miércoles, noviembre 13

Reducido a cenizas

Cuando estaba despierto me costaba recordar sus rostros, pero en sueños se dibujaban delante de mí con total nitidez. Mi madre solía aparecer llorando y mi padre diciéndome adiós con la mano. La tristeza en sus miradas era como un puñal que se me clavaba en el corazón, tan imposible de soportar que acababa despertándome presa del llanto. Pero nada de aquello había sucedido realmente; la verdad era que yo tenía las manos manchadas de sangre y un arrepentimiento indeleble que me acompañaría durante toda la vida.
El mago roncaba suavemente desde su carromato. El viento había corrido la cortina le daba intimidad y pude verlo a través de mis lágrimas, tapado con dos mantas y durmiendo sobre un colchón de paja. Apreté los dientes con furia y como cada mañana, mi primer deseo fue saltar sobre él y estrangularlo con mis propias manos. Pero aquel deseo, también como cada mañana, hizo que me avergonzara de mí mismo. Esa vergüenza por ansiar venganza provocaba en mí una repulsión inevitable al saberme incapaz de matar al hombre que me retenía en contra de mi voluntad y que había sido, en parte culpable, de la muerte de mis padres. El otro responsable... era yo.
Dormido parecía inofensivo, un don nadie desaseado vestido con ropa andrajosa y poseedor de un maltrecho carromato. Si se le observaba haciendo tratos con la gente se podía pensar que era un vendedor hábil al que se le daba bien engatusar a las personas, pero en realidad se trataba de un hombre despiadado y egoísta sin ningún tipo de escrúpulos a la hora de conseguir su objetivo. Debido a sus engaños y a mi estupidez, yo me había quedado huérfano y él había logrado tenerme a su lado. Apenas me alimentaba, me hacía dormir en el suelo y a la intemperie, no se comunicaba conmigo salvo si era estrictamente necesario, me llevaba siempre encadenado y pagaba conmigo su malhumor, primero con latigazos y después con comentarios hirientes al darse cuenta de que los golpes ni siquiera arañaban mi dura piel. Y aunque su desprecio y sus palabras dolían, lo que realmente me hacía daño era el remordimiento que pesaba sobre mi conciencia.
"Pobre desgraciado. Mírate... la única maldición que pesa sobre ti es la de ser un estúpido ignorante, porque lo que intuyo que posees es un don del que yo voy a sacar provecho y que posiblemente podría haber salvado a tus padres. Puedes culparme de su muerte, pero tú también has sido partícipe en su asesinato."
Eso fue lo que me dijo frente al incendio, con los cadáveres carbonizados de mis padres a sus pies, la misma noche en que decidí fugarme a escondidas para poder curar mi maldición y ser normal, como todos los demás. Y aunque aquellas fueron las palabras que supusieron mi verdadera condena, también fueron mi salvación: yo maté a mis padres por ignorancia, pero no volvería a cometer el mismo error.

[Imagen por designani]

1 comentario:

InfusiónDeLotoNegro dijo...

Como siempre, hilando fino.
Me parecen muy interesantes las entradas pertenecientes a esta historia.
Y me da que esta sí que la voy a poder seguir entera, porque que yo sepa no me he perdido ninguna hasta ahora.
Me mantengo a la espera de la siguiente…
Un abrazo A.

P.d.: La canción es perfecta, de ahí que te diga lo de hilar fino. ;)