lunes, febrero 16

San Pietro in Montorio

Por desgracia, cada vez se me van olvidando más cosas de lo que estudié en Historia del Arte.
Cosa que me da mucha rabia.

Una de las cosas que estudié y que más me gustaron fue el templete de San Pietro in Montorio, obra de Bramante, quien fue rival de Miguel Ángel y precisamente el que le partió la nariz.
No sé porqué me gusta tanto, ya que en sí es un templete bastante sencillo y no de mucho renombre. Pero siempre me ha llamado la atención, tal vez sea por su forma. Pequeño, circular, con columnas y cúpula. Ni siquiera recuerdo ya el vocabulario técnico para describirlo... Al menos, podéis verlo en la fotografía.
Ahí va un mini relato de acompañamiento.

Siempre se encontraba a sí misma buscando excusas para visitar el templete, y nunca era capaz de decir porqué lo hacía. Sí, sin duda era bonito, atractivo, llamaba la atención. Y fue diseñado por un famoso arquitecto italiano. Pero aquello no le parecía razón suficiente para cambiar su dirección original, o para dar un rodeo que tan sólo alargaba su camino, y menos aún para atravesar la pequeña plaza cuando no le venía de paso. Ni siquiera hacía eso con cosas que le parecían más hermosas y más importantes, como por ejemplo la Catedral.

También soñaba con él. Mientras dormía también acudía a aquel lugar, puntual como un reloj. Los sueños, sin embargo, nunca eran iguales. A veces era de día, otras veces era de noche; era verano, o era invierno y estaba lloviendo. A veces llegaba de casualidad, como si no esperara encontrarlo a pesar de que era plenamente consciente de su ubicación; otras sus pies la guiaban hasta allí de forma involuntaria o se perdía, e incluso llegaba hasta allí siguiendo a alguien o a una voz que la llamaba.

Alexandra llegó a preocuparse. Le incomodaba record
ar el templete en las situaciones más inesperadas y verse en la necesidad de acudir hasta él, y le asustaba un poco verlo todas las noches en sus sueños. Y sin embargo, se sentía incapaz de hablar de ello con nadie. A pesar de ser una tontería, no le apetecía decirle a su madre que estaba obsesionada con un edificio. Por un lado, la tomarían por loca o no le harían ningún caso, pero por otro le parecía algo de índole demasiado íntima como para compartirlo con alguien más.

Aquella mañana, de luz clara y diáfana, Alexandra se encontró frente a frente con las columnas que daban acceso al templete. Era temprano, las ocho en punto. Los vencejos y las golondrinas que anidaban en el edificio se desperezaban y levantaban el vuelo, inundando la plaza con su alegre algarabío. A ella le faltaba el aliento. Había llegado corriendo, atravesando las calles a toda carrera como alma que lleva al diablo, sin entender porqué. En el interior de la mochila de bandolera que le colgaba del hombro estaba su flauta, rota. Había madrugado y había salido a la calle con la intención de llevarla a reparar, pero inexplicablemente, había terminado allí. Se apartó los mechones de la frente, frunció los labios y el entrecejo, enfadada. Le desesperaba no tener más opción que obedecer aquellos absurdos impulsos. Le hubiera encantado darle la espalda al templete y marcharse sin más, pero era incapaz de hacerlo. Tan simple como eso. No podía, su cuerpo ignoraba deliberadamente sus pensamientos, obligándola a permanecer clavada en el suelo.

Suspiró cuando, casi involuntariamente, se movió para aproximarse más. A pesar de ir allí tan amenudo, muy pocas eran las veces que se aventuraba en el interior. Pero aquel día la necesidad era mucho más fuerte, y sabía que no conseguiría nada oponiéndose a ella.
Apenas prestó atención al pequeño altar dedicado a San Pedro, a los dibujos en diferentes mármoles que adornaban el suelo, o a la pequeña y modesta cúpula interior que le ofrecía techo, y se dirigió directamente a la parte superior. Desde la balconada pudo observar cómo la luz juguetona, que ganaba fuerza rápidamente, se colaba entre los edificios que cerraban la plaza para iluminar el templete. Se asomó, pero sin entrar, a la cúpula. El brillo del sol, blanco y temprano, la atravesaba por el centro de cristal, que estaba decorado cuatro pequeños frontones partidos sobre los que descansaban unos querubines.

Un aleteo la sobresaltó. Una paloma blanca se había posado en la barandilla de la balconada, y se ordenaba concienzudamente las plumas con el pico. Alexandra la miró con interés, pero cuando el animal percibió que estaba siendo observado, extendió las alas y se marchó volando. La muchacha regresó a la barandilla y miró hacia abajo. Fue entonces cuando lo vio.
Había un joven cerca de una de las columnas. Tenía el pelo oscuro y brillante, largo, rozando los hombros. Vestía una camisa abotonada del mismo azul del cielo, y unos pantalones de lino blanco. La paloma blanca se le había posado en el brazo.

Él levantó la mirada, y sus ojos se encontraron por unos segundos. Los ojos más azules, más hermosos y profundos que había visto jamás. Sonrió. ¿O fue ella que sonrió primero? Y después supo que aquél había sido el motivo por el que había estado visitando el templete una y otra vez. Sin perder tiempo, bajó corriendo, al mismo que gritaba "¡Espera!" Pero cuando llegó a las columnas, había desaparecido. No había ni rastro del muchacho, ni de la paloma. Tan sólo un par de plumas blancas en el suelo.

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