martes, diciembre 2

No title (aún) 3ª parte

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Capítulo tres

Los minutos transcurrían con exasperante lentitud. De hecho, a Cora le daba la sensación de que el tiempo se había detenido. La luz y calor del sol inmóvil hacían temblar el aire, que se ondulaba distorsionando la imagen, mientras que el viento transportaba la arena de una duna a otra. La joven estuvo tentada de medir la distancia existente entre el sol y la línea del horizonte, con los dedos, pero sabía que si lo hacía no pasarían cinco minutos sin que comprobara si había disminuido o no. Así que resistió. Se quitó los pantalones y se tumbó en el suelo del vagón, con los ojos fijos en el techo, sin querer ni atreverse a mirar fuera.


Velando por su integridad mental había optado por abandonar la búsqueda de un motivo razonable que explicase su situación. De momento era más fácil no tenerla y asumir las cosas tal y como estaban. Y además, tenía que decidir qué hacer, y para ello necesitaba tener la mente despejada y el ánimo sereno. Aunque todavía no tenía ninguna brillante idea al respecto. Estaba sola en mitad del desierto, sin saber dónde exactamente, incomunicada y sin provisiones. No le gustaba la perspectiva de abandonar el vagón, pero sabía que no tenía alternativa. Necesitaba encontrar alimento y agua, y si se quedaba allí no duraría mucho. No podía confiar en la posibilidad de que la encontrasen y en cambio debía enfrentarse a los riegos que le podían esperar allá fuera: animales salvajes, perderse y/o morirse de sed o hambre. La joven suspiró con el entrecejo fruncido: su futuro no resultaba muy halagador.


Resolvió el asunto pensando que no tenía sentido hacer planes, dado que era incapaz de prever lo que le depararía el siguiente amanecer. Excepto más calor. Tal vez tras despertar (si era capaz de pegar ojo aquella noche) volviera a encontrarse en su cama, o en el metro, o al menos en Londres, en el mundo real. Si tenía la mala suerte de seguir allí… no le quedaría otra opción que aventurarse desierto adentro, en busca de algo o alguien, luchando por sobrevivir. Luchar por sobrevivir… aquellas palabras resonaron con fuerza en su mente. Jamás había imaginado que iba a tener que luchar, que esforzarse, por seguir viviendo.


Y aunque las horas parecían eternas, una tras otra iban empujando al sol cada vez más abajo. La luz dorada se tiñó primero de naranja, luego de carmín, rosa y púrpura hasta llegar a un tenue añil pálido, sumiendo el vagón en la penumbra. La temperatura descendió bruscamente, y pronto Cora tuvo que vestirse de nuevo para dejar de tiritar. Cuando se hubo hecho de noche empezó a sentir miedo. No le gustaba nada la idea de quedarse a oscuras sin ninguna luz, por lo que volvió a salir del vagón y buscó su móvil; lo encontró semienterrado en la arena, por fortuna intacto. No estaba segura de qué hora sería allí pero calculó unas nueve horas y puso el despertador. Quería marcharse bien temprano a la mañana siguiente.


Refugiada de nuevo en el vagón, con la chaqueta puesta y hecha un ovillo, con el móvil en la mano alumbrando el rincón en el que se había acurrucado, tardó bastante en dormirse. No le resultó fácil olvidarse del frío y dejar a un lado las preocupaciones, pero el cansancio acumulado de tantas horas estrujándose el cerebro y el agotamiento mental causado por la inexplicable situación en la que estaba envuelta, pronto hicieron mella en ella obligándola a cerrar los ojos.



Sin embargo, a la mañana siguiente, el mal sueño no había desaparecido. Cora despertó dolorida y confusa. Fue muy duro ver que aún seguía en el mismo sitio, aterida de frío, con los miembros agarrotados y la arena pegada a los labios. Su estómago protestaba con fuerza y tenía la boca seca. Tras unos minutos de desorientación apreció que había algo más de luz. Con una mueca se puso en pie y miró a través de las ventanas del vagón. El sol aún no había salido pero por el horizonte contrario estaba empezando a clarear. La temperatura también había aumentado un tanto, pero seguía haciendo frío. Cora se desplomó sobre uno de los asientos y hundió la cara entre las rodillas, permitiéndose derramar unas lágrimas fruto de la frustración, desesperación, miedo y rabia. Lloriqueó y sollozó durante unos minutos, tras lo que se puso en pie. Se enjugó los ojos y lanzó una mirada desafiante a las dunas, en ese momento eran de un pálido color gris. Recogió su mochila, se la colgó de los hombros y proponiéndose a sí misma no mirar atrás, salió del vagón.


