
- No seas idiota.- me reprendió, devolviéndome el cuaderno.- Deberías llevar estos dibujos a algún sitio, puede que tengas suerte y consigas montar una exposición. Talento no te falta, pero tienes que moverte.
- De momento sólo es una afición, pero pensaré sobre ello.
- En fin, tengo que marcharme, mis compañeros me estarán echando en falta. Supongo que te veré mañana, ¿no?
- Sí.
- Vamos a tener que cambiar las condiciones de nuestro acuerdo.- bromeó.- Si en media hora no has salido, me invitas a café.
- Eso está hecho.
- Ten camino de cuidado a tu casa. Hasta mañana.
- Hasta mañana, Andrés.
Lo vi alejarse hacia el interior del Palacio de Carlos V, que en ese momento estaba siendo atacado por centenares de flashes que iluminaban momentáneamente sus paredes de ladrillos almohadillados. Yo guardé mi cuaderno y lápices en la mochila y me entretuve unos minutos más observando la vista de Granada a los pies del muro de la Alcazaba. Las farolas anaranjadas resplandecían suavemente, las calles estaban llenas de gente. Un poco más abajo de la torre del Cristo de los Gitanos, en el Mirador de San Nicolás, también se veían los fogonazos de las cámaras de fotos, brillando intensamente como efímeras estrellas. La catedral, más a la derecha, también destacaba entre los bajos edificios por su iluminación. Cuando un escalofrío, producido por la brisa, trepó veloz por mi espalda, decidí que era hora de iniciar la vuelta de descenso.
Bajé a la ciudad por el camino que atravesaba el bosquecillo de hiedras y fuentes hasta llegar a la Puerta de las Granadas. Ya había oscurecido del todo y las sombras reptaban por los muros cubiertos de hojas y los troncos de los árboles, acompañando sigilosamente al rumor del agua al correr. Generalmente solía quedarme inmensa en la contemplación de los detalles del bosque ya que, incluso durante la noche, era un lugar precioso. Pero otros pensamientos ocupaban mi cabeza en aquellos momentos. Andrés tenía razón: ¿cómo era capaz de dibujar a aquellas personas, que nunca había visto, como si las tuviera ante mis propios ojos? Siempre lo había relacionado con mi buena imaginación y capacidad creativa. Al fin y al cabo, no es algo tan extraño. Pero aquella mirada que tantos problemas me había dado esa misma tarde… no había salido de mi cabeza, no me pertenecía, y por eso no había conseguido representarla en el papel.

Sin embargo, ¿qué podía ser sino una imagen fruto de mi invención?

Pasé bajo el arco de la Puerta de las Granadas, que aún estaba de reformas y siendo limpiada, descendiendo por la Cuesta de Gomérez y mirando ociosamente las pequeñas tiendas de recuerdos y artesanía morisca, con sus farolillos de colores y sus montañas de palestinas apiladas unas sobre otras a la entrada. Nubes de humo aromatizado escapaba de las varillas de incienso que se quemaban en el interior de los establecimientos. Calle abajo se veía y escuchaba el ajetreo de Plaza Nueva, lugar de encuentro de jóvenes, lleno de bares y restaurantes, y plagado también de artistas callejeros que tocaban la guitarra junto a la fuente a la espera de unas monedas.

Iba a mitad de la cuesta cuando sentí algo a mi espalda. Me detuve, intentando escuchar, pero oyendo nada. Me di la vuelta despacio, pero detrás de mí sólo había un manto de casi impenetrable oscuridad. Fruncí el entrecejo, pero finalmente el ruido del tráfico y las risas de la gente me animaron a continuar caminando. No llegué a dar ni cinco pasos cuando unas fuertes manos me agarraron con violencia desde atrás, tapándome la boca y ahogando mi grito, arrastrándome a la negrura que invadía una estrecha bocacalle a la derecha.

