miércoles, agosto 20

Número 13 (5ª parte)


- Oh, venga, venga, ¿a qué viene esa cara tan seria?- preguntó el Jugador, mostrándole una sonrisa escalofriante.- Tranquilízate. Tan sólo vamos a jugar a un jueguecito de azar. ¿Te gustan los juegos de azar, Umine?

Umine quiso responderle, pero era incapaz de hablar. Tenía la boca seca y sentía las náuseas trepar desde su estómago hasta la garganta. Lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza en un gesto negativo.

- ¿No?- dijo el Jugador, con tono decepcionado.- ¿Por qué no? Son muy entretenidos. Y útiles. Te explicaré las reglas de este juego, Umine. Escúchame atentamente, porque sólo las diré una vez.

El Jugador extendió una de sus manos de largos dedos y piel gris y la puso sobre la mesa. Cogió los dados negros y los hizo pasar de un dedo a otro con habilidad, acariciándolos casi con ternura. Umine no podía dejar de temblar. Se encontraba mal, muy mal. No quería estar allí. Quería marcharse a su casa y esconderse bajo las sábanas de su cama, y no salir de allí al menos durante una semana. Estaba aterrorizada. El Jugador le inspiraba pánico, aquella gruta en el interior de un árbol podrido le daba asco. Y sobre ella pesaba la certeza de que no iba a conseguir escapar, que jamás volvería a ver la luz del sol.

- Las normas son muy sencillas, el juego consiste en lo siguiente. Cada uno de nosotros hará una sola tirada. Sólo una. Si tu tirada es mayor que la mía, puedes marcharte. Si no... ¡adivina, adivinanza! ¿No es emocionante?- preguntó sonriendo con entusiasmo.- Tú tirarás antes que yo. Puedes utilizar un solo dado o todos, pero ten en cuenta que yo también puedo elegir. Empieza cuando quieras, Umine.

Umine intentó expulsar el aire que sus pulmones llevaban un minuto guardando, provocándole un ardor en el pecho. Pero apenas lo logró, y el suspiro sonó como un ligero sollozo. Si hubiera tenido sangre suficiente en el rostro, se habría ruborizado con rabia, pero estaba mortalmente pálida. Asintió imperceptiblemente y extendió su mano hacia los dados. Le dio la impresión de que no era su propio brazo el que estaba moviendo. No sentía nada, y le pesaba como si fuera de hierro. Le costó un enorme esfuerzo llevarlo hasta la mesa. Agarró dos dados, los guardó en el puño de su mano y los apretó con fuerza excesiva. Los nudillos se le quedaron blancos. No se atrevió a levantar la mirada para observar al Jugador, pero sabía que éste sonreía y sentía su aliento fétido y gélido sobre sus dedos. Tras lo que le pareció una eternidad, agitó la mano y la abrió, dejando caer los dados. Dejó de respirar mientras, a cámara lenta, veía los dados negros rebotar sobre la mesa de madera, girar, girar, girar... y detenerse. Tuvo la casi irresistible tentación de cerrar los ojos, pero consiguió mantenerlos abiertos. Muerta de miedo, se inclinó ligeramente para ver el resultado de la tirada.

Dos caras de seis.

Suspiró, más aliviada de lo que se había sentido nunca antes en su vida. Había sacado un doce. Se le escapó una pequeña sonrisa involuntaria. Era probable que el Jugador igualase su tirada, pero era imposible que la superase. Se permitió respirar de nuevo.

- Vaya, vaya... Buena tirada, Umine.- dijo el Jugador, con admiración.- La mejor en lo que llevo de mañana. ¡Pero...! Ahora me toca a mí.- y sonrió como un lobo hambriento, poniéndole los pelos de punta.

El Jugador recogió los dados y los escondió entre sus dos manos. Las movió lentamente, con los ojos cerrados. Sus labios, finos y resquebrajados, se movían rápidamente, como susurrando algo que Umine era incapaz de escuchar. Alzó los brazos, abrió las manos y los dados cayeron y repiquetearon sobre la madera mientras daban vueltas hasta quedarse quietos. Umine volvió a inclinarse sobre la mesa para ver el resultado. Sus ojos se abrieron con terror.