Empezó la jornada con buen ritmo. Estaba hambrienta y sedienta, pero la rabia avivaba su determinación y la empujaba a seguir caminando sin detenerse. Como estaba en mitad de la nada, no tenía ni idea de a donde dirigirse. Tomó rumbo oeste, de espaldas al sol, porque le pareció la mejor opción en aquel momento. El avance no era algo fácil. Los pies se le hundían en la arena y de vez en cuando tropezaba, apunto de caer. Al menos, de momento, no soplaba viento. El amanecer coloreó pronto el cielo con pinceladas grises, rosadas y celestes, iluminando también la arena bajo sus pies. No tardó demasiado en quitarse la chaqueta, pues debido al ascenso de la temperatura y a la rapidez de su caminata, sus mejillas se habían ruborizado y había comenzado a sudar. Pero no aguantó así durante mucho tiempo.


Un par de horas después Cora se arrastraba entre las dunas, conteniendo las ganas de gritar y echarse a llorar. Se sentía débil y apenas podía respirar. Estaba horriblemente sedienta; hubiera sido incapaz de imaginar que un ser humano era capaz de sentir tanta sed. No dejaba de mirar a su alrededor, con la esperanza de ver algo, un punto en la lejanía, una silueta, un cambio en el paisaje. Pero continuaba inmutable. La idea de tumbarse en la arena y quedarse allí le resultaba bastante tentadora, pero sabía que si se detenía posiblemente no sería capaz de reanudar la marcha de nuevo.


Llegado un momento a Cora le daba igual desfallecer. No encontraba fuerzas en ningún sitio y estaba convencida de que su muerte estaba cerca. Se le dobló el tobillo y cayó, rodando por la pendiente de una duna. Durante un largo rato ni siquiera abrió los ojos. Permaneció allí tendida, limitándose a respirar. Se le había metido arena en la boca, pero no era capaz de escupirla; sentía los labios tirantes y secos. Los minutos pasaban y no sucedía nada. Había esperado perder la consciencia o quizá agonizar aún más, pero nada de eso ocurrió. Así que, con cierto fastidio, abrió los ojos. Y quedó maravillada ante lo que tenía delante.


No era un oasis paradisíaco, ni mucho menos, pero a Cora le pareció el mismísimo cielo. Se trataba de un allanamiento de las dunas donde crecían unos cuantos árboles con un poco de verde en sus toscas ramas. No eran más de diez, y ni siquiera eran muy altos. Pero al menos era algo, algo vivo aparte de ella misma. Consiguió levantarse con cierta dificultad y se acercó al oasis. Cuando se situó frente al primer árbol puso sus manos sobre el tronco y las dejó allí unos segundos, como si esperase escuchar un latido bajo la gruesa corteza. Después apoyó la mejilla y finalmente abrazó al árbol. Sabía que era una tontería: el árbol no iba a corresponder su gesto, no podía consolarla ni ofrecerle ningún tipo de ayuda. Pero la joven pensó que era lo menos que podía hacer en agradecimiento a su mera presencia, que seguramente la había salvado de quedarse tirada en la arena, tal vez para siempre. Al separarse de él miró a su alrededor. Y su corazón dio un vuelco cuando sus ojos captaron el brillante resplandor de algo entre los troncos de los árboles que tenía en frente. Azorada se aproximó, y chilló de alegría y se arrodilló frente a un diminuto estanque de aguas turbias, llorando de felicidad. Sin perder un instante ahuecó las manos y las llenó de agua, llevándoselas a la boca. Bebió, y el agua le supo a gloria, mientras las gotas le humedecían los labios y le resbalaban desde la barbilla al cuello. Repitió el proceso hasta que saciarse, tras lo que se quedó obnubilada admirando el brillo del sol en el agua, con una sonrisa en la cara.


Una sonrisa que desapareció bruscamente cuando sintió un agudo pinchazo en el cuello, un poco más abajo del lóbulo de su oreja derecha. Automáticamente se llevó una mano al lugar dolorido, y la invadió el pánico cuando tocó algo delgado y duro sobresaliendo de su piel. Lo agarró y tiró de él, pero apenas tuvo tiempo de ver qué era antes de desmayarse: tan sólo una mancha borrosa de color azul. Después, la negrura de la inconsciencia.


1 comentario:

Xit dijo...

que cruel eres, anda que lo que le estas haciendo pasar a la pobre, y yo con el hambre que tengo ainssss esto no puede ser.

Quiero mas asique venga a crear