domingo, agosto 17

Número 13 (4ª parte)

Los segundos se sucedían con infinita y cruel lentitud. Una vez que Algeo entró en el árbol hueco, el semicírculo que los chicos y chicas habían formado por orden del Jugador, se había roto. Algunos de ellos deambulaban cerca del árbol, con la mirada perdida y un leve temblor en manos y piernas. Otros se habían buscado un lugar desde el que aguardar; una roca, un pequeño hoyo en la tierra o el saliente de una de las grandes raíces del árbol. Umine, en cambio, no se había movido del sitio. No se sentía con fuerzas para levantarse; era bastante probable que las piernas le fallaran y cayera al suelo. Se abrazó las rodillas con los brazos y enterró la cabeza entre ellos. Intentó controlarse, concentrándose en su respiración. Pero incluso eso le parecía difícil. Tenía frío, y sentía una garra gélida apretándole el corazón, helándole la sangre.

Algeo salió del hueco de árbol tras unos largos minutos. Sonreía, visiblemente aliviado, y había recobrado el color en las mejillas. Parecía apunto de echarse a reír. Observó a sus compañeros sin atisbo de compasión o tristeza, y se marchó corriendo de allí, tan rápido como le permitían sus piernas. Umine lo vio alejarse con un amargo regusto a decepción, que enseguida la hizo sentir culpable. Desde la oscuridad reinante en el interior de la morada del Jugador, se oyó un nombre. Una chica se acercó, retorciéndose las manos, nerviosa, para desaparecer en la negrura. Y así fue transcurriendo el tiempo, mientras el Jugador llamaba uno tras otro a sus compañeros. Llegado un punto, Umine no pudo controlar su pánico, y notó cómo éste se extendía por su cuerpo como un veneno. Cada vez que uno de los demás chicos y chicas salía indemne de la cueva del árbol, ella maldecía entre dientes. Cada vez que uno de ellos salía libre, la posibilidad de que le tocara a ella era mayor. Deseó que sus compañeros tuvieran peor suerte, y ese pensamiento hizo que se avergonzara de sí misma.

Un chico salió del árbol, riendo nerviosamente. Y como todos los demás antes que él, se marchó corriendo a toda velocidad. El Jugador entonces pronunció su nombre. Umine lo escuchó como un eco lejano, procedente de algún lugar recóndito de su propia conciencia. Se puso en pie sin apenas ser consciente de sus propios actos, y se aproximó a la negra herida del árbol fantasmagórico. El interior exhalaba un olor a putrefacción y la oscuridad era absoluta. Umine se aventuró en sus garras, aguantando la respiración. Avanzó unos pasos, con miedo. No veía nada, ni escuchaba nada. El hedor la mareaba. Sus manos, extendidas hacia delante, se encontraron con algo. Unos dedos fríos y largos rodearon sus muñecas y tiraron de ella, con suavidad. Umine reprimió el deseo de desasirse de aquel contacto, de gritar y salir huyendo. Se obligó a sí misma a continuar, y al llegar a la luz, las manos la soltaron.

Se encontró entre las paredes carcomidas y arrugadas del árbol muerto. Había una mesa sobre la que parpadeaba la débil luz de una lámpara de aceite, al otro lado de la cual estaba el Jugador. Tenía las manos cruzadas bajo la barbilla, los ojos negros sin brillo clavados en ella. Sonreía ávidamente y respiraba de forma agitada. Estaba excitado. Umine sintió un espasmo de repulsión. Se detuvo, azorada, en el margen del círculo de luz. El Jugador le hizo un gesto para que tomara asiento. Ella obedeció, acobardada. El Jugador puso una mano sobre la mesa y dejó algo encima. Eran dos dados de piedra negra.

- Que empiece el juego.- murmuró.

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