Dos caras de seis... y una cara de uno. Tres dados.

- Trece.- murmuró el Jugador.- Creo que has perdido, Umine.
- Pero... pero... había dos dados... ¿Cómo...?- balbuceó la muchacha.
- ¿Dos dados?- repitió él con suavidad.- No, Umine, había tres dados. Posiblemente no has visto el tercero de ellos porque son de color negro y está muy oscuro aquí dentro. En ningún momento he dicho que hubiera dos dados, estoy completamente seguro de ello.

¿No lo había dicho? ¿Se lo había imaginado, o lo había dado por sentado? ¿Cómo era posible que no hubiera visto el tercer dado? ¿O la estaba engañando? El miedo la invadía, no podía respirar. A su alrededor, todo se desdibujó. Oyó que el Jugador se reía, creyó verlo incorporarse, y por un segundo, desaparecer. Luego escuchó gritos, a lo lejos. Gritos, chillidos de felicidad. Sus compañeros se alegraban de su desgracia, celebraban que ella había perdido y que gracias a eso, ellos podían regresar a sus casas, sanos y salvos, con sus familias. Se alejaban corriendo de aquel bosque maldito, abandonándola. Pero, ¿no habría hecho ella lo mismo de encontrarse en su lugar? ¿Aquello la convertía en un monstruo, o era una monstruosidad completamente justificada?

- Ven, Umine.

Sin sentirse dueña de sus propios actos, se levantó y obedeció a la voz que la llamaba, mientras en su mente su conciencia se retorcía y gritaba pidiéndole que corriera, que huyera. Abandonó aquel hediondo agujero oscuro y salió al bosque. El Jugador la estaba esperando fuera, y por una vez, había dejado de sonreír. ¿La mataría en aquel instante? ¿La torturaría hasta hacerla expirar por última vez? ¿La obligaría a servirle por toda la eternidad? ¿La convertiría en un ser repulsivo, igual que lo era él? No sabía cual de todas aquellas opciones le parecía la peor. ¿Se apiadaría de ella? ¿La dejaría escapar? ¿Sería capaz de sentir compasión, si le suplicaba? ¿Y si era ella quién le atacaba, lo mataba y luego volvía a casa? ¿Sería capaz de vencer a alguien como aquel...?

- Márchate de aquí, corre y huye.
- ¿Qué?
- ¡Que te vayas!- gritó.

Pero Umine no se movió del sitio. Estaba confusa, perpleja. No comprendía nada. El Jugador se acercó a ella rápidamente, en dos grandes zancadas. La aferró por la barbilla con sus dedos fríos. Ella no opuso resistencia.

- Si no te marchas de aquí ahora mismo, te mataré. Te torturaré hasta que mueras, después te descuartizaré y me alimentaré de tus restos durante semanas, hasta que no quede nada de ti. Te han abandonado. Tus amigos te han dejado aquí, sabiendo que ibas a perecer en este lugar, para salvar su propio pellejo. Nadie te tiene aprecio, Umine. ¿Crees que tus tíos llorarán tu muerte, que te echarán de menos? ¡No! Tú eres la responsable de la muerte de tus padres. Tu tía te odia por ello, ¿y sabes que es lo más triste? Que tú eres perfectamente consciente de ello. ¡VETE DE AQUÍ!

Con lágrimas en los ojos, Umine se desasió de la mano del Jugador y echó a correr. Pasó el árbol muerto, dejó atrás el tétrico claro, y se perdió entre los árboles del bosque. El silencio pronto ahogó sus sollozos y lamentos, el ruido de sus pasos, y desapareció por completo.


Al día siguiente, el pueblo donde Umine había nacido y crecido, quedó arrasado por un terremoto. Parte de la montaña a las faldas de la cual estaba edificado, se derrumbó sobre la aldea. No quedó un sólo superviviente en el lugar, pero en los pueblos y ciudades vecinas, empezó a escucharse un rumor. Una chica se había jugado el destino del pueblo en una apuesta contra el diablo, y debido a su mala suerte, el demonio la había engañado y le había ganado sacando un número trece con dos únicos dados.

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