domingo, abril 26

Ath y Thysa (capítulo tres)

Aquí el capítulo tres. Espero que os guste.

Thysa abrió los ojos, puntual como un reloj, cuando quedaba una hora exacta para la puesta de sol. Se había convertido ya en un hábito involuntario, el contemplar el crepúsculo, al igual que el amanecer. Eran dos momentos clave en los que el mundo espiritual y el material se confundían. Cuando era pequeña, su abuela y maestra le decía que los espíritus cantaban cuando el sol se alza en el horizonte del este, dándole la bienvenida y celebrando un nuevo día en la larga vida del mundo, así como también lo despedían cuando desaparecía tras la línea oeste. Afirmaba que si se escuchaba atentamente, se podían oír sus voces: hermosas y cristalinas, impregnadas de una tristeza y alegría infinitas imposibles de comprender para un mortal. Tal vez el motivo por el que detestaba tanto a Ath era que él nunca había tenido que esforzarse por escuchar a los espíritus: él no sólo había nacido y crecido siendo acunado por sus canciones, sino que además era capaz de verlos.

La joven se liberó con cuidado del brazo de su acompañante de cama, que rodeaba su cintura. Se quedó mirándolo fijamente durante unos minutos, pensando que mientras dormía le parecía incluso simpático. Unos meses atrás hubiera ido directa al barreño, se hubiera mojado las manos en el agua ya fría, y le hubiera salpicado con los dedos para despertarlo. O tal vez hubiera tirado con fuerza de las sábanas para tirarlo al suelo. Pero en aquel momento se limitó a darle unas palmaditas, quizá con más fuerza de la recomendable, en la mejilla.

- Ath, despierta, es la hora.

El muchacho abrió los ojos y se desperezó mientras bostezaba. Thysa sonrió maliciosamente.

- ¿Quieres un poco de agua fría para despejarte?
- No…no, gracias, estoy bien.
- ¿Seguro?
- Seguro…, pero si eso te hace feliz, Thys…

Thysa frunció el entrecejo y apretó los labios. Se levantó de la cama, le dio la espalda y comenzó a vestirse. Ath suspiró: había vuelto a meter la pata.

Ya vestida, Thysa se acercó a la ventana. El horizonte no era visible desde allí, pero el cielo encima de las verdes hojas de los árboles frutales del jardín era de color anaranjado. Un pájaro se posó de repente en el alféizar. No era una gaviota ni un gorrión, sino un petirrojo, con los ojos pequeños negros y brillantes y la pechera del mismo color que el cielo crepuscular.

- ¿Qué haces tan lejos de casa, eh?-susurró, acariciándole las plumas con ternura. El pájaro se subió sobre su mano, sin dejar de mirarla.- Ya veo.

El petirrojo trinó suavemente, saltó y se alejó volando en la creciente oscuridad.

- Deberíamos ir al acantilado, Ath.- dijo ella, girándose.- Allí encontraremos algo.
- Bien, siempre se agradece saber por donde empezar.

Ath se acercó también a la ventana, y tras echar un vistazo su rostro se ensombreció.

- ¿Qué pasa?- preguntó Thysa.
- No puedo ver ni escuchar nada. Sea lo que sea lo que amenaza a esta ciudad es lo bastante poderoso para aterrorizar al resto de las almas confinadas en este lugar.
- Pero…
- No sé si voy a poder manejarlo, Thysa.

Thysa pudo leer un sincero miedo en los ojos de su compañero. Era la primera vez que veía dudar a Ath, y le resultaba desconcertante, inapropiado. Él siempre estaba seguro de sí mismo, orgulloso de sus capacidades, sabiéndose controlador de la situación. Eso era lo que casi siempre la irritaba y ponía de mal humor, pero ahora que Ath vacilaba en su determinación, se descubrió sintiendo pánico.

- Claro que podrás manejarlo.- repuso con brusquedad.- Si no puedes hacerlo tú, ¿quién lo hará? Y cuentas con mi ayuda. No estás solo en esto, Ath.

Él asintió lentamente. Se sintió aliviada al ver que sonreía de nuevo.

- Tienes razón, sí. Te tengo a ti.
- Bajemos… deben de estar esperándonos.

Se apartó de su lado y salió de la habitación sin él.

Abajo en el patio de la casa del Gobernador había mucha gente. Ruar estaba rodeado de un grupo de soldados que terminaban de ajustar sus espadas en las vainas, de criados que iban y venían, y de sus propios hijos quienes también se habían armado y preparado. Al verlos acercarse, Ruar alzó las manos a modo de recibimiento.

- ¡Aquí estáis! Estaba a punto de enviar a alguien a por vosotros…
- Señor, ¿toda esta gente…?
- Ah, no se preocupe, no nos acompañarán. Este es el procedimiento habitual de todas las noches. Envío a mis soldados de dos en dos a montar guardia en todas las viviendas de la ciudad, como medida preventiva.

Después de recibir unas órdenes finales de boca de Ruar, los soldados formaron filas y salieron de la casa con la luz del atardecer reflejada en sus armaduras. Quedaron en el patio sólo el propio Gobernador, sus dos hijos, Thysa y Ath. Ruar le puso una mano en el hombro con ademán familiar. No parecía muy preocupado, sino todo lo contrario, de humor inmejorable.