Intenté desasirme, soltarme, retorciéndome y dando patadas, intentando morder la mano de mi atacante, sin ningún éxito. El desconocido era mucho, mucho más fuerte que yo. Me arrinconó contra la pared, ocultándose en las sombras de forma que me era imposible verle la cara. Tenía el corazón en la boca, latiéndome con tanta fuerza que no me habría sorprendido que alguien pudiera escucharlo desde la calle principal. Tal vez siguiendo a mis instintos, me quedé completamente inmóvil, casi conteniendo la respiración y esforzándome por controlar el miedo. Mi atacante no dijo una sola palabra, pero oí su agitada y acelerada respiración. Noté que sus manos reptaban por mi cuerpo, en busca de mi mochila. Sacó el cuaderno de dibujo y se apartó de mí con él en sus manos.
- No te atrevas a moverte, no des ni un solo paso, y tampoco grites... si quieres vivir.

Y no necesité ver una pistola o cualquier otro tipo de arma blanca para creer en su amenaza; su voz era más que suficiente para aterrorizarme por completo. Lo escuché pasar las páginas, y advertí que conforme lo hacía su respiración se volvía cada vez más rápida. Emitió un sonido estrangulado, de pura frustración, y se acercó de nuevo a mí. Me agarró el cuello con una mano, apretándome y haciéndome daño.
- Por favor...
- ¡¿Quién eres tú?!- me preguntó, casi gritando.- ¡Dime quién eres!
- ¡No sé de qué me hablas!- conseguí decir, en un siseo.- ¡Suéltame!
- ¡Tu nombre, dime tu nombre!
- ¡Clara!- dije.- ¡Déjame, suéltame! ¿Quieres dinero? ¡Te lo daré, pero déjame ir!
- No intentes engañarme.- dijo con tono peligroso.- Sé muy bien que no eres quien dices ser, a pesar de que finges de maravilla. ¿Cómo sino podrías saber todas esas cosas?
Sacudió mi cuaderno en el aire con su otra mano. El miedo empezó a perder fuerza, sustituido por la rabia, fruto de la incomprensión. No tenía la más remota idea de lo que estaba pasando, de quién era aquel tío y de lo que quería de mí.
- ¿A qué te refieres? No son más que dibujos.
- No, no lo son.- y se rió, con frialdad.- Y lo sabes perfectamente.
- No, no tengo ni idea.
- ¡No te hagas la tonta conmigo!- gritó, apretándome aún más y dejándome sin aliento por unos segundos.- ¡Ni me tomes por tonto a mí! ¡Respóndeme de una vez!- su furia había dado a una desesperación casi dolorosa.- ¡Mira este dibujo y explícamelo!
Con las manos temblorosas alcancé a coger el cuaderno y mirar la página que me señalaba. Se trataba del dibujo que había hecho aquella misma tarde. Representaba una imagen del Patio de los Arrayanes, llena de vida. A ambos lados del estanque había divanes de madera con cojines, mesas con jarras de brebajes frescos y postres árabes en platos de hermosa cerámica. Hombres y mujeres disfrutaban de la comida y la bebida, escuchando a un grupo de músicos que tocaban en un rincón y admirando el sinuoso baile de un grupo de atrevidas bailarinas. Los más jóvenes corrían y jugaban en el borde del estanque, lanzando piedras o mojándose las manos. Era muy bonito, pero no dejaba de ser tan sólo un dibujo.
- No veo nada...
El dedo de mi atacante se detuvo sobre aquel rostro de mirada complicada que me había sido imposible retratar con la misma precisión que los demás. Era un muchacho joven, de tal vez veinticinco años, que llevaba el torso desnudo sobre el que resplandecía un collar de piedras preciosas y unos pantalones bombachos. Iba descalzo, y estaba sentado sobre un mullido cojín cerca los músicos, mirando en dirección a las bailarinas. Levanté la cabeza para buscar los ojos de mi agresor, y me quedé sin habla por un momento.
Delante de mí estaba el mismo rostro moreno, de rasgos atractivos y cabello color arena que había intentado dibujar aquella tarde. No había ninguna duda al respecto. La línea de la mandíbula, fuerte y marcada, era la misma; la nariz recta, las cejas delgadas, los labios carnosos, aquellos ojos que eran oscuros como pozos y que estaban llenos de angustia, desesperanza, determinación y burla…
- Ahora déjate de excusas y respóndeme. Dime cómo sabes que yo estuve allí y cómo has podido recrear aquella noche que viví. Te lo volveré a preguntar... ¿Quién eres?



1 comentario:

Sergio Camilo dijo...

jejeje oye esta muy bueno tu blog te mando un saludo desde colombia y proximamente desde granada jojoj XD cuidate ciaoo