- ¡Bien! Estamos listos. ¿Deberíamos llevar a alguien más con nosotros?
- No. Cuanta menos gente nos acompañe, mejor.- indicó Ath.
- Perfecto. ¿Hacia dónde nos dirigiremos? Podemos llevaros al lugar del último asesinado…
- No, iremos a los acantilados.
- ¿A los acantilados?- repuso Ruar, un tanto desconcertado.- ¿Por qué?
- Thysa ha recibido un chivatazo.

Thysa recordó con cariño al pequeño petirrojo. Un pequeño valiente, que se había atrevido a volar hasta allí en una hora tan peligrosa.

Ifher y Ellem la observaban intrigados, pero ella no estaba dispuesta a dar explicaciones. Ruar se encogió de hombros y lideró la marcha hacia la salida del caserón y a los establos. Thysa alzó la cabeza al dejar el edificio y pudo ver desde una ventana a Duna, la esposa del Gobernador, sosteniendo un pañuelo junto al lagrimal. Esperaba que el temor de Ath estuviera infundado.

De camino hacia la playa y los acantilados, la ciudad parecía estar más viva que durante el día. Había luz detrás las ventanas y tal como había dicho Ruar, dos soldados vigilantes a la puerta de las casas. El momento clave ya había pasado y apenas si quedaba un rastro de nubes sanguinolentas por encima del horizonte. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo, pero lo hacían de forma débil y enfermiza. Thysa podía sentir, al igual que cuando había visto Dhara por primera vez, los efluvios de oscuridad que manaban desde la mismísima tierra. No se oía un alma, literalmente.

Ath y ella encabezaban la marcha. El joven estaba más pálido de lo habitual, pero se esforzaba por mantenerse erguido y aparentar seguridad. Al igual que muchas otras veces, Thysa se preguntó cómo sería percibir el mundo estando en su piel, teniendo sus sentidos. Pero al contrario que entonces, en ese instante pensó que si pudiera verlo igual que él, seguramente estaría más asustada.

- El aire tiembla y se estremece.- le dijo.- El mar está muy calmo esta noche, sin apenas olas, pues el agua retrocede.
- No veo ni oigo nada.- repitió, con la voz quebrada.- Es… muy raro. El mundo parece tan solitario y vacío…
- Ya sabes cómo vemos las cosas el resto de los mortales.- musitó ella.

Él le dirigió una mirada extraña que Thysa no supo cómo interpretar. La chamán intentó sentir la energía a su alrededor y almacenarla en caso de que le fuera necesario, pero era una energía débil y turbia, corrupta. Todas las señales indicaban a algo que, aunque no le gustase un pelo, debía ir empezando a considerar seriamente. Tal vez aquello hubiera comenzado con un espíritu atormentado, pero había alcanzado magnitudes casi diabólicas.

Se encontró pensando sobre su propia muerte y eso le produjo escalofríos. ¿Qué había sido de su vida? Si moría ahora… ¿podía considerar que moriría en paz? Era muy joven y aún le quedaban muchas cosas por vivir. No quería convertirse en un espíritu anclado en el mundo material, perdido y sin saber cómo seguir hasta el más allá. Sacudió la cabeza y se reprendió a sí misma por aquellos pensamientos. No era la primera vez que se encontraba en peligro, y no estaba sola. Debía concentrarse en pensar una estrategia, pero antes de que pudiera trazar ningún plan, sintió la mano de Ath sobre la suya. Al mirarlo supo que las mismas funestas ideas habían cruzado su mente también.

- Thysa… si no salimos de esta…
- ¡Por favor!- siseó ella entre dientes, furiosa.- ¡Deja de comportarte como un crío asustado! No dramatices…
- No, déjame hablar…
- ¡No, no quiero oírlo! ¡Calla!
- Si no salimos de esta, quiero que sepas que lo siento mucho, Thys. Lamento haberme casado contigo y haberte hecho infeliz.
- Cierra la boca.- amenazó ella.- Como digas una sola palabra más, pienso odiarte para toda la eternidad, ¿me oyes?

Ath obedeció y Thysa suspiró, aliviada.

- Limítate a ponerte en lo peor y a pensar una solución que nos salve el cuello, ¿de acuerdo? Después, consideraré si acepto o no tus disculpas… aunque me las hayas dado un poco tarde.
- De acuerdo. ¿Podrías realizar una invocación en esta atmósfera?
- Podría intento… aunque no sé si lo conseguiría.

No dijeron nada más.

Pasaron el desvío que llevaba al puerto y tomaron el camino que salía de la ciudad atravesando las murallas en dirección a la playa. Por suerte, había luna aquella noche. El astro nocturno no brillaba con toda su fuerza, pero iluminaba tenuemente el cielo con un halo plateado, reflejándose sobre la lisa superficie del mar, tan oscuro como la bóveda celeste. Los acantilados se recortaban negros contra las estrellas, altos y amenazantes. Incluso la brisa se había detenido.

Los caballos empezaron a relinchar, asustados. Thysa acarició con ternura la frente del animal, infundiéndole calma. El sendero descendía abruptamente hacia la costa y se ramificaba en dirección este, convirtiéndose en un camino pavimentado que llevaba a una pequeña casa de piedra con una ventana tras la que palpitaba una luz moribunda. El corazón de Thysa dio un salto. A pesar de las numerosas ocasiones en las que se había enfrentado a lo sobrenatural, seguía sin acostumbrarse a ello.

Ath se detuvo y se giró para mirar a Ruar y a sus hijos.

- Vosotros iréis primero. Intentad… seccionarle algún miembro. Si es una pierna, mejor. Hay que inmovilizarle.

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